Ignacio Manuel Altamirano, hijo de un matrimonio indígena, nació el 13 de noviembre de 1834 en el pueblo de Tixtla, Guerrero. Heredó el nombre de una familia española que cedió su apellido al bautizar a uno de los ascendientes de Altamirano. Este niño llevó hasta los catorce años una vida rústica sin preocupaciones de otra especie.
Francisco Altamirano, padre del ilustre maestro, fue nombrado alcalde de su pueblo. Con tal motivo Ignacio Manuel fue enviado por primera vez al colegio del municipio. Pronto se distinguió por sus talentos y obtuvo la distinción de ser aprobado en el examen a que convocó el Instituto Literario de Toluca para los discípulos distinguidos de los municipios. Así fue como se trasladó a Toluca en el año de 1849, donde recibió clases de latín, francés y filosofía y además un empleo que lo benefició económica y culturalmente: el de guardián de la biblioteca. A hurtadillas escuchaba las clases de literatura que daba Ignacio Ramírez, y fue entonces cuando escribió sus primeras producciones en prosa y verso. Una vez que terminó de estudiar en el Instituto, se refugió en el colegio particular de don Miguel Domínguez. Poco después abandonó este lugar para sufrir una serie de aventuras, de las cuales resultó ser un dramaturgo popular. Pasados los años decidió terminar los estudios iniciados apenas en Toluca y se inscribió en el Colegio de San Juan de Letrán. Más tarde, con motivo de la revolución de 1854, se alistó para defender el Plan de Ayutla como secretario del general Juan Álvarez. Una vez pasados estos acontecimientos, volvió al Colegio de San Juan de Letrán para continuar sus estudios de Derecho.
Fue hacia estos años de 1857 y 1858 cuando la habitación que ocupaba Altamirano en el Colegio de Letrán se transformó en un centro juvenil en el cual se discutía tanto de cuestiones políticas como literarias.
Lo más común –dice Altamirano– era consagrarnos a las conversaciones literarias en las que salían a relucir todas las reputaciones poéticas contemporáneas y todos los conatos de la bella literatura que se hacían lugar de cuando en cuando entre los ruidos pavorosos de la matanza y la destemplada grita de los partidos [...] Las sesiones –continúa Altamirano– llegaron a tener el aspecto de una cátedra o de una academia, cuando la presidía alguno de los veteranos de la literatura.[1]
Entre los asistentes a este grupo literario se contaban Marcos Arróniz, poeta melancólico, traductor del Don Juan de Byron, y muerto trágicamente en el camino a Puebla; Florencio María del Castillo, redactor de El Monitor Republicano y novelista; José Rivera Río, Juan A. Mateos, Manuel Mateos, Juan Díaz Covarrubias, Miguel Cruz Aedo, poeta jalisciense; Alfredo Chavero, Emilio Velasco y Juan Doria. Poco después ingresó a la agrupación un poeta poblano, poco comunicativo, de unos diecisiete años, que respondía al nombre de Manuel M. Flores. La presencia de este poeta erótico en aquel grupo hizo que surgieran las primeras Pasionarias, que llegaron a ser la lectura favorita del Círculo Juvenil de Letrán.
Con la guerra civil que asoló la ciudad en 1858, el grupo no volvió a reunirse y dispersóse para siempre; muchos de sus miembros murieron y otros se alejaron de la capital durante mucho tiempo.
Altamirano, Ignacio Manuel Arróniz, Marcos Castillo, Florencio M. del Díaz Covarrubias, Juan Flores, Manuel M. Mateo, José Manuel Mateos, Juan A. Rivera y Río, José