01 may 2019 / 11 may 2019 11:11
Después de la derrota del imperio de Maximiliano de Habsburgo, en 1867 se restauró la República con el presidente Benito Juárez a la cabeza. Bajo el nuevo régimen político y con una libertad de prensa relativamente extendida por el país, numerosos periódicos que continuaron discutiendo en sus columnas las cuestiones políticas más relevantes del momento, así como otros –con una mayor orientación a lo recreativo–, permitieron poner al día la cultura impresa y la difusión del pensamiento europeo en México. Entre las décadas de 1860 y 1890 se observó un apogeo de la crónica periodístico-literaria. Algunos cultivadores de este género –tanto en la capital como en los estados de la República– procuraron emparejar el dinamismo urbano y periodístico de nuestro país con el de Europa y Estados Unidos. Tal fue el caso de Ignacio Manuel Altamirano cuando se ocupó de la crónica semanal en El Siglo Diez y Nueve, el de Gustavo Gostkowski con sus “Humoradas dominicales” en El Monitor Republicano y en El Domingo. En la presente reseña se ofrecerá un panorama general del periodismo mexicano durante el último tercio del siglo xix, con especial énfasis en la crónica como vehículo literario de aculturación de las clases medias y altas, así como de la construcción de una retórica del dinamismo cultural urbano que –en la realidad– fue muy incipiente y sólo ocurrió en muy pocas ciudades de la República.
Es importante señalar que –en la misma medida que la literariedad de la crónica fue adquiriendo un desarrollo notable, tanto como preeminencia en el gusto del público lector– los adelantos tecnológicos en los talleres de impresión, el impacto visual estético que fueron buscando con mayor vehemencia las publicaciones, así como las mejoras en la calidad del papel y las técnicas de impresión, influyeron decisivamente en el intenso mejoramiento de los rasgos de materialidad de la prensa de esta época.
Es quizá oportuno iniciar con un aserto de Nicole Giron, estudiosa francomexicana de nuestras letras decimonónicas, quien escribió sobre la crucial aparición de la revista El Iris en 1826 a instancias de los impresores italianos Claudio Linatti y Florencio Galli, además del poeta cubano José María Heredia:
De esta forma se inició en México la producción de publicaciones periódicas de carácter literario y orientación enciclopédica, amenizadas con ilustraciones ineludibles, aunque de calidad estética desigual, mismas que conocerían su etapa de mayor auge en la década de 1840, llegando a conformar en este país un género editorial peculiar: el de las llamadas “revistas literarias”, que pudo calificarse como un verdadero periodismo de arte.[1]
Esta clase de revistas decían dirigirse a un lector femenino más como artificio retórico que como motivación específica. En realidad, el fin que sus redactores e impresores perseguían era el de crear en un público lector de clase acomodada y culta, nuevos hábitos de consumo –semejantes a los que imperaban en Europa– y que dejaran a sus empresarios y colaboradores suficientes ganancias para sostener una industria entonces incipiente. A lo largo de cuatro décadas de intensa y dolorosa consolidación histórica, la República finalmente se halló frente a su autonomía, así como la prensa se encontró frente a una alta responsabilidad ante la sociedad. Bajo esta premisa, uno de los compromisos fundamentales fue el de contribuir a la fundación cultural y literaria de México. En este sentido, se importó de Europa un género periodístico-literario que satisfizo las necesidades de configuración discursiva del espacio urbano, de cohesión colectiva circunscrita a éste y de inserción en el concierto internacional de las naciones civilizadas.
Fue así que en enero de 1868, a escasas semanas de haber recibido la estafeta de Luis Gonzaga Ortiz –a quien se consideró introductor del género de la crónica en México– para hacerse cargo del folletín de El Siglo Diez y Nueve, Ignacio Manuel Altamirano ensayó en su “Revista teatral” una suerte de poética de la crónica, en la que sopesa los rasgos literarios e históricos de este nuevo género:
Literatura porque su estilo fluido y correcto hacía de ellas un modelo apreciable, y bajo el aspecto histórico tenía un mérito singular porque ellas eran el diario de nuestra sociedad, la crónica de su vida íntima, la fotografía de su carácter. Los pueblos que quieren conocernos a fondo hoy y mañana tendrán que juzgarnos no sólo por la historia de nuestros sucesos políticos, sino por las crónicas de nuestras costumbres.[2]
Era imperioso –en aquel contexto histórico en que México había recibido de parte de Francia el sello infamante de nación bárbara, después del fusilamiento de Fernando Maximiliano– que de esa concepción rotunda y perentoria se transitara hacia una imagen de nuestro país fundamentada en sus riquezas naturales y culturales, así como en una población dispuesta a la tarea monumental del progreso en todos los ámbitos de su desarrollo.
Entre mayo de 1863 y julio de 1867, al correr su séptima época, el periódico El Siglo Diez y Nueve había sido suspendido, a causa de la Intervención francesa y el Segundo imperio. En diciembre de 1867 se reanudó su publicación, ejerciendo las funciones de director y redactor el eminente polígrafo Francisco Zarco. Después de la Restauración, el gran diario de tendencia liberal comenzó a publicar un folletín dominical titulado “Revista de la semana” y firmado por Luis G. Ortiz, que Altamirano tomó desde el 7 de enero de 1868, debido a que aquél había acudido –por encargo presidencial– a dirigir el Diario Oficial de la Federación. La dirección de la imprenta donde se tiraba El Siglo era calle de los Rebeldes, número 2. Su impresor no era otro sino Ignacio Cumplido, un paradigma de empresario mexicano que superó el horizonte de hombre de negocios de su tiempo. Su habilidad como publicista era tal que entre 1868 y 1871 El Siglo Diez y Nueve se llegó a distribuir en La Habana, Brownsville y San Francisco.[3] En el ámbito de la pluma y el numen, el poeta de Tixtla, coronel con licencia del ejército liberal, por entonces establecido en la capital y dedicado en cuerpo y alma a consolidar la fundación literaria de México, discurrió en las bajas columnas de El Siglo Diez y Nueve sobre la importancia crucial de este nuevo género que vino a insertarse en el proceso configurativo de la literatura nacional, la crónica:
Juzgar de un pueblo por su vida pública, es absolutamente lo mismo que pretender conocer el carácter de un sujeto cualquiera, por su aspecto exterior... Es preciso a veces penetrar en la alcoba, examinar los secretos resortes de su vida, indagar su historia anecdótica, lanzar la mirada en lo profundo de su corazón […] nosotros no tendremos para confundir a los que así nos deturpan, más que responderles con esas crónicas fieles…[4]
De tal modo que quizá con esta lúcida analogía, el autor de Clemencia prefiguraba ya la invención de la microhistoria como un discurso historiográfico más íntimo y alejado de la grandilocuencia. Apenas un mes antes (diciembre de 1867) un célebre poeta erótico de filiación política liberal, el ya mencionado Luis G. Ortiz –con motivo del inicio de las Veladas literarias, recién celebrada la segunda de éstas en la residencia de Altamirano– se ocupaba de la “Revista de la semana” en El Siglo Diez y Nueve, dando cuenta pormenorizada de lo allí ocurrido durante la animada tertulia: la bonhomía viril de Prieto, la memoria bélica de Riva Palacio, la erudición agnóstica de Ramírez, la ciencia panteísta de Cuéllar, el nacionalismo apasionado del propio Altamirano[5]. Poco más de un mes duró al poeta Ortiz el honor de reseñar esas sesiones fundamentales para la historia de nuestras letras; más tarde, con la figura del tixtlense, este privilegio hizo coincidir su alta misión con el interés por ejecutarla.
En absoluto se equivocó Nicole Giron al considerar a Altamirano “campeón” de la literatura nacional. Ninguno de sus coetáneos dedicó mayores esfuerzos a la consolidación del primer archivo de la tradición literaria mexicana. En un documento primigenio en la historia de nuestras letras –las Revistas literarias de México (1821-1867) –el cantor del Atoyac, quizá en un intento sostenido por definir el género de la crónica (esta vez valiéndose de los trabajos de uno de sus cofrades), comenta sobre la causerie française que Justo Sierra cultivaba en 1868 en El Monitor Republicano:
La Conversación del domingo es un capricho literario; pero un capricho brillante y encantador. No es la revista de la semana, no es tampoco un artículo de costumbres, no es la novela, no es la disertación; es algo de todo, pero sin la forma tradicional, sin el orden clásico de los pedagogos; es la causerie, como dicen los franceses, la charla chispeante de gracia y de sentimiento, llena de erudición y de poesía; es la plática inspirada que a un hombre de talento se le ocurre trasladar al papel…[6]
El longevo Monitor Republicano, que se publicó durante medio siglo (de 1846 a 1896), en 1868 publicaba en su folletín dominical la “Conversación del domingo”, que firmaba el joven Justo Sierra y se imprimía a tres columnas, mientras que el periódico a cinco, y con una extensión de cuatro páginas. Al tiempo que el redactor en jefe era José María –del Castillo Velasco, jurista y posteriormente ministro de Gobernación de Juárez. El Monitor se tiraba en la Imprenta de Vicente García Torres, quien fue junto con Cumplido– uno de los impresores más notables del siglo. El taller se localizaba en la calle de San Juan de Letrán, número 3. Sierra hacía que su “Conversación” revoloteara por el espacio urbano con un motivo pragmático definido, pero rociada con poesía e imágenes etéreas. La mixtura entre la causerie francesa, el cuadro de costumbres español y la exploración del territorio virgen de la identidad nacional aportaron sus rasgos a la crónica mexicana.
Una revista imprescindible, El Renacimiento de 1869
El historiador Luis González y González, a quien caracterizó un discurso historiográfico desenfadado y antisolemne, apuntaló nuestros asertos sobre el papel crucial que Altamirano y sus cofrades jugaron en la fundación literaria nacional con estas palabras:
La política mexicanizadora de las letras y las artes tuvo como animador a Ignacio Manuel Altamirano, quien, a finales de 1867, fundó unas veladas literarias y, dos años más tarde, la revista El Renacimiento. En las veladas y en la revista, además de ponerse en ejercicio la conciliación de “todas las comuniones políticas” y de todos los credos literarios, se procuró hacer una literatura nacional…[7]
De modo que en la retórica de la musa Clío, fue igualmente notable el hecho de que en una publicación literaria se cifraran las mejores voluntades estéticas y políticas de la República, por parte de ambas facciones antagónicas. Por su parte Nicole Giron, esa investigadora mexicana nacida en Francia que ha disertado acaso con mayor precisión que muchos sobre nuestras letras decimonónicas, apuntó sobre la bellísima litografía que abrió las puertas conciliadoras de El Renacimiento, donde el autor de Clemencia publicó también sus crónicas semanales:
La portada de nuestro “periódico literario” ostentaba una primorosa litografía –su “imagen identitaria” visual– que se debía al talento del grabador Hesiquio Iriarte y fue muy celebrada por su elegancia. […] En medio de esta composición simbólica, portadora de un mensaje esperanzador y enmarcando el grafismo del título, diferenciado en varias líneas de estilo más bien gótico, se desplegaba una estructura de rigurosa simetría y gran solidez que respondía a una inspiración netamente neoclásica…[8]
Asimismo, un entrañable maestro recientemente fallecido –Huberto Batis– ofreció en su estudio sobre esta publicación, las siguientes coordenadas para localizar y fijar los elementos de materialidad de la revista literaria El Renacimiento:
Se eligió la imprenta benemérita de Francisco Díaz de León y de Santiago White, que tenía su taller en la calle segunda de La Monterilla, número 12. El costo debió ser alto por la pulcritud de la impresión y la calidad del papel importado, a lo que se añadió el que sólo dejaran de cobrar por sus colaboraciones los escritores que quisieran renunciar a su salario.[9]
Sus editores fueron Ignacio Manuel Altamirano y Gonzalo A. Esteva. La colección de El Renacimiento preservada en la Hemeroteca Nacional de México contiene índices generales, mapas y litografías de Iriarte, Salazar y Debray. A partir del número 5 se publicó un folletín con la novela inconclusa El ángel del porvenir, de Justo Sierra, material del que carece el acervo de la Hemeroteca.[10] En El Renacimiento Altamirano publicó su columna “Crónica de la semana”, en la que trataba los asuntos más señalados del espacio urbano, procurando evitar la confrontación ideológica, pero exaltando la figura de héroes y mártires de la Reforma, así como a la instrucción pública masificada, como medios idóneos para lograr el progreso y la civilización que Europa nos negaba casi ontológicamente.
Los retos de un periodismo literario
Otro caso emblemático del género que se aborda en el presente trabajo lo constituye la “Revista de la semana”, que Guillermo Prieto publicaba en El Semanario Ilustrado por julio de 1868, en la que el ingenioso Fidel –aquejado por la escasez de noticias en la ciudad– escribía con su habitual vena satírica:
…bien sabe Dios que le hemos pedido que haya millones de fandangos y duelos, incendios y desbarrancados, para tener a nuestros lectores pendientes del hilo de nuestra narración, y como quien dice colgados de nuestras palabras. En fin, serviremos al apetito de la curiosidad lo que hay de nuevo, que si no digno del exquisito paladar de nuestro público, a lo menos sazonado con nuestra cariñosa voluntad.[11]
En este orden de ideas, Vicente Quirarte señalado poeta y ensayista de nuestros días y heredero de la tradición republicana– se remonta a la búsqueda de los orígenes de la crónica en la prensa mexicana del siglo xix. De sus intrincadas pesquisas emerge con esta proposición:
La primera crónica urbana de nuestra literatura, escrita con el fin específico de serlo, es obra de un particular. Tratemos de reconstruir aquel domingo 5 de enero de 1840 en que un hombre que aún no cumple los 22 años de edad sale a la calle por la puerta izquierda del Palacio Nacional. […] El anteriormente descrito es un día en la vida de Guillermo Prieto.[12]
En esta crónica que Fidel publicó en El Museo Popular en 1840, el joven Prieto relata una jornada dominical cualquiera en la Ciudad de México de entonces, desde la obligada asistencia a misa, pasando por la incipiente flâneurie entre las calles desde donde se divisa “el azul” de los cerros circundantes, hasta el plebeyo baile de compadritos por la noche, en que la sillas de los invitados se distinguen por su tamaño y forma desiguales. Casi treinta años después, El Semanario Ilustrado –en el que Prieto colaboraba– era editado por José Fuentes y Muñiz y se tiraba en la Imprenta de J. Fuentes y Compañía, a cargo de Luis G. Rubín. La dirección del taller era 2ª del Puente de la Aduana Vieja, número 13. El semanario aparecía todos los viernes, y los ejemplares constaban de 16 páginas impresas a 3 columnas, con grabados que ilustraban los artículos. La colección de la Hemeroteca Nacional conserva como material complementario dos danzas para piano de Agustín Siliceo y un figurín de modas parisiense, impresos en la Litografía de J. Rivera e hijo.[13]
Como se ha visto, ya Fidel, a poco tiempo de restaurada la República, se enfrentaba a una dificultad común entre los cronistas capitalinos. Se trataba de satisfacer las exigencias de un género nacido en Europa, vinculado a una realidad urbana de dinamismo cultural que la Ciudad de México se hallaba muy lejos de asemejar. Apenas la fachada barroca y el aspecto monástico de la capital mexicana habían comenzado a modificarse con la Reforma. Normalmente, poco había por relatar y describir cada semana. De manera que el procedimiento usual era añadir una buena medida de levadura retórica a los textos, según las digresiones temáticas y el alarde estilístico de que fuera capaz cada egregia pluma del momento. En enero de 1871, Altamirano también se ve en el complicado trance de escribir su columna en El Federalista, sin que medie entre él y la hoja en blanco ningún hecho relevante en el espacio urbano del Valle de México. Es aquí, casi un lustro después del renacimiento de las letras nacionales, que aparece en escena un misterioso autor francés y polaco a quien el autor de El Zarco envidia a causa de su esprit parisiense, y con el cual quisiera pergeñar una Ciudad de México dinámica y cosmopolita; con el mismo que Cuéllar desearía dibujar en La Ilustración Potosina un San Luis más semejante a la capital. En su artículo “Bosquejos. Prefacio”, en El Federalista de 1871, Altamirano presenta la poética del barón de Gostkowski:
…los acontecimientos de importancia ocurridos en México, deja las más –de las veces– que su espíritu vague en el espacio inmenso de las ideas, de los recuerdos históricos, de la alta crítica literaria, de las santas aspiraciones de la libertad, de los graves problemas de la filosofía, y aún ha habido ocasiones en que en las alas de la meditación ha franqueado los límites temidos que separan al mundo tenebroso de la fe, del mundo de la luz, de la razón, y ha procurado mirar de hito en hito, como el águila al Sol, el gran misterio de la existencia universal.[14]
El Federalista fue editado por Manuel Payno y Alfredo Bablot, e impreso –al igual que El Renacimiento– por Francisco Díaz de León y Santiago White. Incluyó una Edición literaria de los domingos que apareció de enero de 1872 a agosto de 1877.[15] En esta publicación Altamirano cultivó también la crónica, al tiempo que Gustavo de Gosdawa, barón de Gostkowski, comenzaba a publicar sus “Humoradas dominicales” en febrero de 1871, en el primer número de su revista literaria El Domingo, Semanario de las familias, posteriormente Semanario de política y literatura, y en su última época Semanario de ciencias y mejoras materiales, cuya última edición apareció en octubre de 1873. Es sabido que entre Gostkowski y Altamirano existía una amistad muy cercana. Casi al tiempo que el barón echaba a andar El Domingo, había comenzado en enero de 1871 con su columna “Caras y caretas” en El Federalista. De modo que el maestro nacionalista y el autor eslavo eran ahí compañeros de redacción, interpelándose continuamente en sus respectivas columnas como recurso retórico, a veces inclusive en un formato epistolar. Emmanuel Carballo atribuye tal importancia al semanario El Domingo que lo considera un auténtico sucesor de El Renacimiento[16]. Debido también, quizá, a la buena relación con Altamirano, las dos revistas literarias se tiraron en la imprenta de Díaz de León y White. La tipografía en ambas ostenta un innegable parentesco por su suntuosidad y buen gusto.
Otro cronista notable de la época fue José Manuel Gutiérrez Zamora, quien en junio de 1872, en El Eco de Ambos Mundos ofrecía un panorama general muy ilustrativo del ejercicio de la crónica, como género periodístico y literario, en la prensa capitalina del último tercio del siglo: “Yo prometí […] escribir Revistas semanarias, pero el gran Altamirano con sus eruditas ‘Revistas’ de El Siglo xix; el chispeante escritor polaco Gustavo Gostkowski con sus amenas “Humoradas dominicales” del Domingo; el multiforme Proteo, conocido en el siglo por Alfredo Bablot, con sus cadenciosos “Murmullos” del Federalista; […] el fecundo Juvenal… con sus sabrosas charlas “Charlas” del Monitor…”[17] Como puede verse, eran numerosas y célebres las plumas que ponían en práctica su ingenio para cultivar este género híbrido entre el periodismo y la literatura durante el último tercio del siglo. Desde su columna nos habla Gutiérrez Zamora, en el suplemento El Eco de Ambos Mundos. Periódico literario dedicado al bello sexo salía los lunes, día en que no aparecía el homónimo Diario de política. Contenía ocho páginas impresas a dos columnas; su editor era Juan E. Barbero y se tiraba en la Imprenta de Ignacio Cumplido, que por este tiempo se localizaba en la calle de Tiburcio. Algunos de sus redactores más notables fueron José María Vigil, José Tomás de Cuellar, Vicente Riva Palacio, Manuel Acuña y Juan de Dios Peza.[18] Con esta ojeada de conjunto, podría decirse grosso modo que las décadas de 1860 y 1870 constituyeron el apogeo de la crónica como género que contribuía a la formación de la identidad nacional, a la cohesión social dentro de un espacio urbano tanto anhelado en la imaginación como descrito en la realidad, así como al desarrollo y pujanza de una industria editorial muy próspera, cuyo arte y tecnología eran importados de Europa, pero que fueron adquiriendo rasgos particulares y siguiendo procesos específicos en las capitales en vías de modernización en América Latina.
Belem Clark de Lara, en su exhaustivo y lúcido ensayo sobre la crónica en México en el siglo xix, publicado en La República de las letras…, propone una caracterización del género, ya evolucionando hacia la estética del “arte por el arte” finisecular:
Una nueva generación, la modernista, consideró la crónica como verdadera pieza de arte y a dicho género entregaron, estadísticamente, la mayor parte de su tiempo. De esta generación, fundamentalmente, citaremos como ejemplo a Manuel Gutiérrez Nájera, editor, junto con Carlos Díaz Dufoo, de la Revista Azul (1894-1896) y digno representante del escritor…[19]
La Revista Azul se publicó de mayo de 1894 a octubre de 1896 como suplemento dominical del periódico El Partido Liberal. Este periódico porfirista tenía como redactor en jefe al propio Gutiérrez Nájera, y se tiraba en la Imprenta del Partido Liberal, que se localizaba en la calle de la Independencia, número 11. Mientras que en las décadas previas, la crónica literaria era cultivada por figuras connotadas de la política cuya voz era fundamental en el areópago, y sus textos eran publicados en las páginas principales de las más conspicuas periódicas; ya entrado el Porfiriato y pacificado el país, se fue consolidando la profesionalización del escritor, quien comenzó a publicar ya solamente en suplementos literarios, y vio en la crónica una oportunidad para insertarse en el sistema de producción de la industria editorial y a la vez practicar una suerte de gimnasia de la escritura. Más adelante en su disertación cronológica sobre nuestro género, Belem Clark se remitió con gran acierto al estrecho vínculo entre mujer, lujo y sofisticación en el espacio urbano y, en última instancia, su integración en el discurso cronístico. Quizá el poeta que con mayor sensibilidad estética y éxito comercial supo concretar estas tendencias fue El Duque Job en su Revista Azul de 1894. Escribe Clark: “…Gutiérrez Nájera consideró que para un artista de la crónica, la diferencia estaba cifrada en que nunca perdiera el toque íntimo, el perfume del boudoir; en que las charlas amables recordaran a las del elegante gabinete donde se hablaba de los sucesos actuales o del pasado…”.[20] Esto se relaciona con lo que el estudioso de la crónica Julio Ramos percibe como “la suntuosidad de los escaparates, con el perpetuo atractivo de lo lujoso, de lo luciente, de lo femenino”.[21] En efecto, la crónica implica una representación literaria concreta del espacio urbano y su dinamismo cosmopolita. Éste tiene su cimiento, como lo ensayó Rubén Darío en sus crónicas parisienses, en la movilización mercantil finisecular que surte los escaparates con objetos de arte, lujo y glamur que promueven el consumo –sobre todo femenino o de apropiación de lo femenino– y que remiten al mundo de la sofisticación y el deseo, al ámbito que El Duque supo recrear con gran éxito “Al pie de la escalera” en la Revista Azul.
Ya en numerosos casos durante la última década del siglo, la mirada femenina sobre la urbe no ocurría solamente desde una óptica pasiva, sino que poseía ya muchas cronistas que dejaban en sus columnas la impronta de su cosmovisión y experiencia de la urbe. Uno de estos casos fue el de Fanny Natali de Testa Titania, cronista del periódico El Nacional –quien falleció en marzo de 1891– dejando en su lugar a un viejo exponente del género, Luis G. Ortiz, quien en su momento hizo hincapié en el hecho de que la prensa dirigida al lector varón se ocupaba de los asuntos trascendentales de la política nacional, mientras que la crónica era vista desde la tribuna como una charla insustancial enfocada al cotilleo de las damas. Escribió Ortiz que en otras ocasiones en que había tomado la pluma “...ha sido para estudiar los áridos asuntos de la política, o los intrincados problemas sociales que nos preocupan, he tenido ahora que sacudir el frac, buscar un par de guantes y procurarme un poco de buen humor para corresponder al honor que me dispensareis al recibirme”.[22] El director y propietario de El Nacional era Gonzalo A. Esteva. El periódico se imprimía en la Tipografía de El Nacional, que se hallaba situada en la calle de Puente de Alvarado, número 10. El título de la columna de Ortiz fue el de “Paréntesis de la política”. De tal suerte que podemos percibir que durante esta última década del siglo existe una convivencia entre las publicaciones convencionales –con un director de la vieja guardia, y un cronista de tendencia estética clasicista y vernácula– y las dirigidas por visionarios innovadores como Rafael Reyes Spíndola, con colaboradores modernistas y cosmopolitas.
Antonio Saborit, en su texto introductorio a “El Mundo Ilustrado” de Rafael Reyes Spíndola, escribe sobre los humildes comienzos de una de las publicaciones más conspicuas de la era porfiriana, y relata los progresos que logró hacer conforme la subvención del gobierno y los suscriptores lo fueron favoreciendo crecientemente: “…durante los primeros meses de vida… La calidad del papel con que salió a la calle, en esencia tan pobre como el de las otras publicaciones periódicas del final del siglo xix, era fatal para la fotografía y la gráfica. En marzo de 1895… El Mundo anunció a sus lectores… invertir 12 mil pesos en el taller de fotografía y 15 mil más en una prensa plana de la marca Lewis & Block.”[23] Más adelante Saborit, en su estudio sobre la conspicua revista de Reyes Spíndola, describe los pasmosos progresos que ésta fue haciendo en pocos años:
…entre 1899 y 1904 [la Compañía de las fábricas de San Rafael y Anexas, que lo surtía de papel] triplicó su producción… e invirtió más de un millón de pesos en las vías entre la compañía y la Ciudad de México. Por ahí llegaban los rollos de papel de dos metros de ancho y cinco mil de extensión que alimentaban a las dos prensas planas y a las tres rotativas de Reyes Spíndola, dos… 16 mil ejemplares por hora… la otra… 96 mil ejemplares.[24]
En 1901 el establecimiento de El Mundo se ubicaba en 2ª calle de las Damas, número 4. La revista dominical El Mundo Ilustrado era su lujosa edición dominical, y el poeta Luis G. Urbina era entonces –indiscutiblemente– el gran cronista de El Mundo Ilustrado. Urbina, como todos sus colegas coetáneos, tuvo consciencia de que su auténtico proyecto creador se cimentaba en su poesía, y de que el cultivo de la crónica representaba su forma de insertarse en el sistema de producción. Las siguientes palabras así lo atestiguan:
Ahora hablo en otras partes, en parajes más públicos, por encrucijadas y plazuelas, de cosas más vulgares; más al alcance de todos, y, como es natural, me cuido menos de aguzar la idea, de pulir el vocablo, […] Soy ahora narrador callejero, recitador ambulante, músico de murga, y canto, cuando me lo piden, romances de ciego...[25]
Como ya se ha apuntado en este trabajo, la gran dificultad que los cronistas enfrentaban, tanto en la capital como en las ciudades del interior de la República, era la ausencia de acontecimientos dignos de la atención del público lector. De manera que “El viejecito”, casi en cada entrega, debía conjurar el sortilegio que hacía rebosar la espuma retórica por las columnas de El Mundo Ilustrado. Entonces, las calles desiertas y cuasi monásticas de la ciudad adquirían aires festivos. La naturaleza generosa del Anáhuac bendecía a sus habitantes con su cielo límpido y sus flores en profusión. El motivo más humilde se tornaba en la disertación más sesuda o en la loa más vehemente a la existencia humana. En este sentido, Gerardo Sáenz escribe sobre la poética de Urbina:
…en los días que ningún asunto daba para las cuartillas requeridas, el prosista creaba deleitables cuadros parnasianos en los que su fantasía se echaba al vuelo por la capital. Llenas de arpegios evocadores sobre bajos hechiceros, estas prosas, aunque en sustancia no eran más que pompas de jabón, gustaban por su música y su cromatismo, así como por su estilo íntimo, que a muchas damas encantaba.[26]
En este orden de ideas, es posible afirmar que la crónica modernista finisecular poseyó algunos rasgos particulares en oposición a la de las décadas anteriores. Dejó de lado la política, el compromiso con la fundación literaria y la tendencia nacionalista. Fue cultivada por individuos especializados en la escritura esteticista, que privilegiaba –aunque no obliteraba– los fines artísticos sobre el compromiso social evidente y declarado. Fue publicada en su mayor parte por proyectos editoriales eminentemente literarios, artísticos o de consumo para las clases acomodadas, sobre todo para las damas de estos estratos. Las principales empresas que publicaron los trabajos de los cronistas en esta época fueron subvencionadas por el régimen, favorecidas por el mercado editorial y por los anunciantes. Se enfocaban en un nicho social privilegiado que coincidía con un sentimiento de pertenencia a una élite afrancesada, que creía haber trascendido los escollos del desprestigio nacional como país de salvajes.
Mientras tanto, en la provincia
Por su parte, el interior de la República generó, durante todos estos años, sus propios periódicos. Algunos ejemplos los tenemos en publicaciones como El Cura de Tamajón. Periódico dominguero, que fue fundado en la ciudad de Monterrey por Juan Flores en 1864. Se tiró en la Imprenta del Gobierno, que estaba a cargo de Viviano Flores. Se trata de la publicación liberal por excelencia para los regiomontanos, ya que se derivó de la estancia del gobierno juarista en su ciudad de abril a agosto de 1864. Consistió en un periódico satírico fundado por Guillermo Prieto durante su permanencia en ese año. El Cura satirizaba los actos de gobierno de Maximiliano y su corte imperial, y acusaba a Ignacio Cumplido y a Vicente García Torres de ser sus impresores oficiales. Por otra parte, en San Luis Potosí se fundó La Ilustración Potosina. Semanario de literatura, poesías, novelas, noticias, descubrimientos, variedades, modas y avisos. Esta revista fue publicada todos los domingos por José Tomás de Cuéllar y José María Flores Verdad entre 1869 y 1870, en la Tipografía de Silverio María Vélez, y contuvo litografías del destacado grabador José María Villasana. Se trató de un proyecto de Cuéllar que, alentado por Altamirano, se dio a la tarea de establecer en una de las capitales provincianas más propicias al desarrollo intelectual una revista que irradiara los mismos haces de luz que El Renacimiento desplegaba en el Valle de Anáhuac. De tal modo que La Ilustración Potosina siguió la tendencia nacionalista de la literatura en honor a su predecesora, y Cuéllar anheló que la capital potosina le pudiera ofrecer tantos temas de charla dominical como los que Altamirano, en la Ciudad de México, envidiaba en la pluma de Gostkowski, autor que había mirado a los ojos “a esa gran loca del mundo europeo”, París. Por su parte, la península de Yucatán no permaneció a la zaga por cuanto hace a la industria de la prensa y su producción literaria. Ahí se fundó La Revista de Mérida. Periódico de literatura y variedades. Su editor e impresor fue Manuel Aldana Rivas de 1869 a 1873. Un egregio yucateco y coyoacanense, Francisco Sosa, fue entusiasta fundador y colaborador de su sección literaria quincenal. La orientación de la Revista de Mérida también coincide con el movimiento literario nacionalista de El Renacimiento de 1869; la publicación contiene poesías de José Peón Contreras y Luis G. Ortiz, así como una novedosa y erudita sección de bibliografía yucateca.[27] Como es posible observar, el auge de la prensa periódica y el cultivo de la crónica en sus columnas se llevó a cabo –por una lógica demográfica evidente– con mucho mayor intensidad en la Ciudad de México. Sin embargo, es necesario no soslayar en absoluto los esfuerzos emprendidos por los connacionales que, superando obstáculos acaso colosales en comparación con los que los capitalinos enfrentaron, lograron dar vida a una industria editorial, iniciar un archivo literario, poner en marcha un circuito de autores y lectores consuetudinarios, y fomentar el cultivo de un género proteico que edificaba bellas y complejas ciudades, tanto en el imaginario cultural de sus habitantes e intérpretes como en la taumaturgia que proyectaba vistas del espacio urbano en un kinetoscopio de papel impreso a cinco columnas de sólida arquitectura.
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