Enciclopedia de la Literatura en México

La literatura educativa: la retórica, la pedagogía, la literatura para los jóvenes y la mujer en el siglo XVIII

2011 / 23 may 2018 11:45

mostrar [Introducción]

Los libros educativos que se leyeron en México en el siglo xviii llegaron casi en su totalidad de Europa, ya que fueron muy escasos los que se publicaron en las prensas coloniales. Tanto los que trataban de retórica y de pedagogía como gran parte de los de lectura y entretenimiento estaban pensados para los lectores y no para las lectoras, pues la diferencia formativa estaba fuertemente marcada. Sin embargo puede observarse que a medida que avanza el siglo va cobrando fuerza una literatura que tiene en cuenta esa misma dependencia de la mujer en el seno de la familia, y comienzan a valorarse las obras pedagógicas y de lectura que la incluyen, aunque sea para someterla a los valores patriarcales y de familia.

Esta marginación se percibía sobre todo en los libros educativos de rango más elevado, como bien ha notado Iris M. Zavala al llamar la atención acerca de la dinámica del diálogo intertextual que se produce en la tradición literaria culta de esta época,[1] y aunque hoy la consideremos anacrónicamente injusta, era resultado de la escasa integración de la mujer en la sociedad, pues tanto en España como en sus colonias la situación de abandono de la educación femenina era notoria. De ello puede servir de índice que en 1783 se pusiera en marcha un “Reglamento para el establecimiento de escuelas gratuitas en los barrios de Madrid”, por una real cédula mediante la cual se crearon un buen número de escuelas cuyo fin era “fomentar la educación de las jóvenes en los rudimentos de la Fe Católica, en las reglas del bien obrar, en el ejercicio de las virtudes y en las labores propias de su sexo”.[2] Y de modo general, a las mujeres todo saber les estaba vedado, y mucho más si pensamos que no podían tener acceso a la formación de las universidades.

A comienzos del siglo el latín ocupaba todavía un puesto insoslayable en los ámbitos educativos, muy dominados por los jesuitas hasta su expulsión en 1767, pero es precisamente en ese siglo cuando se produce su sustitución y el avance del castellano, a pesar de la resistencia de los altos estamentos, que incluso provocaron que el propio monarca, Felipe v, y mediante real decreto, obligara al empleo del latín en las universidades.[3] Por su parte, la enseñanza de la retórica estaba muy unida al estudio de esta lengua clásica y era disciplina obligada en la educación de los jóvenes, por lo que cumpliendo esos destinos, muchos de los libros editados en el siglo se justifican por su uso didáctico y por su manejo en las aulas. Así sucedía en España y también en México.

Pero es en ese siglo cuando este tipo de enseñanza empieza a ser cuestionada, y a medida que avanzan las décadas irán incrementándose los títulos en castellano. En paralelo a la decadencia del arte y la literatura con que comienza el siglo xviii, las letras se van recuperando con lentitud a mediados de siglo, con un incremento de la masa lectora, y en consecuencia un mayor número de impresores y libreros, pues hasta esa época tanto España como los países americanos eran un excelente mercado para los importadores de libros de Europa, fundamentalmente escritos en latín y con destino a la educación. La proteccionista real resolución sobre la imprenta y el comercio del año 1752, elaborada por el juez de imprentas Juan Curiel, por la que se prohibía la entrada de libros impresos en español de fuera de las fronteras nacionales,[4] no impediría durante décadas la entrada de libros en latín, pero en cambio fomentaría la producción de libros en español, y ello redundaría en la mayor circulación de títulos en este idioma.

mostrar El estudio de la retórica

Por las razones que apuntamos, los primeros libros de retórica que se leyeron en México en el comienzo del siglo xviii fueron en latín. Ignacio Osorio Romero, que investigó con amplitud el tema, apunta que tres fueron los autores que se estudiaron en las cátedras de retórica en México en ese siglo: Gabriel Francisco Le Jay, Francisco Machoni y Gilles Anne Xavier de la Santé.[5] Del primero, el padre Le Jay (1657-1734), encontramos en este país varios ejemplares de su Bibliotheca rhetorum praecepta et exempla completens editados en Francia e Italia (1737, 1747), aunque su primera edición data de 1725 en París, y también Bibliotheca rhetorum partis primae, que está fechado en 1730; el segundo citado en realidad es Antonio Machoni de Cerdeña (1671-1753), que publicó Palatii eloquentiae vestibulum, del que se conserva en México un ejemplar de la edición de Madrid (Viuda de Enguera) sin fecha, aunque asignable a la primera mitad del siglo xviii. De Gilles Anne Xavier de la Santé o Xaverio de la Santé (1684-1762), también jesuita, se conoce la primera edición de su célebre tratado Musae rhetorices seu carminum libri sex (París, Barbou, 1732) y la segunda edición, también de París, de 1745. Pero además son muchos los títulos que viajaron a aquellas tierras y hay constancia de su circulación en Nueva España; no se puede olvidar la gran difusión por el continente americano de la obra de Nebrija, que a partir del primer tercio del siglo xvii empezó a publicarse en México, y de la que existen ediciones realizadas en el siglo xviii por comentadores mexicanos, como Mateo Galindo, Explicación del libro quarto, conforme a las reglas del Arte de Antonio de Nebrija, publicado en México en 1701 y en 1711.[6]

Sin embargo los tratados de retórica seguían viniendo de España; una excepción es De arte rhetoricae libri tres, de Tomás González (México, 1714), por lo que apunta Osorio Romero que, tal vez debido a la escasez de textos, “al iniciarse el siglo xviii, la Congregación de la Anunciata tuvo el cuidado de reimprimir en Nueva España el Novus candidatus rhetoricae de Francisco Pomey”, cuya primera edición conocida de la ciudad de México es del año 1711, y que fue reimpresa al menos en 1715 y 1726, y en otras dos ocasiones sin fecha.[7] La obra de François Antoine Pomey (1618-1673), que data del siglo precedente, había sido editada y puesta al día por Joseph de Jouvancy, Candidatus rhetoricae, olim a Patre Francisco Pomey digestus, in hac editione novisima a P. Joseph Juvencio auctus, emendatus et perpolitus (París, J. Barbou, 1712), y se convirtió en el tratado oficial de los jesuitas por aquellas décadas, pues reflejaba su posición frente a la decadencia de la retórica que se arrastraba desde el final del siglo precedente, con lo que su difusión alcanzó a todos los países en los que imperaba la célebre ratio studiorum de 1599.[8] Como se puede apreciar, al igual que en España, en México muchos de los textos que se utilizaban para el estudio de la retórica estaban impresos en los países centroeuropeos, cuya importación constituía un destacado negocio para los libreros peninsulares. Los manuales solían ser reediciones de autores de los siglos precedentes, como es el caso del más difundido, el de Cipriano Suárez (1524-1593), De arte rhetorica libri tres ex Aristotele, Cicerone et Quintiliano deprompti, cuya primera edición data de 1565,[9] que alcanzó numerosísimas ediciones y se constituyó en texto oficial de la Compañía en esos años; en Nueva España se reeditó tres veces a lo largo del siglo xvii, y una en el siglo xviii, en 1756.[10] Pero aunque el libro de Pomey era oficial en los estudios de retórica en esta primera parte del siglo, “los jesuitas españoles prefirieron enseñar la retórica con el Arte del padre Dominique de Colonia, utilizando en cambio para el aprendizaje de la poética las Instituciones del mismo padre Jouvancy”,[11] autores los dos que se incluían en la misma línea ciceroniana, según ha sido reseñado para España. Algo muy similar debió pasar en México dado el número de ediciones –ocho–, del padre Dominique de Colonia (1660-1741) que podemos encontrar en la Biblioteca Nacional de México[12] publicadas a lo largo del siglo xviii, procedentes de las imprentas de Lyon, Madrid, Venecia, Alcalá y Roma, de las cuales la primera en el tiempo es De arte rhetorica libri quinque: Lectissimis veterum auctorum aetatis aureae, perpetuisque exemplis illustrati (Lyon, Antonio Molin, 1728). Del mismo modo abundan las obras, selecciones y comentarios de Cicerón, entre los cuales los más difundidos son los de Martín du Cygne (1619-1669), tres ejemplares de Ars ciceroniana sive Analysis rhetorica omnium orationum M. T. Ciceronis (Colonia, 1726), y cuatro de Fons eloquentiae sive Explanatio rhetoricae, accommadata candidatis rhetoricae; cui adjicitur analysis rhetorica omnium orationum M. T. Ciceronis, fechados en Colonia, en 1706-1726 y en 1738.[13]  

 Cortesía de la Biblioteca Histórica de la Universidad de Salamanca.

Pero progresivamente durante el siglo xviii la abundancia de libros en latín va decreciendo y sustituyéndose por otros que se centraban en el estudio de la retórica en lengua castellana. A ello contribuyó el pensamiento de los ilustrados que, como Gregorio Mayans y Siscar (1699-1781), consideraban una triste pérdida de tiempo aprender de memoria la Rhetórica de Pomey.[14] La llegada de libros de retórica se incrementó si cabe con el estímulo que recibieron las ediciones en castellano y, de nuevo, el contraste de la nómina de los publicados en Europa con los títulos procedentes de instituciones y conventos de la capital recopilados en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional de México puede ilustrarnos de su movimiento y su consulta.[15] Tras el cotejo puede llegarse a la convicción de que muchos de esos títulos, o sin duda los más importantes, pasaron a Nueva España, por lo que esos círculos restringidos de estudiantes y de lectores interesados pudieron conocerlos.

En esa primera mitad del siglo, dentro de las escasas ediciones de tratados de retórica realizadas en España, un tema resulta significativo: la preocupación por las exageraciones y afectación del estilo literario, muy especialmente de la oratoria sagrada, cuya denuncia más conocida es la sátira implícita en la novela Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes (1758), del jesuita P. José Francisco de Isla, pero es evidente que el deseo de cambio figuraba ya en el ambiente, sobre todo en lo que se refiere a una profesión que entonces resultaba indispensable y gozaba de gran prestigio: la predicación, cuyo énfasis barroco había caído en una inútil fraseología.[16] Por eso resulta significativa la publicación de obras como la de Louis Abelly (1603-1691), Verdadero méthodo de predicar, según el espíritu de el Evangelio, en traducción al español por fray Manuel José de Medrano (Madrid, Matheo de Bedmar, 1724, a partir de la tercera edición francesa del autor), en la que se abordaban los preceptos de la retórica tradicional trasponiéndolos a la práctica para combatir los excesos formales de los sermones religiosos. Este tratado debió pasar a México en la primera mitad del siglo, y es de notar que, además de la obra citada, constan del traductor otras obras de carácter religioso que proceden de conventos y colegios mexicanos de México y Puebla. También traducida se encuentra la obra de fray Juan Ángel de Cesena, Compendio de la rhetórica en que se da un fácil, y utilísimo methodo de enseñar el arte oratoria, en este caso vertida al español por Raymundo Joseph Rebollida (Valencia, Viuda de Gerónimo Conejos, 1748-1749), en un ejemplar que procede del convento de San Agustín y otro fechado en Barcelona, en la imprenta de Carlos Gilbert y Tutó, 1776. Los dos tomos de que se compone la obra se imprimieron por primera vez en italiano en 1737 y 1741 y fueron reproducidos varias veces según recoge Rosa María Aradra,[17] al mismo tiempo que podemos constatar cómo llegaron a México la primera y la segunda edición de la traducción española. Se encuentra también, del mismo país, con un ejemplar reflejado en la Biblioteca Sutro, Almacén de Alejandro Valdés, junto a varios otros títulos de su autoría, la conocida obra de Emmanuele Tesauro (1591-1677), Cannocchiale aristotélico: Esto es, Anteojo de larga vista, o idea de la agudeza, e ingeniosa locución, que sirve a toda arte oratoria, lapidaria, y symbolica, examinada con los principios del divino Aristóteles, escrita originalmente en lengua toscana y traducida al español por fray Miguel de Sequeyros (Madrid, Antonio Marín, 1741).

Al mismo tiempo se manejaron en Nueva España autores españoles que manifestaron preocupación por la predicación sagrada, pues constan en fondos mexicanos los tratados de Antonio Codorniu y Pablo Antonio González Fabro. El primero, Antonio Codorniu (1699-1770), es autor de El predicador evangélico, breve método de predicar la palabra de Dios en arte y espíritu (Gerona, Jayme Bro, 1740), obra en la que usa el diálogo para tratar aspectos de la retórica, con especial referencia a la oratoria sagrada que pretende reformar. Este mismo recurso del diálogo, pero más centrado en la sintaxis latina, la ortografía y la predicación, lo usa Pablo Antonio González Fabro y Baygorri en su Divertimento rhetórico ciceroniano o erudita diadema oratoria vistosamente texida de las mas selectas orthográphicas flores latinas del ameno pensil de la rethórica (Madrid, Juan de Zúñiga, 1752), aunque en este caso se apoya más en el latín, lo que puede explicar también el paso a México de diversas traducciones y tratados de su autoría para el estudio de la lengua latina,[18] saber para el que era muy valorado.

Es evidente que aunque la oratoria sagrada era prioritaria en aquel siglo, hasta el punto de constituir un género ampliamente apreciado (ello justifica la gran cantidad de sermonarios), la retórica era el instrumento decisivo para la comunicación y las artes suasorias, por lo que también servía para la formación de los jóvenes de clases elevadas. Dentro de un régimen absolutista, el ideal educativo se regía por rigurosas reglas y constituía un instrumento de dominio de las clases poderosas, lo que imponía una alta sacralización de la vida cotidiana en la mayor parte del siglo; ello se percibe en el gran número de religiosos que escriben sobre la materia, aunque en las últimas décadas el ideal ilustrado dejará notar una progresiva disminución, dando entrada a autores laicos. Por esa razón no sorprende el gran éxito, en la primera mitad del siglo, de un libro que amplía el espectro lector y hace avanzar la retórica hacia otros ámbitos sociales más amplios y que tocan los ámbitos de la educación y la pedagogía. Se trata del título de M. de Chevigny,[19] Ciencia para las personas de corte, espada y toga: Enriquecida a más de las adiciones con los tratados de la física, y retórica, cuya primera edición apareció en Valencia, Imprenta de Antonio Balle, 1729-[1736] en seis volúmenes. Aunque se trata de una obra pedagógica, incluye un necesario apartado dedicado a la retórica.

La reforma parece ponerse decisivamente en marcha con la expulsión de los jesuitas, pues una cédula real prohíbe en 1768 el uso de los textos jesuíticos y, aunque a la larga la retórica permanecerá en la situación precedente gracias a los muchos seguidores, en teoría se da entrada a los nuevos tratadistas. Así se reimprime en 1774, sin nombre de autor, De arte oratoria, del jesuita Bartolomé Bravo (¿1554?-1607),[20] del mismo modo que tiene un gran éxito la Rhetórica castellana de Alonso Pabón Guerrero, que viene a reproducir el antiguo texto del padre Colonia.[21] Es entonces cuando, por falta de textos, se recurre a los tratadistas del xvi y vuelven a publicarse sus obras, de ahí las numerosas ediciones traducidas del latín de Los seis libros de la rhetorica eclesiástica de fray Luis de Granada (1504-1588),[22] la recuperación de Nebrija e incluso la circulación de la Opera omnia de Francisco Sánchez de las Brozas (1523-1601), el Brocense, en edición de Ginebra, de 1766, así como los Fundamenta stili cultioris del alemán Johann Gottlieb Heineccius; dos obras estas últimas que por otra parte recomienda Mayans en su informe de 1766,[23] en el que traza una pauta general de los estudios de la universidad española.

Es Gregorio Mayans y Siscar uno de los autores más conscientes del problema de la educación en el siglo y también de la necesidad de la reforma de los estudios de retórica. Su obra debió tener especial repercusión en Nueva España pues se encuentran sus más importantes títulos en sus primeras ediciones: El orador christiano, ideado en tres diálogos (Valencia, en la imprenta de Antonio Bordázar a costa de Christoual Branchat, 1733), con anotación del Colegio San Fernando, con otro ejemplar de la segunda edición (Valencia, Josef I. Thomas de Orga, 1786), así como la Rhetórica (Valencia, Herederos de Jerónimo Conejos, 1757) en dos volúmenes y la segunda edición de esta misma obra, publicada también en Valencia por Josef I. Thomas de Orga en 1786.[24] La primera de las citadas, siguiendo la tradición de este tipo de libros, está escrita en diálogo y en ella defiende el castellano frente al latín, a la vez que reivindica la solidez argumentativa del discurso frente al estilo adornado y viciado; todo ello contemplando la reforma de la retórica con vistas a la oratoria sagrada y contra la predicación barroca, anticipándose a los planteamientos del padre Isla en Fray Gerundio. En cuanto a la segunda obra, la Rhetórica, se considera el tratado más importante y completo del siglo. Como buen ilustrado, no concebía la reforma de las letras dirigida por religiosos y se opuso al monopolio de la enseñanza del latín por parte de los jesuitas en las escuelas de gramática, por lo que ataca la pedagogía de la Compañía, a la que acusa del poco provecho de una materia que se había convertido en una mera lista de tropos y figuras, y en un estudio monótono y repetitivo, al olvidar a los grandes tratadistas de la antigüedad clásica.

En la segunda parte del siglo los títulos en castellano irán creciendo paulatinamente, aunque todavía son escasos en los años previos a la expulsión de los jesuitas. El que más circuló es el ya citado de Alonso Pabón Guerrero, Rhetórica castellana, en la cual se enseña el modo de hablar bien... (Madrid, Joachim Ibarra, 1764), obra dedicada a las aulas, y cuya parte de retórica propiamente dicha sólo ocupa la mitad del libro; la obra recibió acusaciones de plagio respecto al texto oficial de los jesuitas, De arte rhetorica, del padre Colonia, pero ello no afectó su difusión.[25] En 1781 salió a la luz otra obra más apreciable, la de Joseph de Muruzábal, Compendio de rhetórica latina y castellana, cuya segunda edición (Madrid, Plácido Barco López, 1789) pertenece al Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional. Es sabido que la primera edición se realizó para sistematizar sus enseñanzas de retórica de los Reales Estudios de San Isidro de Madrid, y siguiendo este lineamento presta gran atención a los ejemplos tomados de Cicerón y de los textos sagrados y, aunque critica los procedimientos de la enseñanza de la retórica, continúa con el esquema tradicional.

Como se puede observar, la casi totalidad de la producción retórica reseñada hasta ahora se justifica por su utilidad didáctica, preocupación central del espíritu del siglo. Los tratadistas pertenecen en su mayoría a órdenes religiosas, entre las cuales destaca la de los jesuitas, los grandes educadores hasta su expulsión; fueron incluso los maestros de los más significativos retóricos de la época, como Capmany, Luzán y Mayans. Pero la situación no era satisfactoria en lo que respecta a las obras impresas, y la escasez de manuales accesibles[26] hacía que en las décadas iniciales del siglo se mantuviera la enseñanza tradicional a través de apuntes dictados por los profesores, procedimiento que llevaba a imprecisiones y errores, por lo que algunos de los grandes hombres de la época, como Feijoo, insistieron en acabar con tan nocivo sistema y sustituirlos por libros de texto. Son propuestas que se materializan de forma oficial en 1778, fecha en la que, con motivo de los informes sobre los planes de estudios de las universidades de Alcalá y Salamanca presentados por Floridablanca y Campomanes, respectivamente, una circular de 28 de enero establecía que los titulares de las cátedras prepararan sus propios libros de texto. Sería una norma beneficiosa a la larga, pese a la gran resistencia por falta de medios técnicos y humanos, y como primera consecuencia provocó la utilización masiva de textos extranjeros hasta paliar el problema. A ello responde la adopción de las Lecciones de Hugo Blair para las clases de retórica y poética o la traducción de los Principios de Charles Batteux (1713-1780) en los años finales del siglo.[27] La retórica sería una de las materias que se beneficiarían de esta circunstancia, y por ello en las dos décadas finales del siglo salieron a la luz una gran cantidad de títulos en España; puede comprobarse que la mayor parte de los mismos pasaron a México. Uno de los libros que responde a este paradigma fue el tratado del escolapio Calixto Hornero de la Resurrección del Señor (1742-1797), Elementos de retórica con exemplos latinos de Cicerón y castellanos de Fr. Luis de Granada, para uso de las escuelas, cuya segunda edición (Madrid, en la imprenta de D. Pedro Marín, 1781) y la tercera (Madrid, Gerónimo Ortega e Hijos, 1791) constan en los fondos mexicanos. El manual, que salió a la luz por vez primera en 1777, fue muy famoso y muy utilizado en las décadas subsiguientes, y mucho más porque la orden de los escolapios tuvo gran importancia en la educación en el fin de este siglo y sus libros fueron crecientemente reeditados desde la llegada de la orden a España, en 1729. Junto a él tuvo fama el tratado de Mariano Madramany y Calatayud (1750-1822), que consta en Nueva España, Tratado de la elocución o del perfecto lenguaje y buen estilo respecto al castellano (Valencia, Hermanos de Orga, 1795), obra en la que se insiste en la retórica como instrumento de la corrección y los buenos modos del lenguaje, para lo que aduce ejemplos de los autores del Siglo de Oro, con lo que manifiesta resistencia al afrancesamiento del siglo.

Entre los muchos tratados de la elocuencia en el púlpito destaca la traducción del francés Valentin Conrart (1603-1675) por parte del español Miguel de Iguera y Alfaro en su Tratado de la acción del orador o de la pronunciación y del gesto (Madrid, Antonio de Sancha, 1784) aunque en realidad la obra original es de Michel Le Faucher y fue publicada a su muerte por su amigo Conrart.[28] Ello da muestras también de la penetración de las obras de autoría extranjera en los últimos años del siglo, que finalizarán con la incorporación de las traducciones del escocés Hugo Blair (1718-1800), cuya primera versión española se localiza en Madrid (Imprenta A. Cruzado y de García y Compañía, 1798-1801), en cuatro volúmenes y en traducción de José Luis Munárriz, autor crítico de la retórica escolástica y de manifiesta preferencia por la prosa francesa, hasta el punto de plantear su aprendizaje como instrumento útil para la composición.[29] Aunque no sabemos si esta primera edición de Blair circuló en México, sí se manejó a comienzos de siglo la segunda edición de 1804, Lecciones sobre la retórica y las bellas letras, traducidas del inglés por don Josef Luis Munárriz (Madrid, Imprenta Real), pues está incluida en la Biblioteca Sutro.[30] Otro autor que se incorpora en parecida fecha es Charles Batteux (1713-1780), con Principios filosóficos de la literatura o Curso razonado de bellas letras y de bellas artes, que fue traducido al castellano y aplicado a ejemplos de esta lengua, con lo que el autor de la versión, Agustín García de Arrieta (¿?-1835), modifica el original, que apareció en Madrid (Imprenta de Sancha, 1797-1805) en nueve volúmenes; esta obra también está reflejada en México, aunque no consten todos sus volúmenes. Pero este triunfo de la retórica de procedencia extranjera, aunque adaptada al castellano, no significa el total olvido del latín; de hecho sabemos de la continuidad de la publicación de tratados retóricos en latín por parte de los jesuitas, principalmente,[31] y desde luego de la pervivencia de ciertos clásicos indiscutibles, como lo evidencia que en 1799 los padres Ignacio Rodríguez y Pedro Sandier sacaran a la luz una traducción de las Instituciones oratorias de Quintiliano a partir de la traducción del célebre pedagogo francés Charles Rollin (1661-1741).[32] Ello también constata la continuidad y pervivencia del mundo clásico en el siglo entrante junto con la evolución irreversible del estudio de la retórica.

mostrar Libros de pedagogía y educación

A fines del xvii y comienzos del xviii la pedagogía como saber que se ocupa de la educación en tanto fenómeno típicamente social y humano apenas tiene la configuración que irá adquiriendo a principios del siguiente siglo, y mucho menos en España y sus colonias, donde no eran conocidas las nuevas teorías pedagógicas. Pero ya entrado el nuevo siglo, con el incentivo que supuso el ascenso de los Borbones al poder, las ideas renovadoras se dejarían notar por obra de algunos espíritus, con lo que la penetración de las ideas ilustradas contribuyó, dentro de ciertos márgenes, a socavar el tradicionalismo y a conmover las costumbres establecidas. El escritor que encarna esta inquietud renovadora de modo más representativo es fray Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764) que, con Teatro crítico universal y Discursos varios en todo género de materias para desengaño de errores comunes (1726-1739) atacó el principio de autoridad en la enseñanza, aunque salvara el principio divino. Feijoo estuvo muy presente con sus críticas y teorías en el México del siglo xviii; una muestra evidente de ello son los varios volúmenes que se conservan en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional, en muchos casos con constancia de su procedencia de conventos e instituciones de la capital,[33] a lo que se añaden algunas otras obras de comentadores y polemistas que apoyaban o refutaban sus opiniones.[34]  Ello prueba el interés de tales discusiones en esas tierras, y como consecuencia se constata su gran repercusión en ilustrados mexicanos como José Antonio Alzate (1729-1790) y José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827). La influencia de Feijoo se fortaleció en el dominio español hacia 1750 cuando Fernando vi detuvo las críticas al benedictino y se palió la polémica de sus escritos, con lo que se dejó el camino abierto para una mayor experimentación e influencia de la razón en los métodos educativos.

Aun cuando la cultura en la primera parte del siglo está en franca decadencia, tanto en España como en sus dominios, las noticias acerca de Nueva España adolecían de prejuicios y desconocimiento, como los que evidenció la polémica de Manuel Martí (1663-1737), deán de la catedral de Alicante, a partir de la circulación en México de su Epistolarum libri duodecim (1735), hacia 1745, en el que se incluía una carta fechada en 1718 a un joven estudiante, Antonio Carrillo, a quien desanima a pasar a las Indias, por la enorme falta de cultura de que adolecían esas tierras.[35] En realidad la difusión de los libros relacionados con la educación en México no distaba mucho de lo que sucedía en España. En la primera parte del siglo eran conocidos importantes estudiosos franceses, muy especialmente los que estaban dentro de la ortodoxia, como François de Salignac de La Mothe, Fénelon (1651-1715) y Claude Fleury (1640-1723). Así, la obra de Fénelon acerca de la educación de la mujer era leída, probablemente, tanto en su edición francesa, De l’éducation des filles (1687), como en traducción española, y su influencia, al igual que la de Fleury, cubrió todo el siglo xviii. Del mismo autor era muy divulgada y valorada su novela educativa, Aventures de Télémaque, fils d’Ulysse: Ou suite du quatrième livre de l’Odyssée d’Homère (1699) de la que se conservan ejemplares en idioma original (La Haya, Moetjens, 1726; París, Jacques Estienne, 1743; Madrid, Royale, 1799) pero también traducciones al español, Aventuras de Telémaco hijo de Ulysses: Continuación del libro iv de la Odyssea de Homero, por el señor arzobispo de Cambray, cuya primera edición encontrada en México, sin lugar de imprenta, data de 1716, a la que se añaden otras varias, como la impresa en París (P. Wittey F. Didot, 1733), y la que se guarda en la Biblioteca Sutro (Madrid, Joaquín Ibarra, 1778). También en francés y en español era conocida otra obra suya que tenía que ver con la educación, Diálogos de los muertos antiguos y modernos, en la que añade “algunas fábulas selectas para la educación de príncipes, y caballeros”. De Fleury eran conocidos, aparte de multitud de catecismos, muy posiblemente su Tratado de la elección y método de los estudios, que fue traducido al español por Manuel de Villegas y Piñatelli, Madrid, Imprenta de El Hierro, 1717, aunque no tengamos constancia de su difusión en Nueva España. Otro pedagogo conocido y que entraba dentro de estas pautas fue François de La Mothe Le Vagner, cuya obra aparecía bajo el nombre de M. de Chevigny: La science des personnes de la cour, de l’épée et de la robe (5a. ed. Amsterdam, Chez L’Honore et Chatelain, 1717) y presenta exlibris de la Biblioteca Turriana.[36] La obra se tradujo al español con el titulo de Ciencia para las personas de corte, espada y toga: Enriquecida a más de las adiciones con los tratados de la física, y retórica dividida en seis tomos, a través del idioma italiano, como consta en el título, por el Dr. J. B. C. S, que se identifica con Juan Bautista Company y Soler (1699-¿?) y cuya primera edición apareció en Valencia, Imprenta de Antonio Balle, 1729-[1736], en seis volúmenes.[37] Al lado de ellos se conoció bien la obra de Charles Rollin (1661-1741), de ideas jansenistas, sobre todo su tratado De la manière d’enseigner et d’étudier les belles lettres par rapport a l’esprit et au cœur, de la que consta la edición de 1741-1748 en cuatro volúmenes (París, Chez la Veuve Estienne & Fils), así como otras varias. El mismo tratado, traducido al español, da cuenta, en su amplia presencia, del interés de los lectores mexicanos: Modo de enseñar y estudiar las bellas letras para ilustrar el entendimiento y rectificar el corazón, traducido por María Cathalina de Caso (Madrid, Mercurio, 1755, 4 vols.) que se reprodujo en 1775. A ello se añade la presencia de otras ediciones, aunque no se conserven todos los volúmenes.

Cortesía de la Biblioteca Histórica de la Universidad de Salamanca.

Como ya se ha señalado, a mediados de siglo entra en crisis la pedagogía de los jesuitas, la orden educadora por antonomasia en las primeras décadas del siglo, hasta su expulsión de Portugal en 1759 y de los dominios españoles en 1767. Una expresión clara de este estado de opinión contra el tradicionalismo de la orden es el libro del portugués Luís António de Verney (1713-1792), apodado el “Barbadiño”, Verdadero método de estudiar para ser útil a la República y a la Iglesia, proporcionado al estilo y necesidad de Portugal, traducido al castellano por D. José Maymó y Ribes (Madrid, Ibarra, 1760, 4 vols.), que había aparecido por primera vez en portugués en 1746.[38] Su autor, antiescolástico y antijesuita, entró en contacto en Italia con los más destacados hombres de la ilustración italiana, por ejemplo Ludovico Antonio Muratori (1672-1750), y como resultado escribe un tratado en el que fustiga a las universidades de la península. Por esta razón los ilustrados españoles lo esgrimieron como importante instrumento de su política y se desencadenó una significativa polémica en la que se fueron enlazando respuestas varias, como la de su traductor, José Maymó y Ribes (1712-1775) que, tras años de prohibición, pudo publicar en 1758 un libro titulado Defensa de Barbadiño en obsequio de la verdad (Madrid, Joachim Ibarra, 1758), y en esa misma fecha vertió al español, continuando la controversia, el libro del también portugués Joseph de Seabra da Sylva, Deducción cronológica y analítica en que por la sucesiva serie de cada uno de los reinados de la monarquía portuguesa... se manifiestan los horrorosos estragos que hizo en Portugal y en todos sus dominios la Compañía llamada de Jesús (Madrid, Joachim Ibarra, 1768) en tres volúmenes.[39] Las respuestas de la Compañía no se hicieron esperar, y varios jesuitas escribieron libros que terciaban en la polémica, como José de Araujo (1681-1759), que publica en portugués Reflexoens apologeticas a obra intitulada Verdadeiro metodo de estudar: dirigida a persuadir hum novo metodo para em Portugal se ensinarem e aprenderem as sciencias (Valensa, Officina de Antonio Balle, 1748), obra que consta en México como procedente del Colegio de Santa Ana, y con exlibris del Colegio de Santo Ángel. Pero fueron el padre Isla con su Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes ya señalado,[40] y Antonio Codorniu (1699-1770), profesor del Colegio de Barcelona, los que tuvieron una mayor repercusión en los dominios españoles, saliendo en defensa de los ataques que en el libro se hacían contra ellos. Codorniu con Desagravio de los autores y facultades que ofende el Barbadiño en su obra Verdadero método de estudiar, Barcelona, 1764 (imprenta de Maria Àngels Martí viuda). Las obras de este autor, incluido su tratado de retórica ya citado, se pueden localizar en México. Pero el trabajo de Verney tuvo mayor trascendencia tras la expulsión de los jesuitas, pues revisaba todos los estudios y señalaba los vicios más destacados, con lo que “supuso indudablemente en España un paso firme adelante en la preparación del ambiente que impondría la necesidad de las reformas”, y muy significativamente en Portugal, como consecuencia del ascendiente que su autor tenía sobre el marqués de Pombal, a quien conoció en Italia, y que llevaría a cabo las reformas universitarias en este país a su llegada al poder.[41]

Cortesía de la Biblioteca Histórica de la Universidad de Salamanca.

La primera medida para reformar los estudios fue la expulsión de los jesuitas, a los que se acusaba del estancamiento y la decadencia de las letras humanas; tras ello, hacia 1770, se impulsa en España un movimiento pedagógico importante, fundamentado en el conocimiento de los autores franceses, a la vez que se recuperan nombres y tratados de los siglos precedentes, lo que da muestra de una mayor inquietud por el método del aprendizaje y la enseñanza. A este espíritu responde la recuperación de Luis Vives (1492-1540) y su tratado La instrucción de la mujer cristiana, del que tenemos testimonio en México, al parecer procedente del Colegio de San Fernando, en edición de Madrid, de 1792,[42] y también la circulación de la Opera omnia del mismo autor, en ocho volúmenes, publicada en Valencia por Benito Monfort de 1782 a 1790. Varias marcas de fuego indican su circulación por diversos conventos de la capital. No menos significativa es la presencia de la obra de Juan Huarte de San Juan (1529-1588), Examen de ingenios para las ciencias, en ejemplar del siglo xvii, pero que da muestras de evidente manejo en el siglo xviii, al haber sido revisado por el Santo Oficio en 1716 y ostentar un exlibris fechado en 1721. Huarte se proponía mejorar la sociedad a través de una educación adecuada, aprovechando las aptitudes físicas e intelectuales. Junto a ellos se recuperó también una curiosa obra de Francisco Gutiérrez de los Ríos, El hombre práctico o Discursos varios sobre su conocimiento y enseñanza, cuya tercera edición (Madrid, Miguel Escribano), de 1779, consta como procedente de un colegio de la capital. La obra de Gutiérrez de los Ríos, conde de Fernán Núñez, que ha sido considerada como un manual de educación perteneciente a los novatores o autores partidarios de la renovación científica que se enlazan con los ilustrados, data en su primera edición de 1686, Bruselas, Felipe Foppen. Todo se fortalece con el conocimiento de las ideas de Rousseau y de la Enciclopedia (1751-1772), que empiezan a difundirse bajo el reinado de Carlos iii (1759-1788), y de manera más general a fines de siglo.

El autor que revolucionaría la pedagogía en el siglo xviii sería Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Su obra era conocida en México hacia 1763[43] de manera fragmentaria, aunque es muy posible que sus célebres tratados circularan en francés en fechas tempranas y fueran leídos por algunos de los estudiosos del siglo. De ello daría cuenta que pudieran encontrarse algunos de sus títulos en fondos mexicanos, como es el caso de volúmenes de sus obras completas de 1764-1779 (Neuchâtel, Imprimerie de Samuel Fauche), e incluso alguna obra que entra en polémica con el autor.[44] De todos modos, dada la oposición que suscitaron sus ideas en los medios eclesiásticos, y el hecho de que su difusión fue controvertida en los dominios españoles, sólo se pueden encontrar La nouvelle Héloïse, ou, Lettres de deux amans: Habitants d’une petite ville au pied des Alpes (Ginebra, 1780, 4 vols.) y Pièces diverses, Londres [s. p. i.], 1782, 2 vols., porque sus obras innovadoras, el Contrato social (1762) y el Emilio (1762), tardaron muchas décadas en ser vertidas al español.[45] Sin embargo, la impresión que produce es que estos libros están ocultos pero presentes en el siglo xviii, por lo que no se puede negar su lectura e influencia. Un caso similar puede ser el de John Locke (1632-1704), cuyo tratado aparece en un ejemplar en traducción francesa, De l’éducation des enfants, traducido del inglés por M. Coste (París, Chez David le Jeune, 1747, 2 vols.), una de las varias traducciones francesas del original inglés que data de 1693. En todo caso este autor pudo ser difundido también a través de la lectura de Ignacio de Luzán (1702-1754) que, habiendo leído a John Locke, da a conocer las teorías pedagógicas francesas y ofrece algunos consejos para la enseñanza en España.

La literatura pedagógica europea llega a España a fines del siglo xviii, pero, como señala Larroyo, en México

no se produjo, ni con mucho, un movimiento literario pedagógico comparable al que tuvo lugar en España durante el siglo xviii. Acaso en las postrimerías de este siglo se comienzan a conocer en la Nueva España, bien que de un modo cada vez menos fragmentario, las doctrinas filosóficas y pedagógicas de España.[46]

Índice de ello es que algunas instituciones ya no se pongan bajo el mando del clero sino del estado y de la iniciativa privada, como el Colegio de las Vizcaínas, dedicado a la educación de mujeres, fundado en 1767; la Academia de las Nobles Artes de San Carlos de la Nueva España, creada en 1778 para proteger el arte; la Escuela de Minería, fundada por decreto real en 1783, y el Jardín Botánico, originado por real orden en 1787, instituidos para fomentar la ciencia.

Entrada la segunda mitad del siglo la preocupación por la reforma de la enseñanza se materializa en obras e informes de prestigiosos ilustrados, como Mayans y Siscar, que al año siguiente de haber sido expulsados los jesuitas, en 1768, publicó su Gramática latina con la pretensión de sustituir el tradicional Arte de Nebrija. Mayans rechazaba los sistemas pedagógicos vigentes y la costumbre de enseñar la gramática en latín, proponiendo la sustitución por el español con el fin de que los jóvenes emplearan su tiempo en actividades de mayor utilidad. Por eso en 1768 publicó su Idea de la gramática de la lengua latina (Valencia, Orga, 1768), pero no fue sino en 1774 cuando el consejo dejó libertad a las universidades para explicar la gramática de Mayans, aunque la disposición no debió ser muy bien acogida en determinados medios, como lo demuestra Lázaro Carreter.[47] Por esta razón, si el latín siguió siendo, a lo largo del siglo xviii, la lengua escolástica, la lengua de las universidades, el español fue cobrando progresiva fuerza como lengua de la enseñanza. Y de la mano de ello fue la necesidad de reforma de los planes de estudio. En 1766 Mayans había recibido el encargo de renovar los estudios en España, y el resultado fue Idea del nuevo método que se puede practicar en la enseñanza de las universidades en España;[48] un año después Antonio Tavira, por encargo de Campomanes, elaboró su Plan para la reforma de la Universidad de Salamanca (julio de 1767).[49] Tanto en uno como en otro se respondía al enorme deterioro de la enseñanza pues, como ha recordado Gregorio Weinberg, incluso “en las universidades otrora prestigiosas no se diferenciaba entre astronomía y astrología, o entre química y alquimia, mientras que la física se enseñaba como parte de la filosofía escolástica”.[50]

En esta revisión de la cultura y de la educación hay que recordar estudios e informes que ejercieron enorme influencia en España y en América. Tales son los títulos del conde de Campomanes (1723-1802), Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811) y Francisco de Cabarrús (1752-1810), en apoyo de un sistema nacional de educación. Las reformas sugeridas se centraban en torno a una política educativa y cultural que, de llevarse a cabo, modificaría hábitos y valores, lo que permitiría asimilar las innovaciones de los nuevos tiempos,[51] pues los ilustrados no confiaban en la Iglesia para llevar a cabo su programa, y el único promotor había de ser el estado, tanto en España como en América. Sin embargo estos esfuerzos no significaron avances efectivos, ya que incluso en los países de Europa los progresos en materia educativa y estudios primarios datan del siglo xix. En todo caso, fruto de esa inquietud de los novohispanos, se puede rastrear una muestra importante de los autores reformistas españoles: los varios volúmenes de Campomanes presentes en sus bibliotecas, como Discurso sobre el fomento de la industria popular (Madrid, Imprenta de D. Antonio de Sancha, 1754); Discurso sobre la educación popular de los artesanos, y su fomento (Madrid, Imprenta de D. Antonio de Sancha, 1775); Apéndice a la educación popular (Madrid, Imprenta de D. Antonio de Sancha, 1775-1777). Las varias ediciones de la obra de Cabarrús, Cartas del conde de Cabarrús al señor D. Gaspar de Jovellanos, sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública, que, publicado por primera vez en 1783, se conserva en ediciones de las primeras décadas del siglo xix (Burdeos, Lavalle Joven y Sobrino, 1820; Valencia, Ildefonso Mompié, 1822), y también, de Jovellanos, Informe de la sociedad económica de esta corte al real y supremo consejo de Castilla en el expediente de ley agraria, extendido por su individuo de número el Sr. D. Gaspar Melchor de Jovellanos a nombre de la junta encargada de su formación y con arreglo a sus opiniones (Madrid, Imprenta de Sancha, 1795). A ello se añade el Proyecto sobre la educación pública traducido del original francés De l’éducation publique (Amsterdam, 1763) por Jaime de Abreu (Madrid, Joachin Ibarra, 1767), en un ejemplar que parece proceder del Colegio de San Fernando y en el que se realiza un alegato a favor de este tipo de educación.

A partir de la década de 1770 son mucho más numerosos, y más variados, los textos relacionados con la educación, tanto pedagógicos como de lectura. Al lado de la persistencia de autores ya clásicos como Fénelon, algunas escritoras francesas tienen un éxito significativo, al menos en círculos restringidos, a juzgar por el número de ejemplares encontrado, como son la marquesa de Lambert, madame Leprince de Beaumont y la condesa de Genlis. La primera es Anne Thérèse de Marguenat de Courcelles, marquesa de Lambert (1647-1733), cuya obra puede verse accesible desde mediados de siglo a través de sus Oeuvres (París, Chez Geneau, Chez Bauche, 1751 y 1761) en dos volúmenes que recogían importantes reflexiones sobre la vida y la educación de las mujeres. Con todo, su obra más conocida es Avis d’une mère a son fils et a sa fille, et autres ouvrages (La Haya, Chez Jean Neaulme, 1748), donde dedicaba una gran parte de las páginas a reflexionar sobre las características y la educación de las jóvenes. Mayor cantidad de títulos se conservan de Jeanne Marie Leprince de Beaumont (1711-1780), que se dedicó a la educación de niñas y fue además autora de celebrados cuentos infantiles, entre ellos el muy divulgado de La bella y la bestia. De ella se conservan numerosas obras que tocan la educación en general y más específicamente la de la mujer: Conversaciones familiares de doctrina christiana entre gentes del campo, artesanos, criados, y pobres, traducido al castellano por el doctor don Miguel Ramón y Linacero (Madrid, Oficina de D. Manuel Martín, 1773), que parece proceder del convento de San Cosme; La devoción ilustrada, o, Conversaciones familiares entre una sabia directora, y algunas personas de distinción sobre el verdadero camino de la virtud, traducida al castellano por el Dr. D. Juan Manuel Girón (Madrid, Viuda de D. Manuel Martín, 1782), cuyo ejemplar estaba asignado al Colegio de San Fernando; Biblioteca completa de educación o instrucciones para las señoras jóvenes en la edad de entrar ya en la sociedad y poderse casar: Instruye una sabia directora a sus nobles discípulas en todas las obligaciones pertenecientes al estado del matrimonio y a la educación de sus hijos, traducido al castellano por Joseph de la Fresa (Madrid, Manuel Martín, 1779-1780). Pero también se encuentran de su autoría obras literarias o compilaciones de cuentos tradicionales que servían para la educación, como La nueva Clarisa: Historia verdadera. Cartas y conversaciones de Clarisa Derby, y Madama Hariota, traducido al castellano por Josef de Bernabé y Calvo (Madrid, Imprenta de Cruzado, 1797), que se localiza tanto en la Biblioteca Nacional como en la Biblioteca Sutro; además están presentes sus Obras, traducidas al castellano por Plácido Barco López (Madrid, en su imprenta y librería, 1787), entre las que se cuenta el Almacén de señoritas adolescentes o Diálogos de una sabia directora con sus nobles discípulas, libro incluido también en la Biblioteca Sutro y que fue continuación de su famoso y difundido Almacén de los niños, compilación de cuentos infantiles, obra que aparece en la Biblioteca Nacional en un ejemplar en cuatro volúmenes y fechado en 1790.

Igualmente conocidos en la época fueron los títulos de la condesa de Genlis, Stephanie Felicite Ducrest de Saint Aubin (1746-1830), con sus tratados La religion considérée comme l’unique base du bonheur et de la véritable philosophie: Ouvrage fait pour servir a l’éducations des enfants de S. A. S. Monseigneur le Duc d’Orléans... (Orleáns y París, De l’Imprimerie de Couret de Villeneuve, 1787); Adèle et Théodore, ou, lettres sur l’éducation (París, Chez M. Lambert & F. J. Baudouin, 1782 y Maestricht, Chez J. E. Dufour & Phil. Roux, 1784) en tres volúmenes;[52] a ello se añaden también traducciones españolas de Bernardo María de Calzada, Adela y Teodoro, o, Cartas sobre la educación escritas en francés por Madame de Genlis (Madrid, D. Joachim Ibarra, 1785) y Los anales de la virtud para uso y utilidad de los jóvenes de ambos sexos (Madrid, Imprenta Real, 1792), en dos volúmenes. Pero al igual que Madame Leprince, recogió historias de lectura para niños, entre las cuales la más conocida es Las veladas de la quinta, o, Novelas e historias sumamente útiles para que las madres de familia a quienes las dedica la autora puedan instruir a sus hijos juntando la doctrina con el recreo, traducida al castellano por Fernando de Gilleman (Madrid, Manuel González, 1788 e Imprenta de la Viuda de Marín, 1791) en tres volúmenes. Esta última edición luce una anotación de su poseedor: “De Santulalla, en México”, lo que vuelve a corroborar el aprecio de su dueño.

También podemos encontrar en México algunos de los tratados de educación más famosos de todo el siglo xviii y de parte del siguiente, puesto que aportaban novedades en el tratamiento de la infancia en la línea de Rousseau, como el de Jacques Ballexserd (1726-1774), Crianza física de los niños desde su nacimiento hasta la pubertad, y método el más seguro de robustecer la especie humana contra los insultos de las enfermedades, disertación que ganó el premio de la Sociedad Holandesa de las Ciencias año 1762, traducida al castellano por Patricio de España (Madrid, Antonio Espinosa, 1787). El ejemplar conservado tiene marcas de su procedencia, el Colegio de San Pedro y San Pablo, y algunas notas de lectura. Si este tratado incidía en la parte física, de modo más exclusivo lo hacía el de Joseph Raulin, (1708-1784), Tratado de las enfermedades de las mujeres paridas: Con el método de curarlas, traducido al castellano por el licenciado Felipe López Somoes (Madrid, Pantaleón Aznar, 1783), con la marca “Bermúdez” de su antiguo poseedor. A ello hay que añadir uno de los más importantes tratados que adaptaba a la religión cristiana las teorías rousseaunianas, L’école des mœurs, ou, Réflexions morales et historiques sur les maximes de la sagesse, de Jean Baptiste Blanchard (1731-1797) (Lyon, Chez Jean Marie Bruyset Père & Fils, 1784), y la temprana traducción española: Escuela de costumbres, o, Reflexiones morales e históricas sobre las máximas de la sabiduría: obra útil a los jóvenes y a toda clase de personas para conducirse en el mundo,[53] lo que vuelve a dar muestras del interés que se tenía por este tipo de tratados.

Distinto pero sorprendente y apreciable es otro tratado que también consta en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional, el de la española Josefa Amar y Borbón (1749-¿1833?), Discurso sobre la educación física y moral de las mugeres (Madrid, Benito Cano, 1790).[54] De familia de médicos de élite ilustrada y mujer de amplia formación e ideas neojansenistas, traductora de griego y latín, enviudó en 1798. Su estudio es un riguroso y elaborado texto que tiene en cuenta lecturas precedentes,[55] sobre todo en lo que afecta a la educación y presencia de la mujer[56] en la historia. Sin embargo no es un tratado que busque la ruptura, sino la revisión de lo establecido, al apostar por una educación doméstica, aunque la autora, de mentalidad ilustrada, desconfiara de la que realizaban las religiosas. Amar creía en la absoluta capacidad regeneradora de la educación, aunque hoy pueda parecer conformista y hasta conservadora, pues evidencia una especial fe en la disposición de las mujeres para cualquier actividad intelectual.

mostrar Literatura para los jóvenes y la mujer

La formación lectora de los jóvenes, con el progreso de las ideas ilustradas, llegó a ser cada vez más un aspecto central del siglo. Varias obras muestran este esfuerzo por la didáctica de las primeras letras, como la recuperación de la obra de Pedro Díaz Morante (muerto en 1636), Arte nueva de escribir. Ilustrado con muestras nuevas, y varios discursos conducentes al verdadero magisterio de primeras letras, actualizado por Francisco Xavier de Santiago Palomares (1728-1796) (Madrid, Antonio de Sancha, 1776), autor que luego elaboró El maestro de leer conversaciones ortológicas y nuevas cartillas para la verdadera uniforme enseñanza de las primeras letras (Madrid, Don Antonio Sancha, 1786).[57] Aunque es evidente que según las clases sociales cambiaban las expectativas de lectura, obras como las que cita François López, “el Catón cristiano, Espejo de cristal fino, Devocionarios del santo Rosario, Vía crucis, cartillas de Valladolid, los catecismos de Astete y Ripalda, y los que están en uso para las primeras letras, así como para la confesión y comunión”[58] se leían en la escuela de niños, aunque en ocasiones debieran copiarse a mano por la escasez de cartillas impresas. A su vez Elisa Luque nos muestra una guía de los títulos que se manejaban en una escuela mexicana a fines de siglo:

catecismos, Ripalda, Astete y Fleury, catecismo de las Escuelas Pías de Madrid, Compendio de la religión, El Amigo de los niños, El ayo de la juventud, Ventajas de la sociedad fundadas en la religión cristiana, Ordinario de la santa misa por el P. Pouget, Moral de un filósofo cristiano, distribuida en máximas deducidas de la Sagrada Escritura, gramática castellana, ortografía castellana, fábulas de Iriarte y Samaniego, y compendios acomodados a la niñez de gramática, ortografía y caligrafía castellana, Aritmética de los mejores autores y cartillas en el método del silabario.[59] 

En efecto, nos queda constancia de algunas de estas obras, como es el caso del Catecismo histórico de Fleury, presente todo el siglo, y que puede ejemplificarse en la edición de 1728, en traducción de fray Juan Interián de Ayala, con marcas de dilatado uso; Los libros de la doctrina christiana: Según la edición de San Mauro, traducido por fray Eugenio de Zevallos (Madrid, Oficina de D. Benito Cano, 1792), este último con marcas del Colegio Apostólico de San Fernando. A ellos hay que añadir las numerosas ediciones del catecismo de Jerónimo de Ripalda (1536-1618), algunas de las cuales se adaptaron a la evangelización indígena, y también textos escolares, como el Amigo de los niños, del abate Sabatier, traducido al español por Manuel Escoiquiz, aunque tan sólo hemos podido encontrar ediciones a partir del siglo xix (México, Tipografía de V. Segura, 1837) y su continuación en nueva edición aumentada con varias fábulas escogidas de Samaniego (México, Cristóbal de la Torre, 1839). Dentro de esta educación primaria muy escasos eran los libros que debían manejar los indígenas. Tanck de Estrada señala que hacia 1765 en los reglamentos de algunos pueblos se hacía hincapié en la necesidad de establecer escuelas “para que los indios aprendan la doctrina cristiana”, así como más tarde, hacia 1786, ya se hablaba de promover “el uso del castellano entre los indios, establecer escuelas y pagar a los maestros con fondos comunales”.[60] La enseñanza, basada en el adoctrinamiento, no contemplaba la lectura y escritura posterior.

La base de la educación de los jóvenes estaba centrada en la ejemplaridad, con lo que las hagiografías eran las lecturas preferidas, pues tal como afirmó González Obregón, este tipo de libros se leía con agrado y por pasatiempo en las reuniones familiares, como antes las novelas de caballería.[61] Pero la situación va cambiando de forma progresiva en el último tercio del xviii, cuando se introducen en Nueva España obras científicas y literarias portadoras de nuevas corrientes de pensamiento que inciden en la educación, entre ellas bastantes obras francesas, como se puede apreciar en periódicos como la Gazeta de México y la Gazeta de Literatura, y en los fondos que todavía conservamos. El tono moralizante y educativo cubre las obras de ficción de este siglo. Así, eran muy celebradas las obras del portugués Teodoro de Almeida (1722-1804), adaptador cristiano de la obra de Rousseau, con El hombre feliz independiente del mundo, y de la fortuna, o, Arte de vivir contento en qualesquier trabajos de la vida, obra que se conserva en varios ejemplares, en traducción de Joseph Francisco Monserrate y Urbina (Madrid, Joachin Ibarra, 1783), así como ediciones posteriores de Madrid, Blas Roman, 1785, procedente del convento de San Diego, y en traducción de Benito Estaun de Riol (Madrid, Imprenta Real, 1787), ejemplar este que muestra su procedencia del Convento de Santa Ana Coyoacán, con exlibris manuscrito. Del mismo autor Recreación filosófica, o, Diálogo sobre la filosofía racional: Para instrucción de personas curiosas que no frequentaron las aulas (Madrid, Imprenta de la viuda de Ibarra, Hijos y Compañía, 1787), obra que también se encuentra en la Biblioteca Sutro, y con posterioridad el mismo título (Madrid, Imprenta Real, 1792), con marca del Colegio de San Pedro y San Pablo.

Circulaban como libros de lectura autores de lengua inglesa, francesa y alemana que pueden encontrarse en la Biblioteca Nacional y en la Biblioteca Sutro. Entre los primeros figuran dos de los grandes novelistas ingleses de la época, Samuel Richardson (1689-1761) y Henry Fielding (1707-1754). El primero con sus novelas epistolares en versión francesa y en versión original, así como en traducción: Clara Harlowe, traducida a través del francés por Joseph Marcos Gutiérrez (Madrid, Benito Cano, 1794-1796); Historia del caballero Carlos Grandison, puesta en castellano por E. T. D. T. (Madrid, Josef López, 1798); Pamela Andrews o La virtud premiada (Madrid, Imprenta Real por D. Pedro Pereyra, 2a. ed., 1799). Del segundo, Fielding, se leyó Tom Jones o El expósito, traducido del francés por Ignacio de Ordejón (Madrid, Benito Cano, 1796). E incluso se conoció la última de sus novelas, Historia de Amelia Booth, vertida al castellano por D. R. A. D. Q. (Madrid, Imprenta de la Viuda de Ibarra, 1795-1796). A su lado figura la obra del alemán Joachim Heinrich Campe (1746-1818), El nuevo Robinson, historia moral reducida a diálogos, para instrucción y entretenimiento de niños y jóvenes de ambos sexos, que fue vertida pronto al inglés, el italiano y el francés, lengua desde la cual se tradujo al castellano, “convenientemente adaptado”, por D. Tomás de Iriarte (Madrid, Pedro Pereyra, 1798). La obra tuvo bastante éxito e incluso se editó en México en el siglo siguiente.

Acentuando este elemento didáctico y moralizante se incorporan obras de la literatura francesa, como la de Pierre Le Moyne (1602-1671), de la Compañía de Jesús, Galería de mujeres fuertes (Madrid, Benito Cano, 1794) y del también religioso francés Pierre Collot (¿1672?-1741), Conversaciones sobre diferentes asuntos de moral: Muy a propósito para imbuir y educar en la piedad a las señoritas jóvenes. Obra nuevamente útil a todas aquellas personas que tuvieren a su cargo la educación de niñas, en traducción de Francisco Fernando de Flores (Madrid, Imprenta Real, 1787), de la que se conserva un ejemplar con abundantes marcas del arzobispado de México, del Colegio Apostólico de San Fernando y la catedral de México. Todas son obras de moral recomendadas para los educadores de la juventud femenina. Caso similar es el de otra bien conocida de origen francés, La escuela de la felicidad,[62] en traducción de Diego Rulavit y Laur, anagrama de Jacobo Villaurrutia (Madrid, Real, 1786).

Entre los títulos de procedencia española aparecen diversas obras de autores del momento, como Tomás de Iriarte (1750-1791), Colección de obras en verso y prosa, Madrid, Benito Cano, 1787) en 6 volúmenes; la novela Fray Gerundio de Campazas, del padre Isla; las obras de Lorenzo Hervás y Panduro (1735-1809), las de Antonio Valladares de Sotomayor (1740-1820) en especial su Semanario Erudito (1788); las poesías de Francisco Gregorio de Salas (1729-1808), de Eugenio Gerardo Lobo (1679-1750) y de José Iglesias de la Casa (1748-1791); el teatro de Vicente García de la Huerta (1734-1787), así como el Viaje de España, en edición de 1776, de Antonio Ponz (1725-1792). A éstos se añade una novela moral y educativa, en la línea de Teodoro de Almeida, como La mujer feliz, dependiente del mundo y de la fortuna, en su segunda edición, dedicada a la princesa de Asturias, doña Luisa de Borbón (Madrid, Imprenta Real, 1786) y en la tercera edición corregida y aumentada (Madrid, Imprenta Real, 1789). Su autor figuraba como el Filósofo Incógnito, que se identifica con el padre Andrés Merino (1730-1787), de las Escuelas Pías, y cuya obra tuvo un éxito inmenso, al punto de dar a luz dos ediciones en el mismo año de su publicación, 1786. Y lo que parece más significativo, figuran varios títulos de Pedro de Montengón (1745-1825), entre los que destaca el Eusebio, que refleja planteamientos pedagógicos rousseaunianos y que se encuentra en su primera edición (Madrid, Antonio de Sancha) de 1786-1788.

Sólo una minoría de mujeres recibía una educación formal en lectura y escritura; el latín y la música se destinaba para aquellas que profesaban como monjas; por ello la mujer criolla se preparaba para la vida religiosa o del hogar, con habituales prácticas de piedad y escasos libros y lecturas. Como resume Josefina Muriel,

el padre dirigía la cultura en el hogar ya que era quien seleccionaba los libros que constituían la pequeña o gran biblioteca. Libros que generalmente eran obras formativas, de meditación o de moral cristiana; Sagradas Escrituras, padres de la Iglesia, las vidas ejemplares como las contenidas en el Flos Sanctorum, o bien poesía, teatro y libros históricos. La lectura se hacía en voz alta en la tertulia que después de la cena reunía a la familia.[63]

Es sabido que la lectura en familia era costumbre frecuente en esta época, aunque no pasara de catecismos y libros religiosos, si bien en algunas instituciones más progresistas se reglamentara con algún detalle, como en el Colegio de San Ignacio o de las Vizcaínas, fundado en 1766, donde, aparte de la doctrina, la lengua castellana, la lectura por el “Catón”, el catecismo de Ripalda, acababan estudiando el Belarmino y el Fleury, ejercitándose en la lectura de libros y también en la letra escrita a mano.[64] Con el nombre de Belarmino se conocía la obra de Roberto Francesco Bellarmino (1542-1621), Declaración copiosa de la doctrina christiana: Para instruir los idiotas y niños en las cosas de nuestra santa fe cathólica, que era uno de los compendios más utilizados, y del que se localizan en México al menos ocho ediciones a lo largo del siglo, la más antigua de ellas la de 1721, con abundantes marcas que evidencian el uso continuado a través de los años. Sin embargo, añade Josefina Muriel que las colegialas de las Vizcaínas podían hacer uso de la biblioteca de la institución, “la cual fue enriqueciéndose a lo largo de los siglos mediante donaciones. La mayoría de sus obras eran de carácter religioso, moral y de formación humana, pues se pretendía enseñarles los deberes de la mujer cristiana en el matrimonio, y otras que mostrasen lo que era la vida conventual.”[65] Sin duda el nivel de cultura y de lectura era más alto en la enseñanza de los conventos de monjas, como es el caso de las religiosas de la Compañía de María, que publicaron en 1784 la crónica del convento de Nuestra Señora del Pilar, Relación histórica de la fundación de este convento de Nuestra Señora del Pilar, lo que da la pauta de los nuevos aires ilustrados.[66] Asimismo se propicia el surgimiento de un ejemplo de mujer letrada en el siglo xviii, como María Anna Águeda de San Ignacio (1695-1756), gran lectora desde niña y autora de varias obras, entre ellas Modos de exercitar los oficios de obediencia, que circulaba por todos los conventos de monjas de Nueva España.

En conclusión, desde el punto de vista de los lectores mexicanos, la mayor parte de los libros aquí reseñados eran recibidos y leídos por sectores bien delimitados. En los casos de los tratados de retórica y de pedagogía era su destinataria una clase privilegiada y de sexo masculino, pues tales libros requerían incluso, antes de imponerse el uso del español, la especialización lingüística del conocimiento del latín. A los tratados de retórica tenían acceso pronto los jóvenes estudiantes, y continuaban con su lectura los profesionales de la predicación y la jurisprudencia, así como todo aquel que, perteneciendo al mundo secular, quería tener ascendiente en la vida pública, en la que la política y la religión estaban confusamente imbricadas. Grandes lectores de libros de retórica, de conducta y de espiritualidad, entre los que abundaban los sermonarios,[67] eran los religiosos, a cuya educación se confiaba a los jóvenes. Ellos mismos eran los artífices de la oratoria sagrada, de gran presencia en la vida cotidiana, lo que propiciaba la necesidad de estar al día en este tipo de tratados, tanto entre los religiosos como entre los seglares de clases elevadas que manejaban los procedimientos retóricos como un instrumento de dominio. Era esta clase privilegiada la que tenía acceso a todos estos títulos que casi nunca podían llegar a las mujeres. Sin conocimientos del latín, salvo en el reducido caso de las monjas, las mujeres contaban con un espectro de lectura muy limitado, sólo superado con claridad por los indígenas, a los que ninguna expectativa cultural puede suponérseles, salvo el adoctrinamiento del catecismo. En el caso de las niñas, destinadas al hogar y a formar una familia, después de las primeras letras en la escuela de amiga que solía durar hasta los 12 años, podían verse estimuladas, dentro de la clase criolla más privilegiada, por las lecturas orales, sobre todo hagiográficas, realizadas en familia, que darían paso, ya finalizando el siglo, a la poesía y la prosa de carácter didáctico y moral, muy acordes con las directrices literarias vigentes. Ello propiciaría, progresivamente, la lectura por parte de estas jóvenes de algunas obras de ficción moralizante que pudieran constituir un ejemplo de su actuación como esposas y madres dentro de la sociedad, lo que suponía un avance considerable en los últimos años del siglo, en los que comenzaron a conocerse algunos títulos de autoras francesas, aunque la mujer continuaría social y culturalmente sometida a la autoridad masculina, sin posibilidad de profesionalizarse y de avanzar por el camino del conocimiento.

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