El gobierno de España promovió la enseñanza de la lengua castellana a los indios de la Nueva España durante la época virreinal principalmente por dos medios: la legislación, tanto del rey como de las autoridades americanas, y la fundación de escuelas en los pueblos de indios.
Las reales cédulas emitidas desde España guiaron la política lingüística en el virreinato durante la época colonial. Sin embargo, estos mandamientos estaban influidos por el contexto histórico de la madre patria, y su vigencia en América también dependía de los acontecimientos ocurridos en la Nueva España. Además, durante el siglo xviii mandatos locales, no reflejados en las cédulas reales, de hecho, influyeron en mayor medida que las órdenes de España en la divulgación del castellano entre los indios.
Desde 1550 hasta 1782 el rey expidió por lo menos 32 cédulas reales que se refirieron a la enseñanza de la lengua castellana a los habitantes indios.[1] Este número de decretos reales reflejó el interés de la corona en promover el uso de la lengua castellana como una ayuda en la transmisión de la doctrina cristiana y del modo de vivir de los españoles a los grupos indígenas.
Sin embargo, los enfoques religioso y social que predominaban en la mayoría de las cédulas se iban mezclando en periodos específicos con motivos políticos relacionados con la rivalidad entre los sacerdotes criollos que hablaban las lenguas indígenas y los eclesiásticos peninsulares que llegaron a América. Otro elemento contenido en la legislación se refirió al aspecto lingüístico-cultural, debido a la afirmación de que los idiomas nativos eran incapaces de expresar con precisión los misterios de fe y que la conservación de los idiomas acercaba a los indios a la idolatría. Estos dos últimos enfoques, el político y el lingüístico-cultural, predominaban en las leyes del siglo xviii.
Las cédulas reales referentes a la castellanización (término inexistente en los tres siglos de la época virreinal pero que es útil como una manera de resumir la política y la práctica diseñadas para promover el uso del castellano entre los indios, o, como a veces se escribía, para “castellanizarlos”),[2] en gran medida eran resultado de la interacción entre autoridades peninsulares en Madrid y los obispos (y a veces los virreyes) en América. Se iban añadiendo objetivos a los temas originales de religión y modo de vivir, debido a los comentarios y las críticas del clero en los virreinatos y las ideas de los oficiales gubernamentales en España. Esta legislación casuística se fue desarrollando como resultado de esta interacción entre las opiniones políticas de los gobernantes ibéricos y la realidad experimentada por las autoridades en América y, además, como resultado de acontecimientos históricos ocurridos durante el periodo.
La primera real cédula relacionada con la enseñanza del castellano a los indios se expidió en 1550 y fue dirigida al virrey de Nueva España. Contenía varios puntos que volvieron a ser tratados durante los siguientes doscientos cincuenta años.
Como uno de las principales cosas que nos deseamos para el bien desa tierra es la salvación e instrucción y conversión a nuestra Santa Fe Católica de los naturales de ella, que también tomen nuestra policía y buenas costumbres y así tratando de los medios que para este fin se podrían tener... a esas gentes se les enseñase nuestra lengua castellana, porque sabida ésta, con más facilidad podrían ser doctrinados en las cosas del Santo Evangelio...
y para que esto se comience a poner en ejecución, escribimos a los Provinciales de las Órdenes... que provean como todos los religiosos de sus Órdenes que en ellas residen, procuren por todas las vías que pudieren de enseñar a los dichos indios la dicha nuestra lengua castellana... y si os parece que esto será bastante para que los indios aprendan la lengua o si convendrá hacer más provisión o proveer otras personas y de que se podrían pagar los salarios...[3]
En este decreto el rey Carlos i consideró la posibilidad de tener maestros que no fueran eclesiásticos y que sería necesario pagarles. Pero estas consideraciones no volvieron a plantearse en las siguientes cédulas. Más bien de ahí en adelante se asignaba a los ministros de la Iglesia la tarea de dirigir y llevar a la práctica la enseñanza de la lengua española a los indios,[4] encargo que continuó hasta 1772, cuando se lo transfirió a las autoridades virreinales, esto es, al estado, y se trató con detalle el tema de los sueldos a los maestros.
Este primer decreto tampoco especificaba la manera de enseñar la lengua y no mencionaba el término “escuela”. Importante al final del documento fue la solicitud para recibir opiniones para mejor lograr el objetivo. Esta petición para considerar las sugerencias de las autoridades locales y, en otras cédulas, de aceptar “representaciones” que delineaban las dificultades o las ideas adversas a lo ordenado, eran características de la forma en la cual legislaba España en el Nuevo Mundo.
Mientras la cédula de 1550 intentaba promover el aprendizaje del castellano por los indígenas para mejor adoctrinarlos, la realidad demográfica y lingüística de Nueva España impuso, en la práctica, otra política de lenguaje: los frailes no enseñaban el castellano sino que iban ellos aprendiendo las lenguas de los indios porque juzgaron que era la mejor manera para comunicarles la religión cristiana. El iii Concilio Mexicano en 1585, de acuerdo con esta práctica de los sacerdotes en Nueva España, declaró que “la enseñanza de la doctrina a los indios no se haga en latín ni en castellano sino en la lengua de cada partido”.[5] Por otra parte, hacia el noroeste, en la Nueva Galicia, debido a la gran variedad de lenguas nativas, los franciscanos promovieron que se enseñara mexicano (náhuatl) a los demás habitantes y se lo divulgara como la lengua general del virreinato.[6] Las condiciones locales en Nueva España impusieron que los idiomas indígenas, y especialmente el mexicano, cobraran prioridad sobre el castellano, a pesar del deseo del monarca. Con estos acontecimientos se relaciona la fundación de la cátedra de mexicano, y posteriormente la de otomí, en la Universidad de México, para preparar a los sacerdotes para su misión entre los indios.
Al llegar a finales del siglo xvi surgió una crisis entre las ideas de los miembros del Consejo de Indias y el rey Felipe ii en relación con la política lingüística de la monarquía. El monarca, que había recibido información del Alto Perú sobre la incapacidad de los idiomas nativos para expresar los misterios de fe, y “que los de una provincia no entienden a los otros y ser las lenguas pobres de vocablos, nombres y verbos”, pidió al Consejo su opinión sobre el tema.[7]
El Consejo puso en entredicho los mandatos de que los sacerdotes aprendieran la lengua de los indios y que hubiera cátedras en lenguas nativas en las universidades. Abiertamente expresó que, al obligar a que los curas hablaran la lengua nativa, se estaba dando preferencia a sacerdotes no bien preparados, lo que resultaba en detrimento de los peninsulares, que eran más capaces pero que no hablaban la lengua indígena: “porque hay mucha falta en la doctrina de los indios porque los que la saben bien son mestizos y criollos que allá se ha ordenado... y los que van de acá ya hombres son pocos los que la aprenden”. Además, “que en la mejor y más perfecta lengua de los indios no se pueden explicar bien y con su propiedad los misterios de la fe, sino con grandes... imperfecciones... que es gran estorbo... que conserven su propia lengua con que aprendan las idolatrías”. El Consejo opinaba que los sacerdotes criollos eran inferiores a los de España y que los idiomas indígenas, por esconder la idolatría, no debían conservarse.[8]
Felipe ii, ya anciano y cerca de su muerte, anotó su decisión de que
No parece conveniente apremiarlos a que dejen su lengua natural, mas se podrán poner maestros para los que voluntariamente quisieren aprender la castellana y se dé orden como se haga guardar lo que está mandado en no proveer los curatos, sino a quien sepa la de los indios.[9]
Así, el rey puso en primer lugar la cristianización de los indios y no la castellanización. Luego proclamó en una cédula los puntos que, de hecho, iban a seguirse durante el siguiente siglo: que debido a que en las lenguas de los indios no se podían explicar bien los misterios de la fe y a que la gran variedad de idiomas nativos hacía limitados los logros de las cátedras universitarias en dichas lenguas, se mandaba
que a los indios sea de menos molestia y sin costa suya, hagáis poner maestros para los que voluntariamente quisieren aprender la lengua castellana, que eso parece podrían hacer bien los sacristanes, así como en estos Reinos en las aldeas enseñan a leer y escribir y la doctrina.
Con esta cédula de fines del siglo xvi se añadía a la doctrina cristiana en castellano la enseñanza de leer y escribir. Por otra parte, terminó la misma ley con el mandato de que “no se provean los curatos si no fuere en personas que sepan muy bien la lengua de los indios”. Pidió que le avisaran lo que hicieran al respecto.[10]
Durante el siglo xvii continuaron cumpliendo los dos mandatos contenidos en la cédula de Felipe ii, órdenes que hasta cierto punto eran contradictorias: los sacerdotes debían promover la enseñanza del castellano a los indios; al mismo tiempo ellos tenían que hablar la lengua nativa para recibir nombramiento en las parroquias. En general se daba prioridad a la enseñanza religiosa en el idioma indígena que al uso del castellano.
En la primera mitad del siglo xvii cuatro cédulas repetían el encargo a los curas y sacristanes para la enseñanza del castellano a los indios, y en uno de los decretos se mencionó la idea de una “escuela” para “los que quisieren de su voluntad ir a ellas”.[11] Fue la publicación en 1681 de la Recopilación de las leyes de los Reynos de las Indias la que desató una gran actividad en relación con la castellanización. En esta inmensa obra de miles de leyes recopiladas en cuatro tomos, había dos mandatos referentes al tema.
Una repetía lo ordenando en la primera cédula de 1550, con la adición de que la enseñanza debía realizarse “usando los medios más suaves”:
Se encarga y ruega a los Arzobispos y Obispos que provean y den orden en su diócesis que los curas y doctrineros de indios usando de los medios más suaves, dispongan y encaminen que a todos los indios sea enseñada la lengua española, y en ella la doctrina cristiana, para que se hagan más capaces de los misterios de nuestra santa fe católica, aprovechen para su salvación y consigan otras utilidades en su gobierno y modo de vivir. [Libro i, título 13, ley 5.]
La otra recogió varias ideas y críticas del Consejo de Indias de finales del siglo xvi, y también la insistencia de Felipe ii de que la instrucción fuera voluntaria por parte de los indios.
Que habiéndose hecho particular examen, sobre si aun en la más perfecta lengua de los indios se pueden explicar bien y con propiedad los misterios de nuestra santa fe católica, se ha reconocido, que no es posible sin cometer grandes disonancias e imperfecciones, y aunque están fundadas cátedras, donde sean enseñados los sacerdotes, que hubieren de doctrinar a los indios, no es remedio bastante, por ser mucha la variedad de lenguas, y resuéltose que convendrá introducir la castellana, ordenamos que a los indios se les pongan maestros, que enseñen a los que voluntariamente la quisieren aprender, como les sea de menos molestia y sin costa, y ha parecido, que esto podrían hacer bien los sacristanes como en las aldeas de estos Reinos enseñan a leer y escribir y la doctrina cristiana.[12] [Libro vi, título 1, ley 18.]
Cuando los obispos en los virreinatos americanos recibieron la Recopilación empezaron a comunicarse con el rey Carlos ii acerca de sus observaciones, ya que ellos eran designados como la autoridad que debía cumplir con las dos leyes. Cartas del virrey del Perú, el obispo de Caracas y la Audiencia de Chile, en Sudamérica, y de los prelados en las diócesis de México, Valladolid, Puebla, Oaxaca y Guadalajara, en Nueva España, llegaron a Madrid con comentarios sobre la enseñanza del castellano.[13] Estas observaciones de las autoridades americanas fueron incluidas en varias cédulas promulgadas entre 1685 y 1693. En la cédula del 18 de febrero de 1688 se indicó que la enseñanza no sería solamente de la doctrina cristiana, sino de leer y escribir en la lengua española, y la del 30 de mayo de 1691 ordenó que se establecieran escuelas, y no sólo maestros, para niños y niñas indios en las poblaciones grandes; que las financiaran con los bienes de comunidad (tesorerías municipales en los pueblos de indios) y que los indígenas no podían obtener los puestos en el gobierno de los pueblos si no sabían la lengua castellana.[14]
Como resultado de la guerra de la sucesión española, la dinastía de los Habsburgos fue remplazada por los Borbones a principios del siglo xviii. No se volvió a mencionar la serie de cédulas muy detalladas sobre las escuelas de lengua castellana expedidas por el Habsburgo Carlos ii. A partir de 1700, las referencias a la legislación anterior sobre el tema se limitaban a las dos leyes escuetas publicadas en la Recopilación. En 1718 y 1720 los decretos reales mencionaban cartas del arzobispo de México acerca de la fundación de escuelas durante sus visitas pastorales. Apenas en 1754 se expidió otra cédula en la que se reprodujeron las dos leyes de la Recopilación y una sobre la obligación de que los sacerdotes supieran la lengua de los indios; se encargaba a los obispos informar sobre la observancia de los mandatos.
La expulsión de los jesuitas, en 1767, probablemente influyó al arzobispo de México, Francisco Antonio de Lorenzana, para que escribiera una carta pastoral, la cual fue incorporada en la cédula real de Carlos iii del 16 de abril de 1770.[15] El arzobispo, impresionado porque después de dos siglos y medio los indios no hablaban el castellano, buscó las razones para la falta de cumplimiento de las cédulas y se preocupó por las implicaciones políticas del hecho de que la mayoría de la población no sabía el idioma de la madre patria. Su pastoral y la cédula del rey no seguían las pautas de la legislación anterior. No mencionaban que se debía realizar la enseñanza del castellano “con los medios más suaves” a los que “voluntariamente quisieren“, sino que “no sólo que se debe enseñar a los indios a aprender el castellano sino que se les puede obligar a ello”.[16]
El prelado hacía hincapié en el papel de España como nación conquistadora y sede de un imperio, y no tanto en su papel como portadora del evangelio a los indios. “No ha habido nación culta en el mundo que cuando extendía sus conquistas no procurase hacer lo mismo con su lengua.” A dos años de las rebeliones de indios y castas en tiempos de la expulsión de los jesuitas, Lorenzana advirtió que la diversidad de idiomas era peligrosa para la estabilidad y seguridad del gobierno:
Los alborotos, los motines, las sediciones civiles toman mucho cuerpo cuando se traman entre personas de extraño idioma y las acalora la misma diversidad de costumbres, con alguna memoria de sus antiguos señores y excelencia mal concebida de su lengua, trajes, libertad, gentilismo y otros vicios a que es propensa la naturaleza. El hablar un mismo idioma en una nación propia de su soberano y único monarca engendra cierto amor e inclinación de unas personas a otras... que conduce mucho... para ir olvidando a los conquistados insensiblemente sus enemistades, sus divisiones, sus parcialidades y su aversión a los que mandan... El mantener el idioma de los indios es... mantener en el pecho una ascua de fuego, un fomento de discordia y una piedra de escándalo, para que se miren con aversión entre sí los vasallos de un mismo soberano.
El arzobispo atribuyó la falta de divulgación de la lengua castellana al predominio de los sacerdotes americanos, “cuya fortuna y esencia se reduce a hablar aquella lengua que también la aprende un niño”, y expresó desprecio hacia los idiomas nativos: “¿Quién, sin capricho, dejará de conocer que así como su nación fue bárbara, lo fue, y es su idioma?” Proponía un cambio en la política lingüística en relación con la evangelización: “Deseamos, pues, que las ovejas entiendan la voz y el silbo común de los pastores, no que éstos se acomoden precisamente a el balido varío de las ovejas.”
En la cédula de 1770, distribuida en toda América y las Filipinas y leída en misa a los feligreses, Carlos iii, basándose explícitamente en la pastoral del arzobispo, daba un paso más en el sentido indicado por Lorenzana. Acusó por nombre a “los clérigos criollos” quienes creían “que el modo de afianzar en ellos la provisión de los curatos y excluir a todo europeo son los idiomas”. El monarca concebía la presencia de España en América como una conquista, y por eso “Se debe extender y hacer único y universal [la lengua castellana] en los mismos dominios, por ser propio de los monarcas y conquistadores.” Para lograr esto se repetían órdenes “a fin de que se instruya a los indios en los dogmas de nuestra religión en castellano y se les enseñe a leer y escribir en este idioma”, y se añadía un concepto nunca antes expresado en la legislación “para que de una vez se llegue a conseguir el que se extingan los diferentes idiomas de que se usan en los mismos dominios, y sólo se hable el castellano”.[17]
Ocho meses después de recibir la cédula de 1770 el ayuntamiento de la ciudad de México se quejó con Carlos iii por un informe anónimo que argumentaba que, por falta de capacidad, se debía excluir a los españoles americanos de los puestos altos en América. Incluía en su protesta las opiniones de los regidores municipales sobre la política lingüística del año anterior. Los regidores anotaban que las ideas del arzobispo y del rey no concordaban con “las leyes del reino [que] mandan estrechamente que las doctrinas de pueblos de indios no se deben sino a los peritos en el idioma respectivo” y que “hemos lamentado provistos los mejores curatos en europeos familiares de los prelados que... hacen el triste papel de pastores mudos y sordos para sus ovejas”. Asimismo, el franciscano Francisco Antonio de la Rosa Figueroa criticó la ignorancia de Lorenzana y “el pobre papel que la ninguna experiencia del ilustrísimo señor arzobispo de los indios... que expresó en su informe al rey”. Admiró que Lorenzana proponía que “las ovejas deben hablar el idioma del pastor”, proposición que era contraria a “los sagrados cánones y las leyes reales”.[18]
En 1771, durante el iv Concilio Mexicano, convocado por el arzobispo Lorenzana, el oidor de la Real Audiencia, el poblano Antonio de Rivadeneira, presentó argumentos de una autoridad civil en contra de la política de Carlos iii para la supresión de las lenguas nativas en toda la monarquía. En su discurso mencionó los mandatos del arzobispo de México y del obispo Francisco Fabián y Fuero de Puebla (ambos presentes cuando leyó su discurso en el concilio) sobre “prohibir a los curas y a los indios el que pudiesen enseñar y predicar la doctrina en otro idioma que el castellano”, que le parecía “perjuicio inseparable a los miserables indios” y “a más de grande inconveniente político está expuesto a otros espirituales mucho más graves”. Declaró: “Extinguir el idioma indio es extinguir párroco y sacramento con detrimento de las almas” y que “el arrancarles por la fuerza sus idiomas ni es posible ni es conveniente”. Insistió en que “las naciones todas del universo aman su propio idioma”, y dio el ejemplo de España, donde se usaba el castellano sin que se hubiera quitado el gallego o el catalán, y en aquellos lugares los sacerdotes hablaban la lengua de la gente y no se admitían “otros extraños que no entienden sus idiomas”. Por otra parte “hacer empeño en desterrarles sus idiomas, sería enagenarlos de nosotros mismos, pues... el idioma [es] lo último que pueden perder después de sus tierras y bienes”. Señaló que ya en las principales ciudades de Nueva España “hablan los indios el castellano sin que queramos aspirar a que hayan de olvidar su propio idioma”. Alegó que era falso que los idiomas indígenas fueran incapaces de expresar los misterios de la fe, idea que algún sacerdote flojo había promulgado; que no era cierto que los curas quisieran mantener a los indios en su lengua por interés propio, sino para enseñar bien la religión. Al final Rivadeneira, con tono más conciliatorio, expresó al rey su opinión de que era “más seguro el método antiguo tan arreglado a las leyes y concilios, [y] verá Vuestra Majestad si puede ser conveniente el que se sostenga la novedad introducida”.[19]
El siglo xviii terminó con dos cédulas más. Una en 1778, en contraste con la de 1770, indicó la manera de financiar escuelas para la enseñanza del castellano, la lectura y la escritura, al mismo tiempo que reiteró la prohibición a los indios de “usar de su lengua nativa”. Ordenaba pagar a los maestros con fondos de la Real Hacienda “por razón de preceptoría” o con “bienes y rentas de las comunidades”.[20] En 1782 otra cédula indicó el uso de bienes de las cajas de comunidad para los salarios de los maestros y añadió que éstos serían nombrados por la autoridad civil. La autoridad eclesiástica iba a ayudar –pero no dirigir– la enseñanza. Tal vez influido por la rebelión de Túpac Amaru en Perú, se incluyó una recomendación de tratar con suavidad a los indios y no forzarlos a aprender el castellano: “que se persuada a los padres de familias por los medios más suaves y sin usar coacción, envíen sus hijos a dichas escuelas” y que los obispos
concurran a este efecto por sí y por medio de insinuaciones afectuosas a los padres de familia y encarguen a los curas persuadan a sus feligreses con la mayor dulzura y agrado la conveniencia y utilidad de que los niños aprendan el castellano para su mejor instrucción de la doctrina cristiana y trato civil con todas las gentes.[21]
Durante el siglo xviii, después de las tres cédulas de 1718, 1720 y 1754, no se promulgó ninguna otra sobre la castellanización hasta las tres de 1770, 1778 y 1782. La escasez de mandatos, la ausencia de cédulas entre 1754 y 1770, así como después de 1782, y la falta de contestaciones sobre la manera de llevar a cabo estas órdenes, daban la impresión de que no pasó nada en la Nueva España para enseñar el castellano o para establecer escuelas en los pueblos de indios. Sin embargo el arzobispo de México asumió el papel de dirigente de esta tarea durante la primera mitad del siglo xviii, y las autoridades civiles del virreinato la encabezaron en la segunda mitad del siglo. De hecho, las autoridades locales fundaron escuelas, pero este programa no fue reflejado en la historiografía sobre el tema y se ha concluido que predominaba una ausencia de voluntad para cumplir con la enseñanza del castellano.[22] La actividad política y financiera de autoridades eclesiásticas y civiles en Nueva España muestra que efectivamente llevaron a cabo un programa educativo en los pueblos de indios durante los últimos seis decenios de la época colonial.
El establecimiento de escuelas de lengua castellana en el arzobispado de México, 1753-1754
La castellanización y el establecimiento de escuelas durante el siglo xviii se centraron en la estructura y las funciones de los pueblos de indios, y no en las parroquias, como se había indicado en la mayoría de las cédulas de los dos siglos anteriores. Solamente en la cédula de 1691 empezó a mencionarse que las fuentes de financiamiento de los maestros podrían ser “los bienes de comunidad de pueblos de los indios”, esto es las cajas de comunidad, que eran las tesorerías municipales de los pueblos. (Anteriores leyes habían mencionado al sacristán, al sacerdote o a un “maestro”, sin indicar la manera de pagarle.)
“Pueblos de indios” era un término legal que significaba una entidad corporativa, reconocida legalmente, con gobernantes indígenas electos anualmente, una iglesia consagrada y una dotación de tierra comunal inalienable. Para recibir reconocimiento como pueblo de indios la localidad debía tener por lo menos 360 habitantes indios. Al llegar al final del siglo xviii en la Nueva España había 4 468 pueblos de indios, 21 ciudades y 50 villas de españoles.[23]
En 1716 el arzobispo de México pidió al virrey marqués de Valero que decretara el establecimiento de escuelas de lengua castellana en los pueblos. Fue así como, en el curso de cinco visitas pastorales, el arzobispo José de Lanziego y Aguilar mandó poner escuelas sostenidas por el cultivo de una milpa.[24]
El sucesor de Lanziego, el arzobispo Manuel Rubio y Salinas, continuó el proyecto con mucho esmero. Su edicto del 31 de julio de 1753 enviado a los párrocos mandó que se cumplieran “las reiteradas cédulas de su majestad” (sin especificar cuáles) referentes a la enseñanza del castellano. Iba acompañado por una “Instrucción para el establecimiento de escuelas de lengua castellana para los niños y niñas”. La misma presentaba en detalle los ocho pasos que cada sacerdote debería seguir para lograr la fundación de una escuela. El primer paso era “captar la voluntad” de los gobernantes indígenas del pueblo y hablar a cada oficial indio “uno por uno, mañosamente para que condesciendan”. Los pasos dos a cuatro se referían al salario mensual adecuado para el maestro, que se debería conseguir, según había ordenado el rey, de los bienes de comunidad, del cultivo de una tierra común o de una contribución de todos los del pueblo. El quinto paso recomendaba enseñar por separado a los niños y las niñas, y a los varones a “leer, hablar y escribir en lengua castellana y a rezar y cantar en ella la doctrina cristiana”. El sexto punto señalaba que el fiscal indio del pueblo “ha de llevar los niños y niñas a la escuela aunque sus padres resistan”. El séptimo paso aconsejaba al sacerdote “exhortar pero no compeler” a los adultos a que aprendieran el español, advirtiéndoles que si no lo hablaban dentro de cuatro años no podrían tener “oficio alguno de república”, y el octavo mandaba mostrar a los indígenas el edicto del arzobispo. Se mencionó la conveniencia de poner la escuela en la casa del párroco, para poder supervisar el desempeño del preceptor, y la posibilidad de que el sacerdote contribuyera al salario del maestro. El edicto fue entregado a 93 curatos de indios en el arzobispado de México: 33 del clero secular (diocesano), 52 a los franciscanos, 6 a los dominicos y 2 a los agustinos.[25]
En cartas al rey el arzobispo reveló que el establecimiento de las escuelas de lengua castellana no obedeció solamente a las indicaciones contenidas en las reales cédulas, sino que era una política diseñada para ayudar a remplazar a los sacerdotes criollos, conocedores de las lenguas indígenas, por clérigos diocesanos que no sabían dichos idiomas. Desde 1749 Fernando vi había ordenado la “secularización de las doctrinas”, esto es, la sustitución de los frailes por clérigos diocesanos (o seculares) en las parroquias de indios, y para facilitarla el arzobispo informó al monarca que:
En todos los curatos que ha vacado y he reconocido que los indios están bien instruidos en la lengua española... he puesto curas que absolutamente ignoren las lenguas de ellos y he prohibido que en ellas se pueda predicar ni enseñar la doctrina cristiana, ni administrar los santos sacramentos, ni usarse para acto eclesiástico.
Opinaba el prelado que se podía obligar a los alumnos a hablar el castellano y que “en pocos años podré conseguir el de acabar de desterrar las lenguas bárbaras de este arzobispado”.[26] Rubio y Salinas logró establecer escuelas en 287 pueblos de indios en el arzobispado, ubicadas en 76 de los 93 curatos. La mayoría estaba financiada por los padres de familia y las demás por las cajas de comunidad o por el subsidio dado por el párroco.[27]
Debido a la mezcla de la castellanización con la secularización de las doctrinas, surgió oposición al programa. Los franciscanos se quejaron que se ponían sacerdotes peninsulares, parientes del arzobispo en algunas doctrinas; los agustinos, en una sátira anónima impresa, imputaron que la secularización era una medida para quitar a los “criollos” y poner a “los familiares de los reverendos obispos”; además violaba leyes que ordenaban a los sacerdotes conocer la lengua de sus feligreses. Circulaban poemas entre los habitantes de la ciudad de México criticando al arzobispo por codicia y traición a las labores de los frailes criollos. La Inquisición prohibió los versos “por ser todos ellos insolentes y contener expresiones sediciosas”.[28]
El establecimiento de las escuelas de primeras letras en la Nueva España, 1773-1810
La tensión en torno a las escuelas de castellano y la secularización de las doctrinas disminuyó a partir de 1757, cuando Fernando vi ordenó que se debía remplazar a los frailes gradualmente y suavizó las medidas tajantes del arzobispo, al mandar que los nuevos párrocos estuvieran “con perfección instruidos en los idiomas de los naturales y éstos en el castellano”.[29]
Sin embargo, poco tiempo después volvieron a vivirse años de cambios abruptos que causaron tensión entre los moradores de la Nueva España. En 1765 llegaron cinco mil soldados mercenarios de España para formar el primer ejército permanente; durante los 250 años anteriores no habían existido tropas estacionarias en el virreinato. Luego arribó el visitador José de Gálvez para iniciar reformas económicas, políticas y tributarias, y en 1767 la corona ordenó la expulsión de los jesuitas de todos los territorios de la monarquía. Unos seiscientos religiosos tuvieron que salir de la Nueva España al exilio en Italia. La mayoría eran criollos que se habían dedicado a tres tareas: evangelizar a los indios en el norte; dirigir los ejercicios espirituales y predicar en las áreas urbanas, y administrar colegios ubicados en 21 ciudades y villas, en muchos de los cuales un hermano coadjutor enseñaba las primeras letras a niños de todos los grupos sociales.
Bajo la dirección del visitador Gálvez se comenzó una fiscalización de las finanzas de todos los cuerpos municipales, tanto de españoles en las ciudades y villas como de los indígenas en los pueblos de indios. El modelo para este proyecto era la real instrucción del 30 de julio de 1760, decretada por Carlos iii para las poblaciones de España. El rey ordenó a Gálvez instalar el mismo sistema de control fiscal en Nueva España y establecer una nueva oficina, la Contaduría General de Propios, Arbitrios y Bienes de Comunidad. El objetivo de la contaduría era formular ordenanzas y reglamentos para las ciudades y pueblos con el fin de limitar los gastos de los cuerpos municipales y tener un sobrante que se guardaría en las cajas reales. Por medio de estos reglamentos en los pueblos de indios se disminuían erogaciones para las fiestas religiosas y se aumentaban los gastos para pagar a maestros de escuelas.
El virrey Antonio María Bucareli estaba consciente del repudio que sentían los habitantes hacia el visitador Gálvez, el arzobispo Lorenzana y el obispo Fuero, porque circulaban sátiras anónimas en su contra, una de las cuales decía: “Si el verdugo del infierno, Luzbel, muere, y es preciso sustituir a otro, indeciso me viera sólo en un terno: Gálvez, de Satán es yerno, Lorenzana es Asmodeo, Fuero es más para el empleo.” Bucareli esperó hasta que estas autoridades hubieran salido del virreinato para empezar a llevar a la práctica el establecimiento de las escuelas de lengua castellana.[30] Expidió en diciembre de 1772 un bando para solicitar a los alcaldes mayores información sobre los bienes de comunidad, el número de niños y niñas en cada pueblo y el sueldo adecuado para un maestro. Mencionó la cédula de 1770 y la finalidad de “desterrar de estos dominios los diferentes idiomas de que usan sus naturales y que sólo se hable el castellano”, sin decir nada de la desidia del clero criollo para enseñar el español ni de las deficiencias lingüísticas en las lenguas indígenas.[31]
Cuatro meses después Bucareli aprobó el primer “Reglamento de bienes de comunidad”, expedido por la Contaduría de Propios y Arbitrios para la ciudad indígena de Huejotzingo. Durante su gobierno se expidieron reglamentos para 15 jurisdicciones en México, Puebla, Michoacán y Veracruz, en los cuales se asignaron fondos de las cajas de comunidad para salarios de los maestros de las escuelas. Este hecho significó la colocación de la educación indígena dentro de las facultades del gobierno civil, y no como un encargo del rey a las autoridades eclesiásticas. Este proceso para la elaboración de reglamentos de los bienes de comunidad para cada pueblo continuó bajo los siguientes virreyes hasta alcanzar, en cumplimiento del artículo 33 de la Ordenanza de Intendentes (promulgado en 1786), las regiones de Yucatán, Oaxaca, Guadalajara, Guanajuato, San Luis Potosí, Zacatecas y Durango.
De 1773 en adelante se establecieron escuelas en más de mil de los pueblos de indios, bajo la administración fiscal de la Contaduría de Propios, Arbitrios y Bienes de Comunidad, con poca referencia a las cédulas sobre la enseñanza del castellano (aunque sí se divulgaron las de 1778 y de 1782) ni a la intervención directa de la Iglesia. Debido a esta práctica, que no se basaba en cédulas sobre el castellano procedentes de Madrid, sino que se realizaba por medio de la fundación de escuelas en cumplimiento de los reglamentos de bienes de comunidad que eran consecuencia de la visita de José de Gálvez (1765-1771), durante el periodo de 1773 a 1808 se establecieron en todo el virreinato escuelas de primeras letras bajo la autoridad gubernamental. En 1808 se registraron 1 104 pueblos de indios con escuelas de primeras letras, cifra que representaba 26% de los pueblos en el virreinato. Aproximadamente 30% de estas escuelas funcionaban desde 1754 a 1819, esto es, durante un periodo de más de cincuenta años.[32]
Escuelas en los pueblos de indios en las intendencias de la Nueva España y Chiapas, ca. 1803
Escuelas[33] en los pueblos de indios[34] en las intendencias de la Nueva España y Chiapas, ca. 1803
Opiniones de los indios en relación con la enseñanza del castellano
Casi siempre la opinión de los indios sobre la castellanización fue expresada por medio de otras voces, generalmente en los informes de los obispos o de los párrocos. Durante el siglo xvii prelados en América escribieron al monarca sobre la recepción de los indios a la enseñanza del castellano. Desde Ecuador el obispo destacó que encontraba
mucha dificultad en su efecto, porque en las doctrinas de los indios las escuelas son muy cortas y aunque los curas de su parte hagan alguna diligencia, como los indios se van a casa de sus padres y ellos hablan su lengua, es fuerza que olviden lo que se les enseña que es poco y no enseñado con claridad, porque en las dichas escuelas solamente aprenden las oraciones en la lengua española.
Por otra parte, aun en la ciudad de Quito los indígenas no aprendían el castellano porque “son innumerables los indios que hay de servicio en las casas particulares, a los cuales sus amos y amas los hablan en lengua del inca”. En Perú el prelado observó que fue “tan conservada en esos naturales su lengua india como si estuvieran en el imperio del inca”.[35] El arzobispo de México indicó que los indios no querían hablar español, aunque lo sabían, y anotó que, debido a la pobreza de los indígenas, sería necesario asignar fondos para el pago de los maestros. Señaló que los sacristanes en Nueva España eran indios y no capacitados, como en España, para enseñar en castellano. El obispo de Puebla escribió que los indígenas estaban “no sólo desinclinados del uso de la lengua española, sino que la aborrecen”; el de Oaxaca explicó que en un viaje “a la costa del sur halló en uno u otro pueblo algunos pocos niños indios que examinados por el mismo obispo le han dicho parte de la doctrina cristiana en la lengua castellana pero solamente profiriéndolo material de las voces sin inteligencia de lo que dicen”, y la Audiencia de Guadalajara reportó que “los indios viejos y principales sienten mucho esta introducción, pareciéndoles se tira a borrar cuanto heredaron de sus mayores, pues hacen las diligencias posibles para que en sus casas ni en las juntas que tienen se hable otra lengua que la natural”.[36]
A principios del siglo xviii el arzobispo de México, Lanziego, durante cinco visitas pastorales, encontró mucha ignorancia de la doctrina cristiana en los pueblos y poco interés en los párrocos para enseñar el castellano. Ya para mediados del siglo su sucesor, Rubio y Salinas, percibió otra situación: los niños y niñas de la doctrina le dieron la bienvenida cuando llegaba al pueblo, “centenares de indiecitos, coronados de flores, cantando la doctrina cristiana en castellano y he visitado sus escuelas por mi mismo... que en pocos años podré conseguir el de acabar de desterrar las lenguas bárbaras deste arzobispado”.[37]
Fue precisamente en torno al programa educativo de Rubio y Salinas a mediados del siglo xviii, que se divulgaron datos de los frailes y también de dos indios caciques sobre la recepción de la castellanización entre los indígenas.
Varios franciscanos del arzobispado, a finales de 1754, le escribieron al provincial de la orden acerca de las escuelas de lengua castellana. En Xiutepec, cerca de Cuernavaca, en once meses, de los 120 alumnos 52 habían aprovechado “así varones como hembras que rezan, cantan y pronuncian la doctrina cristiana con tanta claridad, energía y expedición, como los españoles”. Las opiniones optimistas referentes a los logros de las escuelas eran minoritarias, ya que un mayor número de los frailes informaron sobre una serie de dificultades para enseñar la doctrina en castellano. Aun en Xiutepec, después de un año de funcionamiento de las escuelas, “se mantienen, más no con ygual fervor... por la gran repugnancia y renuencia para que las conserven”. Opinó el mismo sacerdote que la castellanización podría resultar una medida “extraña y violenta [que] puede con más facilidad surtir contrario efecto”, porque existía el problema financiero debido a que los indios decidieron no contribuir al salario del maestro, “dilatándolo con pretextos fríbolos como son ya la fiesta del pueblo, ya la recaudación de los tributos... ya sus cosechas que llaman pizcas, ya que llueve, ya que... mueven pleitos sobre sus tierras”.[38]
Pero más que razones económicas, la resistencia a las escuelas era de índole cultural; el aprendizaje del castellano se consideraba una imposición. En Mazatepec los padres no querían enviar a sus hijos y señalaban su oposición a la enseñanza en español en términos muy expresivos: “Se les hace difícil por parecerles que su idioma tiene más sal o porque les parezca más dulce por ser de su patria porque la maman.” El fraile en Temamantla informó que había poco aprovechamiento entre los indios porque “sólo perciben con facilidad lo que se les habla y explica en su natural y propio idioma”. Aun en un lugar cercano a la ciudad de México como era Tlatelolco el sacerdote indicó que en los pueblos sujetos “no se ha podido sacar fruto alguno porque sólo en su propio idioma perciben el sentido de las oraciones”, e incluso en la escuela de la cabecera “se experimenta que en pocos se consigue la perfecta inteligencia de las oraciones y misterios de Nuestra Santa Fe en el idioma castellano”. En otros lugares cerca de la capital, como Atocpan, Tecomic (ambos cerca de Milpa Alta), Tepepan, Tacuba y Mexicalzingo también se indicaba la necesidad de usar el náhuatl, además del español, en la enseñanza.[39]
Algunos frailes encontraron que transmitir el castellano por medio de la religión y las oraciones no era bien aceptado por los indígenas, “enseñando la experiencia, que por letrado que sea un indio, ni dice las oraciones ni se confiesa en castellano”. “Aun los ladinos que hablan bien el castellano (que son mui pocos) se hace preciso para que no perezcan, quedando sus almas sin remedio por ignorancia, el explicárseles en su idioma.” Algunos indios que sabían español no lo utilizaban por “vergüenza que tienen de hablarlo, pues por ésta más que por ignorancia dejan muchos de hablar”. A veces los indígenas experimentaban dificultades en la pronunciación: en Atlachaloaya, el fraile opinó que los feligreses eran “sumamente torpes, rudos, cuatreros y muy cerrados para la pronunciación, por lo cual aun haya muchos que ya dicen las oraciones y doctrina es como si no la supieran, por lo muy mal que la pronuncian”.[40]
Al final de 1753 o al inicio de 1754 el sacerdote tlaxcalteca de familia noble, Julián Cirilo de Galicia y Castilla Aquiyanal Caltetechutel,[41] recién llegado a Madrid, presentó al rey una solicitud para la fundación de un colegio para presbíteros indios en la villa de Guadalupe. Opinaba que los profesores del colegio debían ser indígenas y que enseñarían a sus compatriotas en su propia lengua. Posiblemente había recibido información sobre el edicto de julio de 1753, del arzobispo Rubio y Salinas, referente a la fundación de las escuelas de castellano, porque en el documento había hecho hincapié en no compeler a los nativos a aprender el castellano porque esto era “repugnante a nuestras leyes que expresamente deciden que en este particular no se infiere a los indios la menor violencia”.[42]
Meses después, en la ciudad de México, otro sacerdote indio, Andrés Ignacio Escalona y Arias Acxayactzin, de Tlatelolco, descendiente de la noble casa de Collonacasco, junto con siete caciques mexicanos, se dirigió al arzobispo Rubio y Salinas. Conocía el escrito del padre Julián Cirilo de Castilla porque se refirió a ello en su misiva. El objetivo de Escalona era algo diferente que el de Castilla. Tomando en cuenta la secularización de las doctrinas y la probabilidad de que la parroquia franciscana de Tlatelolco fuera entregada a los clérigos diocesanos, Escalona pidió “por sí y en nombre de todas las naciones que habitan este dilatado imperio” y por “todos los naturales de este americano reino” que se restituyera el antiguo colegio de Santa Cruz como un seminario para indios, que diese instrucción desde las primeras letras hasta las facultades universitarias, y con profesores indígenas. Recordó al arzobispo que los indios podían ordenarse como sacerdotes, según la cédula de Felipe v que ordenaba que “los naturales de estos reino... no tenían el menor embarazo para obtener los puestos eclesiásticos, políticos y militares”.[43] Opinó que enseñar en “la lengua común del país [náhuatl], o en la castellana” era ineficaz debido al gran número de lenguas nativas en el reino. Sin embargo, consideró que “así se puede ocurrir a este daño con dirigir a la juventud de estos miserables naturales que aprendan la lengua castellana, sin inferirles violencia que cedan de su natural lengua, por ser esto repugnante a las leyes”. También Escalona favorecía la idea de establecer “escuelas de la lengua castellana en todos los pueblos de estos reinos”, sostenidas por las cajas de comunidad, para la enseñanza de la lectura, la escritura y la doctrina cristiana.[44]
Estos dos escritos de sacerdotes indios de la nobleza tlaxcalteca y mexicana hacían hincapié en que el aprendizaje de la lengua castellana tenía que ser voluntario o, como ambos decían, “sin inferirles violencia”, frase similar a la que Felipe ii pronunció al final del siglo xvi, “los que voluntariamente quisieren aprender”, y a la de la Recopilación de 1681, “usando de los medios más suaves”. Los indígenas insistían en que legalmente no se les podía forzar a aprender el castellano, ni suprimir las lenguas nativas por ser “repugnante a nuestras leyes”.
La “representación o pedimento” del sacerdote Escalona contenía varias palabras en su forma diminutiva, característica del uso del español en Nueva España, influido por el náhuatl, tales como “niños naturalitos... pobrecitos padres... pequeñitos naturales”. En el escrito largo nunca usó la palabra “indio”, siempre refiriéndose a los habitantes originarios del reino como “naturales... naturales americanos... pobres miserables [término legal]... pobres miserables naturales... individuos de cada una de las naciones... juventud... paisanos... compatriotas”.[45]
Debido a las diferencias de opinión entre los ministros ibéricos, obispos, sacerdotes, autoridades del ayuntamiento, de la audiencia y de los indios sobre la manera de divulgar el castellano, cada grupo trató de influir en el proyecto de castellanización y adecuarlo a sus intereses.
Textos escolares en las escuelas en los pueblos de indios
En la Nueva España los libros que se utilizaban para enseñar a los niños a leer en castellano eran importados desde España o impresos en la ciudad de México siguiendo un formato similar al que se utilizaba para las ediciones españolas. Los textos principales eran aquellos que pueden ser llamados las tres C, a saber: la “cartilla”, la cual presentaba las letras del alfabeto, aproximadamente 600 sílabas y algunas oraciones; el “catecismo”, que contenía la doctrina cristiana por medio de preguntas y respuestas, generalmente el texto escrito en el siglo xvi por el jesuita español Gerónimo de Ripalda, y el “catón”, término genérico utilizado para denominar un libro que incluía frases cortas sobre moral, cuentos con consejos para los niños o los dichos en verso de Catón, estadista de la Roma antigua.[46]
Durante el siglo xviii el aumento del número de escuelas en los pueblos de indios ayudó a promover el uso del castellano entre los niños y adolescentes. En lugares donde los indios, por el contacto con personas de habla española, sabían algo de castellano (Nueva Galicia, Guanajuato, las ciudades y villas de españoles), se usaban estos libros elementales en las escuelas. El sacerdote indígena Escalona indicó en 1754 los implementos que se usarían en las escuelas para indios en los alrededores de la ciudad de México: “cartillas, catones, libros, papel, cañones [plumas] y tinta”. Pero en las muchas regiones donde la población era mayoritariamente indígena y donde los niños no hablaban el castellano (Puebla, altiplano de México, Oaxaca, Veracruz) la enseñaza en las escuelas no era exclusivamente en la lengua castellana, sino en el idioma materno de los párvulos indios y también en español. Este método, en contra de la cédula de Carlos iii acerca de que se extinguieran “los diferentes idiomas de que se usan en los mismos dominios, y sólo se hable el castellano”, fue el preferido por los franciscanos en 1754[47] y por las autoridades indígenas y los padres de familia de Xochimilco (ciudad indígena en el altiplano de México) en 1797, que explicaron la habilidad más importante de un maestro de escuela:
Necesitamos un sujeto que a más de estar impuesto perfectamente en los misterios de la fe que ha de enseñar, tenga facilidad de traducirla del idioma castellano a el mexicano. Ésta casi es la cualidad principal que se debe solicitar en el maestro que ha de cultivar a los párvulos de esta feligresía, a más de poseer el amor paterno para de algún modo acariciarlos y no amedrentarlos.[48]
Para facilitar la enseñanza en castellano se publicaron algunas cartillas y doctrinas cristianas que presentaban los textos tanto en español como en náhuatl, a fin de cumplir así con las ideas de los habitantes de Nueva España sobre la manera más apropiada para lograr la enseñanza del castellano a los indios. Ambos documentos eran de pocas hojas, reimpresos varias veces y utilizados en las escuelas para los niños indios.
La Cartilla mayor en lengua castellana, latina y mexicana, de fray Baltasar del Castillo, impresa en 1683, 1691 y 1700 por los Herederos de la Viuda de Bernardo Calderón, presentaba al principio las vocales, luego las sílabas y después los conocimientos elementales de la doctrina cristiana. Era corta, de 8 páginas. Luego, en 1714, se publicó una obra con el mismo título pero por la Imprenta de Francisco de Ribera Calderón, cuyo autor fue Manuel Pérez.[49]
Durante la época del establecimiento de las escuelas de lengua castellana se imprimieron hojas sueltas que tenían una columna a la izquierda en castellano y una a la derecha en náhuatl. El título en mexicano era Tepiton teotlatolli, y en castellano Doctrina breve; su autor era Bartolomé Castaño, jesuita del siglo xvii. Enseñaba los rudimentos de la doctrina cristiana en las ediciones bilingües de 1744, 1758, 1774, 1809 y 1817.[50] En 1819 un sacerdote anónimo publicó en Puebla un catecismo bilingüe en mexicano y castellano, cuyo título fue Clara y sucinta exposición del pequeño catecismo impreso en el idioma mexicano siguiendo el orden mismo de sus preguntas y respuestas. El librito de 66 páginas costaba dos reales. El autor explicó que estaba dirigido a los indios:
en su idioma, si ya no queremos que ellos sean bárbaros para los ministros, y los ministros bárbaros para ellos, como divinamente dijo allá San Pablo; en un idioma, digo, cual se habla en el siglo presente, y no en el del siglo de la conquista que por sublime les sería desconocido. Para habilitarlos juntamente en nuestro idioma castellano conviene, por último, que este libro lleve los dos textos, a beneficio no menos de ellos que de los estudiantes que aspiran al ministerio sacerdotal. Y todas estas circunstancias se han tenido presentes en la formación de esta breve exposición del pequeño catecismo vulgar impreso en mexicano, cuyas preguntas y respuestas hacen la división y texto de este opúsculo para que les pueda servir de libro general en las escuelas.[51]
El sacerdote indicaba que en las escuelas, a principios del siglo xix, se estaba enseñando a los alumnos indígenas en náhuatl, pero que tenían la intención de ayudarles a aprender el español.
Otro libro, utilizado durante 37 años en las escuelas para indios, no fue escrito en náhuatl sino en castellano, pero se utilizaba como texto de lectura para los alumnos indígenas. Era la biografía de una mujer otomí que vivió durante el siglo xviii y había tenido fama de santa. Las autoridades indígenas de las parcialidades de Santiago Tlatelolco y San Juan Tenochtitlan decidieron publicar en 1784 la Vida de Salvadora de los Santos, india otomí. En el prólogo de la biografía los dos gobernadores indios, Cosme de Miguel de la Mora y Juan Ignacio San Roque Martínez, explicaron la razón para mandar imprimir la biografía.
Tiene el objeto recomendable de proveer las Escuelas y Migas donde nuestros hijos son educados, de una especie de Cartilla, en que enseñándose a leer, aprendan al mismo tiempo a imitar las virtudes cristianas, con el dulce, poderoso y natural atractivo de verlas practicadas por una persona de su misma calidad.[52]
De hecho la biografía había sido escrita en su primera edición en 1762 por el jesuita de Querétaro Antonio de Paredes. En ese año murió en la peste Salvadora de los Santos Ramírez, quien había impresionado a Paredes y a los habitantes de la región con su paciencia, pobreza, humildad y piedad. Tan popular fue la obra que los jesuitas la reimprimieron al año siguiente. Los gobernantes indígenas la reeditaron en 1784 con financiamiento de las cajas de comunidad, y se convirtió en el primer libro de texto gratuito publicado en México. Apareció una cuarta edición en 1791.
El texto escolar fue distribuido en los quince pueblos de indios cerca de la ciudad de México, cuyas escuelas para niños y niñas eran financiadas con fondos comunales. El texto narraba la historia del nacimiento de Salvadora en 1701 en Fresnillo, Zacatecas, y sus primeros años como pastora cerca de Querétaro. El relato se centraba en los 26 años en que Salvadora se dedicó a ayudar a un grupo de mujeres a establecer un beaterio carmelita. Diariamente la indígena recolectaba donaciones en dinero y en especie con el fin de mantener a las beatas. La gente de la región admiraba su vida de servicio, su buen humor, su habilidad en el uso de plantas medicinales y su talento para cantar y montar obras de teatro para las celebraciones religiosas. Con su ejemplo y consejos ayudó a guiar a jóvenes y adultos errantes hacia una existencia más moral y piadosa. Viñetas de su vida, las cuales incluyeron sus encuentros con habitantes de renombre en Querétaro y aventuras en los caminos del Bajío cuando viajaba en busca de limosnas, proporcionaron al libro un componente realista e interesante. Setenta personas aparecían en el relato, 19 identificadas por nombre. A pesar de ser algo artificial en su estilo y hagiográfico en el tono, el libro contenía suficientes descripciones y episodios para mantener al lector interesado y hasta divertido.
Colección particular.
No fue solamente en la cuenca del valle de México donde los pueblos de indios tuvieron textos escolares innovadores. Chamacuero, un pueblo en la región de Celaya, Guanajuato, también disfrutó la introducción de un texto escolar cuyo objetivo era divertir a los alumnos al mismo tiempo que les ayudara a practicar la lectura. La filosofía educativa del autor se anunciaba en el mismo título del libro: Fábulas morales… para la provechosa recreación de los niños que cursan las escuelas de primeras letras. El sacerdote José Ignacio Basurto decidió publicar fábulas para los infantes porque “estas personas son para mi mui respetables”.[53] De esta manera apareció el primer libro recreativo para niños escrito por un mexicano y publicado en México. En los 24 poemas aparecieron animales, flora, insectos y personajes del campo mexicano, todos conocidos por sus pequeños lectores.
Colección Particular.
La última vez que las cédulas reales mencionaron escuelas para la enseñanza del idioma castellano a los indios fue en la de 1782. Sin embargo, durante muchos años siguió la inconformidad con el mandato real sobre la extinción de las lenguas indígenas. En 1810 Rafael Sandoval publicó una crítica del rey y de la legislación.
Es verdad que el enemigo de la salvación ha sembrado la cizaña en el campo de esta santa Iglesia por medio de sugetos o poco instruidos… o vencidos del trabajo de aprender idioma extraño, los quales esparcen que ya el Rey ha quitado todos los idiomas, a así que solamente en castellano debe predicarse a los Indios, y aprender estos la doctrina, aunque nada entiendan de ella, fundados en la Real Cédula del año de 1770, en que el Sr. D. Carlos iii de augusta memoria, permitió que se confieran los curatos a hombres de mayores letras y virtud, aunque ignoren el idioma de los Indios.[54]
Sandoval, sacerdote indígena, procedió a mostrar la imposibilidad de que los indios aprendieran a hablar la lengua castellana por medio de la memorización de la doctrina cristiana en dicho idioma. El autor propuso que la verdadera intención del rey era permitir la enseñanza y la predicación en la lengua de los feligreses en lugares rurales donde no vivieron españoles
…No es posible creer que nuestro Católico Monarca, deseoso de la salud eterna de los Indios, intentara su perdición… ni impidiera el precepto divino de Jesé-Christo tan importante como el del Bautismo.[55]
En el siglo xix las cédulas del rey no hablaban de escuelas de lengua castellana, sino de escuelas de “primeras letras”. La real cédula del 7 de junio de 1815, en la cual se reprodujo la cédula de 1782, a la palabra “escuela” le añadió “de primeras letras”. Al año siguiente, en el mandato de 1816, aunque se refirieron a las cédulas de 1778, 1782 y la anterior de 1815, también la cédula hablaba de “escuelas de primeras letras” que debieran fundarse “en todos los pueblos en que se consideren necesarias y convenientes para civilización de los Yndios”.[56] El rey Fernando vii, preocupado por la situación bélica en Nueva España, en la cédula real del 20 de octubre de 1817, se expresó en términos más seculares que religiosos. Ordenó a los conventos de frailes y, además, a los conventos de monjas, que establecieran “escuelas caritativas de primera educación para instruir en la doctrina cristiana, en las buenas costumbres y en las primeras letras a los hijos de los pobres hasta la edad de diez o doce años... para que... se incorporen en la clase de súbditos trabajadores y útiles al estado”. Sin mencionar específicamente a los indios, el rey quiso ayudar “la parte más desvalida de mis amados vasallos” y “mis pobres súbditos”.[57]
La idea de ordenar a los conventos que estableciesen escuelas había sido presentada en 1812 a las Cortes de Cádiz por el diputado de la ciudad de México, el sacerdote José Ignacio Beye de Cisneros, proposición que fue rechazada sin discusión.[58] En realidad poner escuelas en los conventos, según las cédulas de 1815 a 1817, no iba a aumentar sustancialmente las escuelas en el campo, porque desde mediados del siglo xviii se habían secularizado las doctrinas y para el siglo xix casi no existían conventos de frailes en las áreas rurales. Las nuevas leyes ayudarían a la educación de niños y niñas de todos los grupos étnicos que vivían en las ciudades y villas. Mientras tanto, entre 1810 y 1821, en los pueblos de indios, el número de escuelas disminuyó, porque había menos fondos en las cajas de comunidad debido a los estragos de la guerra.
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