A Héctor Azar, in memoriam
Es el drama mi nombre
y mi deber corregir al hombre
haciendo en mi ejercicio
amable la virtud, odioso el vicio
Versos del virrey Bernardo de Gál-
vez en el telón del Coliseo Nuevo,
C. 1786
Diremos, para empezar, que el teatro en la Nueva España, siglo xviii, no se explica sin el antecedente del teatro peninsular, tanto áureo como neoclásico, y sin un nombre que llena, por lo menos, el primer tercio del siglo. Por lo que respecta al “nombre”, éste es el de Eusebio Vela, autor español venido a América –de la estirpe de Gonzalo de Riancho y Arias de Villalobos en siglos anteriores–, quien anima la escena teatral en la primera mitad del siglo. Es un típico “vehículo de comunicación” que proyecta los modos de la comedia española del xvii en la escena local, escribiendo, dirigiendo, actuando, administrando una compañía. Las listas de comedias prohibidas por la censura inquisitorial, casi todas las cuales provienen de la península, sirven para documentar la proyección de la comedia áurea en nuestro siglo xviii, y forman parte de las colecciones de “sueltas” que se conservan todavía en bibliotecas europeas diversas.[1] A lo largo de varios documentos de la época apreciamos la riqueza de la representación teatral en ese siglo, la importación de piezas fundamentales y de otras de menor importancia, la presencia de los grandes dramaturgos de los Siglos de Oro (Calderón de la Barca, Lope de Vega, Guillén de Castro) y de una cauda de autores secundarios (si se puede llamar así a quienes contribuyeron a la grandeza de la escena española) que llenó los escenarios peninsulares y coloniales en el xvii y xviii (Juan Bautista Diamante, Luis Belmonte Bermúdez, Andrés de Claramonte, Agustín de Salazar y Torres, Francisco Bances Cándamo, Luciano Francisco Comella...). Inventarios provenientes del Archivo del Ayuntamiento de la ciudad de Puebla (1791) dan fe de los utensilios usados en las representaciones, que luego se tasan y se rematan: un anillo, de El anillo de Giges; un puente usado en El puente de la Mantible... Y así, damos con denuncias, prohibiciones y documentos de contenido vario.
El teatro novohispano en el siglo xviii cobija a una comunidad variopinta de comediantes; emprende la semisecularización respecto a la Iglesia (el teatro del Hospital Real de los Naturales dará paso al Coliseo, construido lejos del hospital, para alivio de los enfermos, que ya no padecerán ruido y alboroto); cuenta con el apoyo de virreyes atentos al fenómeno teatral, como Bernardo de Gálvez; crea normas y reglamentos y padece censura semejante a la que sufre el teatro peninsular. Viene a ser, en gran medida, proyección especular de un teatro allende el océano. Por otra parte, al crear productos con sello propio, tales las comedias de Eusebio Vela o Cayetano Cabrera y Quintero, hace aportaciones novedosas al contexto teatral iberoamericano, rindiendo tributo al ámbito que le dio origen: España.[2]
Antecedentes peninsulares: la preceptiva neoclásica. Las comedias
Echemos un vistazo a lo que, durante la primera mitad del siglo xviii, sucedía en la península en materia de credo teatral.
En 1737 –afirma Germán Viveros–, en España fue editada por primera vez La poética del zaragozano Ignacio de Luzán; especialmente su Libro iii pronto se constituyó en lo que podría ser llamado el canon del neoclasicismo español [...] Hay en ésta [...] ideas que sirvieron de punto de partida para la creación teatral de su época, tanto para la tragedia como para la comedia. Sean recordadas algunas, que al menos en Nueva España, orientaron la actividad escénica: “La comedia [...] es una representación dramática de un hecho particular y de un enredo de poca importancia para el público, el cual [...] se finge haber sucedido entre personas particulares o plebeyas con fin alegre y regocijado; y que todo sea dirigido a utilidad y entretenimiento del auditorio, inspirando insensiblemente amor a la virtud y aversión al vicio, por medio de lo amable y feliz de aquélla y de lo ridículo e infeliz de éste.”[3]
Por inverosímiles e irreverentes, veta Luzán las comedias de santos, atribuyéndoles “grandes daños” sobre el espectador.[4]
Por lo demás, la rigidez de los preceptos luzanianos se vio apoyada por la prohibición, en México, de las comedias de magia. Es decir, aquí no podrían haberse representado La cueva de Salamanca, o La prueba de las promesas, dos obras excepcionales de Juan Ruiz de Alarcón. Aunque sí se escenificó repetidamente El anillo de Giges, mágico rey de Lidia. “Sea lo que fuere –apunta G. Viveros–, el hecho es que el neoclasicismo español [...] sobre todo, defendía el argumento de que la justificación de todo drama radica en [...] hacer del teatro una escuela de costumbres e imitación de la vida, pero rechazando toda afectación, extravagancia, y en general, todo exceso.”[5] Era ésta la tónica que caracterizaba las proposiciones de otros intelectuales dieciochescos, tales como Tomás de Iriarte, Juan Pablo Forner, Agustín de Montiano y Luyando, José Clavijo y Fajardo, e incluso dramaturgos como Vicente García de la Huerta y Leandro de Moratín. La gran premisa era “enseñar y corregir deleitando”.[6]
A partir de dichos principios, nos preguntamos qué quedó en el siglo xviii de la deslumbrante vitalidad de Lope de Vega, la pasión teológica de Calderón de la Barca, el sorprendente feminismo de Tirso de Molina. El segundo se siguió representando por ser, en general, autor del que gustaban los virreyes. De los otros, hay algunos ejemplos en las listas de comedias.[7]
Por lo que toca a las “sueltas”, no se podría explicar el auge del teatro novohispano en el xviii sin tomar en cuenta la importación masiva al territorio del virreinato de estos cuadernillos de 16 fojas (32 páginas), cada uno de los cuales reproducía una comedia de alguno de los autores del Siglo de Oro.[8] A semejante cúmulo bibliográfico se sumaban, por otro lado, las comedias de autores del xviii.[9]
Parte de este acervo riquísimo se precipitó en aluvión hacia el Nuevo Mundo, configurando el tesoro teatral que iba a dar a manos de asentistas, autores y comediantes de la Nueva España (estando estos últimos obligados por contrato a regresar a los empresarios las comedias y las “sacas” de comedias que se les hubieran entregado para memorizar). Permanece en el misterio una cuestión esencial: ¿dónde quedaron los textos españoles que alimentaron los escenarios mexicanos del siglo xviii? ¿Se destruyeron, se perdieron, o acaso la censura obligó a entregar los ejemplares al Tribunal de la Inquisición? Y si esto pasó aquí, ¿cómo es que no sucedió en la península, donde las colecciones se guardan todavía en la Biblioteca Nacional de Madrid y en otros repositorios, además de los ya mencionados? ¿Habrán existido, acaso, impresores novohispanos que reimprimieran el material proveniente de España? ¿Los Ontiveros, Bernardo Hogal, la Viuda de Bernardo Hogal? ¿En México y en Puebla? Hasta donde sabemos, no sobrevivieron tales colecciones de comedias. Quizás el descuido de los asentistas, o la incuria de los desaprensivos comediantes, determinaron lo que puede considerarse una pérdida irreparable.
Por lo que toca a los autores españoles de fines del siglo xviii cuyas comedias pasaron, o pudieron haber llegado a la Nueva España para representarse, mencionemos a los siguientes, indicando entre paréntesis el periodo en que producen:
Manuel Fermín de Laviano (1770-1790); José Concha (1772-1795); Antonio Valladares de Sotomayor (1777-1800) que, junto con Calderón de la Barca, alcanzó cierta popularidad en México; Luciano Francisco Comella (1780-1800); Fermín del Rey (1780-1800).[10]
La primera parte del siglo, igualmente, pudo haber sido alimentada en México con las comedias de otros autores españoles ya del xviii, a saber: Juan de la Hoz y Mota (1700-1714); Manuel Francisco de Armesto (1720-1731); José Fernández Bustamante (1730-1733); Antonio Tello de Meneses (1730-1735) y Antonio Téllez de Acevedo (1730-1740). A ellos se suman los renombrados Francisco Antonio de Bances Cándamo (de fines del xvii), Antonio Zamora (muere en 1728) y José de Cañizares (fallece en 1750), autor del Anillo de Giges, mágico rey de Lidia y quien ocupara el cargo de fiscal de comedias, manejando la producción dramática en España. Además de comedias de magia, escribió Don Juan de Espina, El asombro de Francia, así como de santos: San Vicente Ferrer, El falso nuncio de Portugal. Por lo que toca a su contemporáneo Antonio de Zamora, es puente entre dos siglos y dos dinastías (Habsburgos y Borbones), proporcionó obras para representarse en el Palacio del Buen Retiro y fue el último de los poetas oficiales de la corte. Alguna de sus comedias, que quizá pasó a la Nueva España, es Don Domingo de don Blas, refundida de la comedia del mismo título de Ruiz de Alarcón. Escribió comedias heroicas y de figurón.[11]
Lo que se representa en el Real Hospital de los Naturales y más tarde en los Coliseos (el que se incendia en 1722 y el que se construye e inaugura posteriormente, en 1725) es teatro peninsular. Como veremos, el panorama de nuestro teatro dieciochesco se singulariza más por las reformas introducidas por las autoridades borbónicas que por una producción local original y abundante. Sin embargo, las comedias serán –junto con los toros, cañas y juegos de naipes, las festividades religiosas y las fiestas en las entradas a la ciudad de virreyes y arzobispos–, el único entretenimiento de que dispone el hombre novohispano. Vamos a ver que, como fenómeno social, el teatro no careció de contrastes; de esplendor y miseria; de sabor, sal y pimienta.[12]
El teatro en el siglo XVIII novohispano
Entre los dramaturgos a que se refiere Enrique de Olavarría y Ferrari en la Reseña histórica del teatro en México figura Manuel Zumaya, con El Rodrigo. Menciona entre las piezas teatrales El portento mexicano y veinte loas de José Antonio Pérez Fuente; La invención de la cruz, de Manuel Santos Salazar; No hay mayor mal que los celos, del padre Juan de Arriola; La troyana, del padre Agustín de Castro, autor también de sainetes costumbristas (Los remendones, Los charros).
Capítulo aparte en la escena dieciochesca vendrían a ser los dramaturgos Francisco de Soria, Cayetano Cabrera Quintero y Eusebio Vela.
De Francisco de Soria se sabe que era oriundo de Tlaxcala. José Mariano Beristáin de Souza lo califica de “poeta ingenioso, fácil y modesto, y feliz imitador de D. Pedro Calderón de la Barca” en su Biblioteca Hispano-Américana Septentrional, y enumera sus comedias: El Guillermo, duque de Aquitania, La mágica mexicana, La Genoveva, puntualizando: “se han representado en los teatros de la Nueva España”.[13] Se ha citado también otro título: De los celos y el amor, cuál es afecto mayor. Alfonso Reyes consideró a Soria un imitador, cosa que, pensamos, podría aplicarse también, en todo caso, a Eusebio Vela y a otros que se atenían al canon dramático español vigente. Para Germán Viveros El Guillermo “puede ser considerada una comedia de capa y espada, en la que permanentemente se pone en juego el honor de sus personajes principales”.[14] Nos parece Soria un intelectual dieciochesco de la estirpe de Miguel de Reyna Zevallos (también poblano, oriundo de Tehuacán), y Francisco Ruiz de León, que, además de la poesía épica, intentó la dramaturgia.
De Cayetano Cabrera Quintero (nace en México; muere en 1774) podría decirse que fue personaje sobresaliente en la cultura del siglo xviii como autor teatral y participante en la descripción de varios arcos triunfales. Su obra dramática responde a una temática religiosa: La esperanza malograda, El Iris de Salamanca. Esta última fue editada modernamente, y en la introducción se afirma: “A través del análisis del Iris se percibe la estrecha dependencia que su autor mantenía con el teatro español [...] Puede considerarse que su comedia, a la par que las de los dramaturgos poscalderonianos peninsulares, forma parte de la última etapa de la comedia nacional española.” Y se añade algo sustancial para entender el carácter “especular” de nuestro teatro: “Basta revisar las listas de comedias que se escenificaban durante los mismos años en Valladolid, Valencia y Barcelona para comprobar que se representaban las mismas comedias en ambos lados del Atlántico.”[15] El Iris de Salamanca trata de la vida y milagros de san Juan Sahagún y narra su “muerte redentora”. La edición incluye doce piezas menores atribuidas al autor.
Al revisar el panorama del teatro dieciochesco novohispano aparece como figura dominante la de Eusebio Vela. Aun cuando existen otros nombres, en el de Vela se aúnan el escritor, asentista, empresario y actor; es decir, es un “hombre de teatro”. Nacido en Toledo, en 1688, en una familia de actores, y muerto en Veracruz en 1737, en 1713 ingresa con un hermano, José, a la Compañía del Coliseo de México.[16] En medio de las vicisitudes que implicaba el oficio de arrendador del Coliseo escribe varias comedias: Apostolado en las Indias y martirio de un cacique y Si el amor excede al arte, ni amor ni arte a la prudencia, consignadas por Cayetano de la Barrera y Leirado como existentes en forma de manuscrito en la Biblioteca Nacional de Madrid. Por otra parte, se ha dicho que el catálogo de manuscritos de la Biblioteca del Museo Británico registra la “Comedia nueva. La Pérdida de España (De don Eusebio Vela)”, en una copia de Zaragoza, 1775.[17]
La primera, Apostolado en las Indias..., procede de las crónicas en que se relata la labor que llevaron a cabo los primeros doce franciscanos en su empeño por convertir a los indígenas a la fe cristiana. Personajes son, entre otros, Hernán Cortés, Alonso de Estrada (gobernador), Martín de Calahorra (soldado), fray Martín de Valencia (franciscano), Axoténcatl, Iztlizúchil, Izcóhuatl (demonio), Axolote y Mendrugo (graciosos). Se mantienen tipos de la comedia áurea como el gracioso y el esquema maniqueo tradicional de lucha entre el bien –representado por los españoles y la religión cristiana– y el mal, simbolizado por Izcóhuatl y la idolatría. Se reconocen varias constantes de la conquista: el papel relevante de los primeros franciscanos; el apego de los indígenas a sus antiguas creencias (Axoténcatl) que alimentan hostilidad disimulada, y luego abierta, hacia la nueva religión; la escisión entre los indígenas convertidos (Cristóbal, hijo de Axoténcatl y Mihuazóchil, madre del joven); el sacrificio de éste por su padre; los planes de Axoténcatl para destruir a los españoles y la batalla final entre indios y españoles, en la que estos últimos triunfan gracias a la intervención del apóstol Santiago.
Los versos iniciales nos ilustran sobre el tono épico-cristiano de un teatro que, entre otras cosas, recoge en el siglo xviii el tema “cortesiano”, retomado en el mismo siglo por Francisco Díaz de León y Juan de Escoiquiz en sus poemas respectivos La Hernandía y México conquistada. Según indicación del autor, sale Cortés, “barba” (es decir, de edad madura), y pronuncia:
Ya, famoso Axoténcatl, / veo mis deseos cumplidos, / pues el motivo primero / del triunfo que he conseguido, / fue el deseo de ensalzar / la fe en aquestos dominios, / extendiendo sus misterios / en los más remotos indios, / que ignorantes de tal bien / adoran a dioses mentidos; / y para lograr mi celo, / ya mi señor Carlos Quinto / envía un apostolado, / que a imitación de Cristo / os instruyan en la fe, / no con el rigor prolijo / que habéis experimentado / hasta aquí; porque, benignos, / os obligarán afables, / y os conquistarán rendidos.[18]
En Si el amor excede al arte, ni amor ni arte a la prudencia el escenario no es ya América sino el mundo griego, puesto que se trata de las aventuras de Telémaco en la isla de la ninfa Calipso, quien se enamora de él. Concluye la obra con la partida de Telémaco, lo que demuestra que la prudencia puede más que los sentimientos. La tercera comedia, La pérdida de España, recrea la leyenda de la derrota del rey Rodrigo, y pone en escena al conde don Julián y a la cava Florinda, resumiendo escénicamente la entrega de España a los moros.
Las comedias de Eusebio Vela alcanzaron gran popularidad y Si el amor excede al arte.... se escenificó, de acuerdo con De Maria y Campos, en ocasión del cumpleaños del rey de España, el 19 de diciembre de 1729 y 1730. Era, junto con Apostolado en las Indias..., una de las favoritas de los virreyes.
Digna de mención es Hernán Cortés en Cholula, comedia heroica de Fermín del Rey, escrita en 1782.[19] De ella nos dice su editor, A. González Acosta:
Hernán Cortés en Cholula puede deberse a un intento de arqueología temática para resucitar novedosamente la variante del antiguo enredo entre moros y cristianos –Xicoténcatl es un moro amigo de igual forma que Teutile es un moro retador–, pero sobre todo por la necesidad de diversificar la escena española, algo agotada ya en ese momento, según demostró la reacción crítica de Moratín en La comedia nueva.[20]
El escritor catalán Fermín del Rey, a quien se debe asimismo Hernán Cortés en Tabasco (1790) y al que Moratín señalara como primer apunte en una compañía española, fue autor también de La defensa de Barcelona por la más fuerte amazona,[21] de 1788. Hernán Cortés en Cholula no se escenificó en México, pues, como señala González Acosta, se trataba de una comedia indianista escrita para Madrid y un público peninsular. Refleja la visión europea del Nuevo Mundo. La exaltación del español se da desde los primeros versos, en los que Teutile profiere: “luego ya el fiero español, / sin que puedan contenerle / repulsas de mi monarca, / por Cholula entrar pretende”.[22]
Se sabe de la existencia de un dramaturgo del xviii, escasamente conocido, fray Juan de la Anunciación, y de los Coloquios que escribió. Fray Juan (Juan González Barrios para el siglo) nació en Madrid en 1691 y posteriormente profesó en México, en la orden del Carmelo descalzo. Vivió en Puebla, Morelia, Toluca, Querétaro y Celaya y se movió en el ambiente criollo novohispano; falleció en 1764 y fue sepultado en el convento del Carmen de la ciudad de México. Escribió lo que puede considerarse “teatro de colegio”, género al cual pertenecen sus Coloquios;[23] son diálogos dramatizados cuyo léxico mezcla lo popular, lo culterano y lo teológico con una “barroca variedad métrica y estrófica, que dio energía y vivacidad a la expresión poética en su conjunto”.[24] En el Coloquio de las tres gracias –compuesto en homenaje a Jerónimo de la Madre de Dios, prior del Colegio Carmelita de Querétaro– G. Viveros, el editor, señala la presencia de alegorías que escenifican temas varios y configuran lo que entonces se llamaban mascaradas. Sin embargo, afirma, “el teatro de nuestro fraile carmelita [...] más se aproximaba al teatro de colegio español, por su idiosincrasia monástica de ascendencia medieval, al modo de los “misterios”.[25] Otras piezas de fray Juan de la Anunciación son El coloquio de las flores y El coloquio del mejor Apolo de Delos, en alabanza del vicario Mateo Méndez Vasconcelos, y del que citamos los versos siguientes, relativos a este personaje:
y por fin en él se ven,
juntas y unidas en uno
cuantos dones, cuantas gracias
la natura y gracia supo,
con su universal potencia,
comunicar a hombre puro.[26]
Censura y teatro en el siglo XVIII novohispano
Conocido es el papel represivo del Tribunal del Santo Oficio en lo tocante a la producción literaria y teatral de la colonia. Aun cuando no fue el teatro el objeto primordial de la censura inquisitorial, que enfiló fundamentalmente sus armas contra la poesía satírica, política y de costumbres (Manuscrito de Juan Fernández, de las postrimerías del xviii), etc., hubo casos en que se reprimió también al apuntador, responsabilizándolo del contenido de la comedia escenificada (Zacatecas, representación del Entremés de la condesa, siglo xviii).[27] Como se dijo, el tema ha sido investigado a fondo.[28]
Comedias de magia, como El anillo de Giges, de Cañizares, o una obra curiosa, El diablo predicador, de Luis Belmonte Bermúdez, contemporáneo y amigo de Juan Ruiz de Alarcón, figuran en las listas de obras prohibidas.[29] Conformémonos aquí con repasar aquellas de las que nos han llegado los textos. En primer lugar cabe referirse al Entremés del galán liberal que “procedente de Filipinas a principios del siglo xviii”,[30] formaba parte de un espectáculo amplio sobre la fábula de Narciso vuelto “a lo divino”. El entremés pareció a los inquisidores “falto de circunspección y de buen ejemplo”.[31] Posiblemente se escribió en el Colegio de San José, de la ciudad de Manila. Interlocutores son Damián, Cosme, Quiteria, Julia, y los versos iniciales dicen:
Julia: estás, por mi vida, tan atractiva,
que aún a mí tu donaire me cautiva.
Quiteria: todo este adorno, amiga de mis ojos,
sirve para ganar varios despojos.
El tocado tienta, la cinta encanta,
el zapatillo títere ataranta,
y si nos faltan estos pareceres,
fantasmas, dicen, somos las mujeres.[32]
Se supone que el desenfado de estos personajes femeninos motivó la censura del capellán, Manuel José Avendaño.
La comedia famosa y fiesta para su majestad, con tramoya de El Buen Retiro, de don Luis Méndez de Haro, fue igualmente censurada por el Santo Oficio. Hay que señalar que don Luis de Haro era nada menos que el ministro del rey Felipe iv que sucediera temporalmente en el cargo al conde duque de Olivares cuando el valido cayó en desgracia. No podemos afirmar que el autor sea el funcionario del “rey planeta”; quizás el nombre se usara simplemente como un seudónimo. Los personajes son “don Luis de Haro, bobo; San Germán y otros, ladrones; los Consejos [...], ancianos”, etc. La comedia empieza con las siguientes líneas:
Yo soy, de estado, Consejo de Inocencia.
Yo, de Aragón, Consejo de Malicia.
Yo, de Guerra, Consejo sin Milicia.
Yo, de Castilla, Consejo de Insolencia.
Yo, de Flandes, Consejo de Apariencia
[...]
Yo, de Hacienda, Consejo de Codicia.
Yo, de Indias, Consejo sin Conciencia.
Yo soy Su Majestad y yo el valido.
Yo soy España y el rey es sobretodo.[33]
El fragmento tiene un evidente color de crítica política referente a la decadente monarquía española.
Igualmente censurados en el siglo xviii fueron la comedia histórica México rebelado, reimpresa en Madrid en 1786, que se apoyaba en La monarquía indiana de Torquemada y en La política indiana de Solórzano Pereira. Dos mojigangas, una titulada Mojiganga de los frailes y otra dedicada a Carlos iv y su estatua, figuraban asimismo en las listas inquisitoriales.
Dramaturgos menores no censurados y obras anónimas
Si de Eusebio Vela opina Luis González Obregón que fue el autor dramático más importante del siglo xviii en México, se dijo también, en clara alusión: “de los Eusebios es escribir con acierto”.[34] Mas no se pueden negar los empeños de dramaturgos menores: Juan Ortiz de Torres (un monólogo), José Villegas (Coloquio tierno y lastimosos ayes de América en la muerte del Exmo. E. R. Bernardo de Gálvez...); Diego Valverde (El triunfo de Carlos en el carro de Apolo); Manuel Quirós y Campo Sagrado (Loas); Fernando Gavila (La lealtad americana);[35] Juan Manuel Sartorio (Coloquios a la concepción purísima de María); Juan Medina y sus pantomimas Los juegos de Egea, Muerte trágica de Muley [...] emperador de Marruecos, así como otras, de las que se conocen sólo los títulos: Ircana en Yulfa,[36] Adelaida de Guesclin, Apeles y Campasme, Dido abandonada; son pantomimas sin diálogos ni didascalias. Por lo demás, gracias a los dictámenes de la censura, se sabe de comedias cuyos autores se desconocen:[37] El más honrado más loco. Astucias por heredar un sobrino a un tío, Pueblo feliz, Leandra o la virtud perseguida.
El teatro como empresa y espectáculo
El rico acervo de “sueltas” importadas de España floreció en la representación escénica determinada por una secularización relativa del teatro respecto a la Iglesia, la creación de nuevos locales y el nacimiento de una “clase teatral” formada por los arrendatarios y administradores de los teatros, como el propio Vela, Antonio de la Serna, José Cárdenas (quien, en opinión de De Maria y Campos, fue un abnegado protector del teatro), Ana María de Castro (actriz; sucedió a Eusebio Vela en el arrendamiento del Coliseo), Agustín de Vidarte, Apelo Corbulacho, así como asentistas, apuntadores y, claro, los actores.[38] Entre ellos se puede citar al mismo Vela; a Alejandro Monzón, Juan Elías González (galanes); Juan de Almodóvar, Clemente Figueredo (“barbas”, es decir, viejos), Juana de Almodóvar, Felipa Sánchez, Nicolasa de Campos, cuñada de Vela (“damas”); Josefa Trejo, Francisca de Rivera (“cantantes”); Nicolás de la Cueva (traspunte). Éstos integraban la compañía que actuó en el segundo Coliseo, en marzo de 1727.
Trifulcas de camerino y cosas diversas
Conocidas fueron las “trifulcas de camerino” que protagonizaron actores, actrices y empresarios a lo largo del siglo. Ellas se negaban a representar (Antonia Rivera, Gertrudis Cervantes, Antonia de San Martín, ya fuera por supuestas dolencias, o bien porque decidían retirarse de la escena para ingresar a un convento); actrices que se agredían violentamente entre sí (Antonia de San Martín contra Bárbara Ordóñez, presuntamente por amenazas de muerte de la segunda) y que en el mejor de los casos adoptaban actitudes de auténticas vedettes, como Ana María de Castro que “antojadiza y voluntariosa [...] sostuvo un ruidoso pleito con la viuda de Vela”, a decir de Antonio de Maria y Campos (p. 69); directores contra empresarios (Vela versus un tal Francisco Blanco; Alejandro Monzón, actor, contra Francisco de Utrera). Las “escrituras” o contratos de los cómicos especificaban, entre otras cosas, que éstos debían devolver las “sacas” de comedias que se les entregaban para memorizar –y que, en ocasiones, ni siquiera leían–, así como no faltar a los ensayos (cosa que no siempre se cumplía), ni a la función (solía suceder). Se usaba buscar actores en España por falta de éstos en México, lo cual determinó algún viaje de Vela a la península. Respecto al vestuario y atavío de los actores, Olavarría y Ferrari cita a un historiador madrileño, quien dice:
otras veces era Semíramis la que salía peinada a la papillota, con arracadas semejantes a las usadas por las charras, con casaquín de glassé, bucles angelicales [...] y zapatos de tacón alto. A Julio César se le presentaba con su corona de laurel peinado a la rinoceronte, sombrero de plumaje [...] casaca de terciopelo [...] espadín de concha, y corbata guarnecida de encajes. Todo esto era acompañado por una orquesta formada por cinco violines desafinados y un contrabajo ronco,
y concluye Olavarría: “Si tal situación guardaba el teatro en Madrid, muchos años después de inaugurado el Coliseo ¿es creíble que fuera ni mejor ni más digna la del nuestro?”[39]
Por lo que toca a los utensilios de la escenografía del Coliseo, se mencionan en relación con varias comedias:
Cuatro lienzos [...] pintados al temple, de Emperadores Romanos. Tres Banderas de lienzo blanco, con las armas de España; dos lienzos [...] con dos ninfas [...] una estatua a caballo; seis leones [...] una corona imperial de latón amarillo [...] un báculo de otate [...] una capilla de papel pintada [...] para la comedia de San Agustín; dos áspides de badana para la comedia de Cleopatra [...] dos barbas con sus cabelleras de ixtle para sátiros,
y así sucesivamente, en un conjunto abigarrado en el que el mestizaje está a la vista: banderas españolas, ixtle y otate.[40]
Punto importante era la música: tonadillas como “El amor buscón”, “La confusa turbada”; seguidillas (“Un majo de chupete”, “A la fuente, Narciso”); óperas (La dicha en el precipicio), así como música para Psiquis y Cupido y El bruto de Babilonia.
Los teatros y las reformas borbónicas
Cuestión central es la de los locales teatrales. Existe el antecedente de que a la muerte, en el siglo xvii, de Felipe iv, extraordinariamente aficionado al teatro y a su mundo (dramaturgos, comediantes, arquitectos, etc.), la reina regenta Mariana de Austria decretó la suspensión de las comedias en los territorios españoles, incluyendo los virreinatos, hasta que su hijo Carlos ii, el Hechizado, tuviera edad “para gustar de ellas”. El teatro, entonces, se ve afrentado y perseguido “por el fanatismo que domina la corte”, según el ilustrado Jovellanos.[41]
Así, no es de extrañar que en la Nueva España el espectáculo se mantuviera cercano a los hospitales de religiosos durante años, incluso ya a principios del siglo xviii, en lo topográfico y en lo económico, dado que se entregaba a aquéllos una parte de las ganancias. El primer teatro erigido en la ciudad de México hacia 1672 se ubicaba en el claustro del Hospital Real de los Naturales (hoy eje Lázaro Cárdenas y Victoria). La edificación contaba con dos pisos de aposentos o palcos; éstos tenían celosías y antepechos; había “cazuela” de madera y escenario, o tablado, de altura y extensión considerables, convenientemente separado de la sala. El 20 de enero de 1722 este teatro de madera se incendió (ese día se había representado La destrucción de Jerusalén y para el siguiente estaba anunciada Aquí fue Troya: ¿coincidencia o premonición?), y el virrey dispuso que en el lugar se erigiera una iglesia y que el Coliseo se mudara a un sitio “separado de lo sagrado”. Ignorando la disposición, se levantó ahí mismo otro teatro, cuya cercanía molestaba a los enfermos del Hospital Real, y así, en 1725 se inauguró el que se consideró formalmente el segundo Coliseo, en lo que hoy es Motolinía y 16 de Septiembre. Fue escenario de los éxitos de Eusebio Vela y se mantuvo en pie durante un cuarto de siglo.[42]
Posteriormente, hacia 1752, por instrucciones del virrey conde de Revillagigedo, se inició la construcción del que se llamaría Coliseo Nuevo, en la calle del Colegio de Niñas, hoy Bolívar; era de cuatro pisos con dieciocho palcos en cada piso, “cazuela”, palco de “los vuelos” (desde el que volaban al escenario los ángeles o los demonios), patio con luneta y “mosquete” en la parte trasera. Había palcos reservados para el virrey y su familia. La inauguración tuvo lugar el 23 de diciembre de 1753 con la comedia Mejor está que estaba.[43]
Rebasadas las ordenanzas sobre teatro de 1703 y 1741, el virrey Bernardo de Gálvez firmó el primer reglamento de teatro. Fue un impulsor permanente de la organización y mejoramiento del espectáculo teatral. Entre los virreyes a quienes tocó vigilar la buena marcha del teatro e introducir reformas diversas se debe mencionar al marqués de las Amarillas (hacia 1755), el marqués de Croix (expulsión de los jesuitas en 1767), el virrey Bucareli –humanitario y buen gobernante–, que falleciera en 1779. Entre los asentistas –que se ocupaban del real asiento y dirección de comedias del Coliseo– famosos en la época están Juan de San Vicente, José Moreno, Pedro Galup. Volviendo sobre el material dramático, los expedientes que consultó Olavarría y Ferrari revelan un repertorio variado: Los tres afectos de amor, Los siete infantes de Lara, Antíoco y Seleuco, Mañanas de abril y mayo, Reinar después de morir, El mariscal de Viron, La gitana de Menfis, El negro valiente en Flandes, El mayor monstruo los celos.[44] Como puede apreciarse alternan comedias de los siglos xvii y xviii y queda de relieve la popularidad de Calderón de la Barca. Los textos servirían como libretos teatrales plagados de anotaciones manuscritas, semejantes a los existentes en el Archivo Histórico de Madrid.[45] Pueden consultarse en este y otros repositorios europeos.[46]
La economía teatral
Como es de suponer, ingresos y egresos, salarios, ganancias y pérdidas variaron a lo largo del siglo xviii. Eusebio y su hermano José Vela, en 1718, arrendaron el Coliseo del hospital en tres mil pesos anuales. Avanzando en el siglo, hacia 1753 un abono a un palco de primera en el Nuevo Coliseo costaba trescientos pesos; el abono a banca o luneta seis pesos al mes, y de manera eventual, de uno a tres pesos. En total la entrada eventual podía alcanzar la suma de seiscientos pesos. El ingreso era gratuito para el virrey y su séquito, funcionarios prominentes y cómicos.
En cuanto a los sueldos de los comediantes por temporada, en el año de 1786 una “primera dama” (Antonia de San Martín) ganaba 1 800 pesos; una segunda dama (María Ortega), 1 000 pesos; la que hacía de graciosa (Ana de Hijar), 800 pesos; una “cantarina” y “bailarina” (Loreto Rendón), 1 000 pesos; un “primer galán” (Justo Hidalgo), 1 200 pesos; un “segundo galán” (José Domingo Rosales), 850 pesos; un segundo bailarín (José Moralí), 1 000 pesos; un “primer barba” (Vicente Tomasi), 900 pesos; un apuntador, que asumía también labores diversas (Norberto Inzaurraga), 475 pesos. Los músicos estaban mal pagados: 597 pesos un primer violín, y de ahí para abajo hasta 100 pesos al “agregado” a la orquesta que debía tocar el violín cuando se le mandara.[47] La nómina de una compañía del “teatro de esta corte” era sumamente amplia. Podemos preguntarnos si el público daría para tanto.
Por lo demás, y para finalizar este apartado, hay que señalar que las demandas por incumplimiento de contrato (Vela-Alejandro Monzón) no faltaban, así como tampoco los apuros económicos de los comediantes. Un solo ejemplo: a Felipa Sánchez, en una ocasión en que estaba enferma de gravedad, le fue embargado su vestuario “por deudas”.[48]
Hay que insistir en que en el siglo xviii el teatro compartía honores con las corridas de toros.[49] Ambos cosechaban aplausos y, ocasionalmente, denuestos. Ambos formaban parte del claroscuro de un mundo colonial que pronto vería su fin.
El teatro en otras ciudades durante el siglo XVIII
De acuerdo con Hildburg Schilling, existieron en la ciudad de Puebla un corral y casas de comedias a partir del siglo xvi. En el xviii José de Paredes anuncia que ha “tenido noticia que esta nobilísima ciudad tiene dispuesto fabricar un coliseo público [...] por lo que se ofrece a costear de su ‘caudal’ dicho coliseo, para lo cual solicita licencia”.[50] Posteriormente, en 1743, Francisco Xavier Salazar hace un pedimento solicitando se le adjudique el coliseo, obligándose a construirlo, “pagar a farsantes y dar 150 pesos en cada un año al Hospital de San Roque” cuando las comedias se representaran.[51] Logró su propósito, aunque en 1759 se tomó la decisión de derrumbar dicho coliseo, ubicado en las proximidades del convento de Santa Mónica. Las religiosas de Santa Clara proporcionaron los medios para la construcción de uno nuevo en la plazuela de San Francisco. Sin embargo, en 1783, debido a que el teatro no resultó la fuente de ingresos que se esperaba, el procurador Manuel Antonio Bravo pidió que el coliseo sirviera para otros propósitos que no fueran las comedias.
Se sabe que hubo locales teatrales también en Guadalajara (A. de Maria y Campos) y posiblemente alguno en Veracruz, ya que Schilling menciona la existencia, en 1660, de un corral de comedias en la Nueva Veracruz, contiguo al Hospital Real de Montes Claros.
La acogida del público generalmente fue entusiasta –cuando no apoteósica– y prueba de ello es la popularidad alcanzada por cómicas tales como Ana María de Castro (en la época de Vela) y Antonia de San Martín, un poco después; o por Bárbara Josefa Ordóñez, enemiga acérrima de la San Martín, requerida hacia 1794 para que abandonara su retiro voluntario (Casa de Recogidas de Santa María Egipciaca, en Puebla) y se reintegrara a las tablas. Simplemente ni las autoridades virreinales ni el público les permitían ausentarse de los escenarios, y ello define una de las características del teatro del xviii. Sin embargo, en 1768 muchos “‘oían con horror el solo nombre de comedia’ y era impensable para las ‘familias de honor’ [...] asistir a tales espectáculos”.[52] En 1786 el virrey conde de Gálvez tuvo la iniciativa de emitir un reglamento para hacer del teatro “una diversión conforme a la decencia, decoro y arreglo debido a las buenas costumbres...”. Se exigía a los actores que en escena se portaran con recato y compostura en gestos y palabras, y que evitaran la indecencia y la provocación. Se amenazaba al “actor o actora” que incurriera en desórdenes con arresto y cárcel durante un mes.[53] Una disposición curiosa de 1725, que se mantuvo por años, fue la de colocar al frente y a lo largo del escenario una tabla “de la altura de una tercia” para evitar que los espectadores pudieran ver los pies de las actrices.[54]
Para J. P. Viqueira Albán las corridas de toros simbolizan en el siglo xviii la reacción, en tanto que el teatro encarna el progreso ilustrado, pese al puritanismo reinante. Sostiene que al final del xviii se da una escisión entre el teatro “culto” que proponían los ilustrados y el teatro del “populacho”, del pueblo. La solución fue la creación de “mercados teatrales diferenciados”: el del teatro de la élite y el del pueblo.[55] La evolución y transformación del espectáculo teatral se fundamentó en lo que se configuró como la “reforma del teatro”, impulsada de manera definitiva por el citado conde de Gálvez y el reglamento de 1786.
Recapacitando, concluimos que el programa inicial de la Ilustración se cumplió sólo a medias. Difícilmente se habrán ajustado a las premisas de moral, decoro y verosimilitud obras como El diablo predicador, Los áspides de Cleopatra o El falso nuncio de Portugal. Sin embargo, el teatro dieciochesco novohispano dio cima a una finalidad trascendente que atañía a la sociedad entera, enunciada en su momento por el virrey Gálvez: “Poner los espectáculos en términos que, interrumpiendo los afanes de los concurrentes, los entretenga algún tiempo en un ocio inculpable, y los haga después más prontos y diligentes para las fatigas de sus destinos.”
Con estos plausibles deseos del gobernante, expresados en los catorce o quince años previos al final del siglo, el telón va cayendo sobre la escena dieciochesca.
Encabalgados entre el xviii y el xix hay varios nombres que deben ser mencionados: José Joaquín Fernández de Lizardi (El Pensador Mexicano, seudónimo y título del diario por él fundado), que nació en 1776 y murió en 1827. Fundamentalmente novelista y periodista, escribió algunas obras dramáticas: Auto mariano para recordar la milagrosa aparición de nuestra madre y señora, El negro sensible, El unipersonal don Agustín de Iturbide, La tragedia del padre Arenas, Todos contra el Payo y el Payo contra todos, coloquio en tres actos y en verso. Se percibe un nuevo tono, de crítica política y social, acorde con la ruptura del orden establecido y el triunfo de la insurgencia. Juan Wenceslao Barquera (1779-1840), defensor de la lucha insurgente, publicó el Diario de México y dejó tres comedias manuscritas: La delincuente honrada, La seducción castigada, El triunfo de la educación. Las premisas de reivindicación social y moral, así como la preocupación por educar a los jóvenes, están implícitas en los títulos. Anastasio María de Ochoa y Acuña (1783-1833) compone El amor por apoderado, La huérfana de Tlalnepantla, y una tragedia: Don Alfonso. Intentan asimismo el teatro Francisco Luis Ortega, don Antonio Santa Anna, Francisco Escolano y Obregón, Juan Policarpo. De autor anónimo es una comedia, La mamola, que recoge, convirtiéndolo en título, un término utilizado en la poesía burlesca del Siglo de Oro y de la colonia, con el significado de caricia que se hace a alguien en la barbilla. La intención jocosa y el doble sentido están a la vista. Por lo demás, zarzuelas y óperas inundan el Coliseo, introduciendo en el gusto del público el género lírico.
Los arriba mencionados son dramaturgos que, nacidos en el siglo xviii, estrenan sus obras en el xix. Pese a los movimientos políticos y a una decadencia teatral temporal que se registra en los primeros años del siglo, éste traerá nuevos aires, y a aquellos autores se sumarán, entre otros, Manuel Eduardo de Gorostiza, Ignacio Rodríguez Galván, Fernando Calderón, dando lugar a un teatro que llegará a configurarse como decididamente romántico (Galván, Calderón). A la efectista, variada, relumbrante y prosopopéyica comedia dieciochesca que hacía la delicia de los virreyes sucederá el costumbrismo convertido en la “folla” popular, o bien la comedia de costumbres (Contigo pan y cebolla, de Gorostiza); se buscarán nuevas atmósferas y temas medievales (Hermann o la vuelta del cruzado, de Calderón); se experimentarán influencias francesas, inglesas, alemanas. El público mexicano –ya no novohispano– seguirá asistiendo al Coliseo a disfrutar “la comedia”, divirtiéndose en medio de los afanes de autores, empresarios, actores, actrices, y de las infaltables “trifulcas de camerino”, como medio insustituible –en el xix y en el xviii– para conjurar “las fatigas de sus destinos”.
i. Cabe señalar la existencia de una edición de los Poemas religiosos y profanos de fray Juan de la Anunciación del convento de la Purísima Concepción de los Carmelitas descalzos de la provincia de san Alberto de Sicilia en Toluca durante los años de 1721 a 1724, introducción y notas de Jesús Yhmoff Cabrera, Toluca, Ediciones del Gobierno del Estado de México, 1985, en la cual figuran las siguientes loas:
“Loa a la Concepción de Nuestra señora en su octavo día”; “Loa de la Concepción para la noche del Rosario”; “Loa al mismo asunto entre dos pastoras; primera y segunda”; “Loa de la Concepción entre un filósofo y un pastor”; “Loa de la Concepción de Nuestra Señora, el Arca de Noé”; “Loa de la Concepción de Nuestra Señora, el carbunclo del Arca de Noé”; “Loa a la Purificación de Nuestra Señora”; “Loa a Santa Catarina en su día”, a los santos de la portería del Convento del Carmen en Toluca; “Loa de un pastor a Señor San José”; “Loa a Santa Efigenia para empezar la comedia La misma conciencia acusa”; “Loa para empezar la comedia La fuerza del natural ”; “Loa para dar el parabién de haberse ordenado un hijo de San Francisco llamado San Luis”; “Loa a la dedicación de la capilla de las llagas de San Francisco”; “Loa para empezar Los españoles en Chile a la misma dedicación de arriba”; “Loa para empezar la comedia El amigo criado en una misa nueva”; “Loa en la misma misa para empezar la comedia La dama muda”; “Loa para dar los días a don Nicolás de Flores, sus hijas”.
ii. En el renglón de teatro censurado por la Inquisición en el siglo xviii se inscriben el “Entremés de Luisa, Entremés de las cortesías; Entremés de Sancajo y Chinela; Entremés del duende; Entremés del mulato seloso; Entremés del pañuelo; Entremés de la manta; Entremés titulado ‘El alcalde Chamorro’; Loa que se a de decir en la comedia ‘Valor injenio’[...] Honrrad, obrita burlesca; posiblemente un monólogo; dos entremeses incompletos y sin título”, de acuerdo con el artículo “El Entremés de Luisa, de los papeles incautados al maromero José Macedonio Espinosa”, de Caterina Camastra, en Boletín. Archivo General de la Nación, 6a. época, octubre-diciembre de 2007, núm. 18. p. 36. C. Camastra edita el Entremés de Luisa (pp. 41-50) como muestra del repertorio y de la actividad teatral desarrollada por el maromero J. M. Espinosa, cómico de la legua avecindado en el Real de Minas de Zacatecas, entre 1796 y 1803.
iii. Tenemos noticia (Emilio Méndez Ríos, Colegio de Arte Dramático, Facultad de Filosofía y Letras), de la existencia de una obra escrita por Fernando Gavila con el título Bonaparte al encuentro de la batalla de Arcol. Con esta obra, más la ya mencionada antes, relativa al asalto del pirata Morgan a Panamá en el siglo xvii, Gavila se configura como autor de obras de tema histórico.
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