Deleitándose en su eterno vaivén, el discurso no concluye, tan sólo se interrumpe. Y al interrumpirse queda siempre inmaduro, derrotado, maltrecho. Pensamos en el cumplimiento de los ciclos pero, al menos en el ámbito de la literatura, no existen las obras terminadas. Todo cierre es una falsedad, un simulacro, una calumnia por la que atraviesa el desconsuelo. Terrorismo letrado, porque se escriben siempre palimpsestos y se crea desde la impotencia. Se asume lo negativo como flor y espejo de una vocación que se despeña a cada instante, con cada palabra, con cada línea. Este libro de Rafael Toriz, extraño y sincero, es la crónica de un accidente, una suerte de Schadenfreude autodirigida en la que el autor se va al diablo con todo y mariachi.
Transando con lo ingobernable, la tristeza, es además una glosa del Libro del desasosiego de Fernando Pessoa. Fragmentos sobre fragmentos que, juntos, no erigen nada, pero cantan en medio del desastre. Ráfagas de hedentina que revelan un insólito gusto por la carroña. Voces extraviadas en la noche que saben, como Bakunin, que la pasión por la destrucción es también una pasión creativa.
Lobsang Castañeda