Una de las más inusitadas, si no polémicas, figuras de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo xx fue Guadalupe Amor (1918-2000). Desde su primer libro de poesía Yo soy mi casa, de 1946, la vida y la obra de Guadalupe –“Pita” para sus amigos– ha estado rodeada de controversia: por una parte el –si bien efímero– reconocimiento de su talento literario, y por otra, el estigma como símbolo de decadencia y excentricidad generado por su voluntad de no seguir los atavismos de la mujer en México, carga que hoy más que nunca pesa sobre ella y su obra poética.
Se trata de la mayor cultivadora del soneto, la décima y la lira en la poesía del siglo xx en México a tal punto que los títulos de muchos de sus poemarios fueron publicados bajo los nombres de estas formas poéticas. En alrededor de treinta libros, predominaron la angustia metafísica centrada en las debilidades humanas y en un acercamiento heterodoxo a dos figuras de la trinidad cristiana, la figura de dios padre y Cristo. Este último rasgo la vinculó con la tradición mística de la poesía castellana, sobre todo en Décimas a Dios (uno de sus libros más reconocidos), Sirviéndole a Dios de hoguera o Ese Cristo terrible en su agonía.
El lenguaje que cultivó fue directo y afincado en las figuras retóricas de pensamiento en libros como Puerta obstinada, Círculo de angustia, Polvo, Otro libro de amor (en este título cambió la temática de su obra) y Todos los siglos del mundo. Al final de los años cincuenta del pasado siglo, incursionó en la prosa narrativa con la novela semiautobiográfica Yo soy mi casa –título homónimo al de su primer poemario– y un libro de difícil clasificación, Galería de títeres.
Su particular presencia en los medios de comunicación como difusora de la poesía, la gran cantidad de cuadros en que fue celebrada su belleza física por los principales pintores de la época, así como su figura ligada a la Zona Rosa de la Ciudad de México, la convirtieron en un personaje legendario, cargado de mitologías e historias.
Guadalupe Teresa Amor Schmidtlein fue la menor de siete hermanos: Manuela (Mimí), Carolina (Carito), Elena, Inés, José María y Margarita (Maggie), hijos del doctor Emmanuel Amor Subervielle y doña Carolina Schmidtlein García Teruel.[1] De rancio abolengo –aunque no poseían un título de nobleza– se decía que los Amor eran descendientes directos de don Pelayo, el primer monarca de Asturias.[2] La familia Amor Subervielle fue dueña alguna vez de casi la mitad del estado de Morelos, no obstante fue perseguida por la Revolución mexicana y la reforma agraria; llegó a la Ciudad de México a principios del siglo xx, cargando lo poco que pudo rescatar de su mundo ostentoso radicalmente alterado por los acontecimientos políticos. Todo esto acompañada de su servidumbre doméstica, la mayoría proveniente de la hacienda azucarera de San Gabriel, recién convertida en campamento por tropas zapatistas para ser devuelta, eventualmente, a sus dueños naturales: los indígenas de la región.
Poco después, la inconcebible noción de “tierra y libertad” promulgada por los líderes de la Revolución liquidó toda su fortuna y dejó a la familia Amor en una situación económica que, desde aquel momento, siempre sería precaria. A pesar de la perenne falta de dinero y lujos materiales, los Amor jamás se despojaron del sentimiento de ser “familia de gran abolengo”, como afirmaba Guadalupe:
Yo pensé en que, aunque no teníamos títulos, se decía que los Amor eran descendientes directos de don Pelayo, y recordé un escudo que había en la sala; el escudo de los Amor, lleno de espadas y con un león enfurecido. Además, me acordé con ilusión de todos los títulos que había en mi familia. Sí; mi tía Bichette, Condesa Celani, pensé. Pero mamá ha dicho que es un título papal, que le costó diez mil pesos. Pero lo del precio lo ha de saber poca gente. Además, no sé por qué mamá dice que sus abuelos alemanes pertenecían a la clase intelectual y no a la aristocracia. Y yo, que aun cuando ya estaba grandecita seguía pidiéndole a Dios que me hiciera reina de las hadas, pensé que los títulos de mi familia, en el fondo, eran bastante insignificantes.[3]
En gran medida, la familia sobrevivió gracias a las frecuentes visitas al Monte de Piedad del Zócalo. Sólo así, Carolina logró conseguir dinero para pagar la hipoteca, la despensa, la educación de sus hijas y mantener el estilo de vida al que estaban acostumbrados.
La madre de la autora sólo tenía una hermana, Julia Schmidtlein García Teruel, una de las mujeres más sensacionales de la alta sociedad madrileña. Guadalupe siempre soñaba con llegar a España, al palacio de su tía, ver todas las maravillas que había coleccionado. Ambas fueron las dos hijas de una señora de la clase alta poblana, doña Gertrudis García Teruel de Schmidtlein; esposa de un médico alemán, Adolfo Schmidtlein, de clase modesta, pero culto. Junto a sus tres hermanos mayores, Carlos, Julia y Adolfo, Carolina pasó su niñez viajando por Europa con su madre. Esto, y su falta de salud, tal vez la indujeron, a los diecinueve años, a buscar la protección de las pacíficas y adustas paredes del convento donde estuvo de novicia.
Por su parte, Emmanuel Amor, tras haber contraído matrimonio, muchos años atrás, con Concepción de la Torre y Mier, conoció a Carolina cuando era novicia y decidieron casarse. Recién llegado de Morelos, el señor Amor se instaló en un caserón afrancesado ubicado en la colonia Juárez, sobre la calle de Abraham González (antes José Ives Limantour), en el N°. 66, entre Lucerna y General Prim. En este hogar nació Guadalupe Amor el 30 de mayo de 1918.[4]
La autora recibió una educación religiosa pese a lo cual nunca le agradaron por completo los ritos de la liturgia católica. No obstante, en algún momento, describió sus razones para seguir participando en este rito obligatorio:
Yo, con mucha pereza, pero con deseos de ser buena para que Dios me lo tomase en cuenta y no entrara ninguna mariposa negra en la casa, hice un esfuerzo de voluntad y me fui a incorporar al ejército de piedad que mamá dirigía en aquellos momentos. Hasta la recámara debe haber llegado el sonsonete del rezo, trenzado por la resonante voz de mi madre: “Virgen venerable, Virgen castísima”, y el coro de voces más tímidas que le contestaban: “Ruega por nosotros, ruega por nosotros”. Aparentemente, al rezar el rosario, las miradas de todos iban dirigidas al insulso rostro de ese Cristo. ¿Por qué, Dios mío, por qué si para mirar a Dios no basta cerrar los ojos, y para sentirlo no son suficientes las palpitaciones del propio corazón? Dios, nada menos que Dios, el creador de todo, el que haría que yo no muriese jamás, el constructor de las estrellas y de las flores, el responsable de la tristeza y de la esperanza, el dueño de un cielo remotísimo y de una eternidad inconcebible. ¿Y por qué para implorarle se tiene que recurrir a oraciones estereotipadas que tratan de limitar la omnipotencia de Dios? Un instinto casi animal me hacía rebelarme en contra de esos enjutos rezos y de ese rostro malamente pintarrajeado, que cada noche de mi infancia presidía el rosario.[5]
Quizás era este acto de devoción cotidiano con sus frases líricas dirigidas a la Virgen y todos sus santos, junto con los versos que se recitaban entre los hijos en la mesa del comedor después de la cena, y las innumerables canciones que escuchaba en el tocadiscos lo que despertó en la niña Pita un marcado interés no sólo en la poesía sino también en su declamación formal, dos actividades que pocos años después se convertirían en centro de su existencia.
Para aliviar la eterna crisis económica, el padre de Guadalupe Amor siempre tenía algunos negocios en mente. Desafortunadamente para su familia, fracasó en estos proyectos y la familia Amor se hundió más en una clase económica a la que nunca antes había pertenecido.[6] Antes de la Revolución, don Emmanuel tenía la reputación (poco común) de tratar muy bien a sus peones de hacienda, dándoles siempre su pago merecido y jamás sometiéndolos al cruel sistema de peonaje practicado por la gran mayoría de sus iguales. Por algún motivo –basado quizás en una especie de reivindicación de su socavado (pero genuino) rango socio-económico, o la impresión causada por las frecuentes amonestaciones de su madre– ésta es una actitud que Guadalupe Amor nunca heredó, ya que sus nociones de la jerarquía social y el rígido sistema de castas seguía siendo muy fin de siècle, aunque en ocasiones –hay que reconocerlo– ella ha admitido ser, en realidad, un poco middle class.
Don Emmanuel era feliz conversando de teología con sus amigos sacerdotes y literatos (que incluían a Erasmo Castellanos Quinto y Joaquín García Pimentel), asistiendo a las reuniones de los Caballeros de Colón, o leyendo horas enteras en su biblioteca. Tenía en este recinto ediciones magníficas de obras inglesas, francesas, griegas, alemanas y españolas. Shakespeare, Byron, Tennyson, Goethe y Schiller alternaban con Calderón de la Barca y Lope de Vega, con Molière, Platón y Aristóteles. La Enciclopedia Británica ocupaba casi toda la parte inferior de los libreros. Guadalupe Amor solía pasar tardes enteras sobre el tapete persa de la biblioteca, hojeando aquellas páginas llenas de letras incomprensibles, de mapas plegadizos, de pájaros de lustroso colorido, de plantas y raíces orientales y de mariposas. Sabía de memoria los títulos de todas las obras de la biblioteca, pero no le interesaba ninguno de aquellos libros. Tan sólo las pesadas páginas de la vasta enciclopedia solían paliar su tedio, el fastidio enorme de pasar días, meses, años, rondando por toda la casa. Esta transmisión de los clásicos en el espacio doméstico se modificó tras la muerte de don Emmanuel Amor, cuando la autora aún era niña. Su educación, entonces, fue obra de las distintas escuelas religiosas en las que se formó, así como del Colegio Francés en donde estudió a los once años.
De acuerdo con Elena Poniatowska, llegada a la adolescencia, Guadalupe Amor asistió durante los años treinta a conciertos y conferencias en el recién inaugurado Palacio de Bellas Artes, donde le tocó observar a las figuras de la época, algunos miembros del Ateneo de la Juventud y del grupo de Contemporáneos. Además, entró en contacto con algunos representantes de la plástica mexicana, debido a que, en el edificio donde vivía con su familia, Carolina Amor de Fournier abrió la Galería de Arte Mexicano.[7] Entre quienes asistían a dibujar en la galería se puede mencionar a José Chávez Morado, Ricardo Martínez, Juan Soriano, Francisco Bustamante y Raúl Anguiano.[8]
Antes de emprender su carrera literaria, Guadalupe Amor tuvo experiencias artísticas donde triunfaron su delicada belleza y fuerte carácter. El teatro y después el cine aprovecharon algunas de sus cualidades, que habrían de hallar más perdurable expresión en la poesía. En el teatro tuvo varios éxitos, entre ellos su actuación en La esposa constante, ¿En qué piensas? (de su maestro Xavier Villaurrutia), Casa de muñecas y La dama del Alba, con María Teresa Montoya.
Dejó el teatro a instancias de su madre pero no antes de hacer una incursión cinematográfica no muy venturosa en varias películas. La primera fue La guerra de los pasteles (1943), dirigida por Emilio Gómez Muriel, con la actuación de María Douglas y María Luisa Elliot. También participó en las películas Tentación (1943), actuada y dirigida por Fernando Soler; El que murió de amor (1944), de Miguel Morayta y Los cadetes de la naval (1944), de Fernando A. Palacios.[9]
Después de que la fama le llegara súbitamente como poeta, durante un año actuó en la radioemisora xew declamando sus propios poemas y los del siglo áureo español. También actuó en 1951 en el canal 4, en el programa ¿Quién soy yo?
El ambiente en que creció, fue propicio para que Guadalupe Amor comenzara a escribir sus primeros versos. Según cuenta el pintor Juan Soriano, fue alrededor de las reuniones para el montaje de una obra de teatro, Don Hill de las casas verdes, a las que acudían entre otros Carmen Montejo, Manuel Altolaguirre y el pintor, donde la autora comenzó a mostrar lo que había comenzado a escribir.[10]
De estas circunstancias nació el primer poemario de Guadalupe Amor, Yo soy mi casa, publicado en 1946 por la editorial Alcancía en edición de Edmundo O’Gorman y Justino Fernández. Con esta plaquette de veinticinco poemas la poeta ingresó al mundo literario de México, dominado, en aquel entonces, por el grupo de los Contemporáneos.
Los versos del poemario reflejan la agonía metafísica de la voz poética consumida y atormentada por los grandes enigmas de la condición humana. Las preocupaciones de la autora y las formas poéticas –expresadas siempre con estructura lógica, geométrica y transparente–, poseen un parentesco con las de los poetas místicos del Siglo de Oro español, sus precursores literarios. No sorprende pues, que, cuando la obra de Guadalupe Amor llegó a la Península Ibérica, la crítica española comentó que “desde San Juan de la Cruz, desde Teresa de Jesús no se había vuelto a oír un acento místico más puro en habla castellana”.
A partir de la simbología de la casa heredada de la antigüedad grecolatina –que los místicos consideraban como el aspecto femenino del universo– Pita Amor inicia su búsqueda ontológica. Mas, para ella, la casa remite a su ser íntimo, y crea así un puente entre el individuo y el universo, el micro y el macrocosmos, el hombre y Dios. Esto explica, al mismo tiempo, que el título de su novela semiautobiográfica sea igual al de éste, su primer poemario.
La irrupción en el espacio literario de México, dominantemente masculino, marcó en buena medida la recepción de la obra de la autora. Según consta en una reseña de Rubén Salazar Mallén, este libro suscitó tanto la admiración como el recelo de sus pares, de modo tal que se comenzó a cuestionar la autoría de los poemas. Por otra parte este autor también señala que en los versos de Yo soy mi casa, se observan los temas de la angustia, la voluntad entristecida de descubrirse, de encontrarle una dirección y un destino a la vida, a diferencia de la angustia sensual y dulzona de Paul Géraldy, o la abrupta, cual proclama comunista, de Neruda, o la sonora y amena banalidad de García Lorca. La angustia en el poema de Guadalupe Amor es trascendente. Construyó a un sujeto lírico atormentado mediante un lenguaje libre de recursos retóricos, licencias poéticas y metáforas.
El mismo tema de la angustia presente en Yo soy mi casa atraviesa sus obras posteriores, tal como en su segundo libro, Puerta obstinada, publicado en 1946 por la editorial Alcancía, el cual produjo aún más asombro que el primero. A decir de Rubén Salazar Mallén, este libro podría resumirse en un solo verso: “¡Ay, si mi alma, alma tuviera!”, puesto que la voz poética siguió tratando de desentrañar su identidad, y preguntándose acerca del enigma de sí misma y de la vida. Busca descifrar la existencia, aunque siente que es demasiado débil para lograrlo. De ello surge su angustia y su “peregrinación sin descanso dentro del verso, dentro de la poesía”.
Publicado en 1948 por el sello de Stylo, Círculo de angustia profundiza el tema hasta incluirlo en el título mismo del libro. Particularmente en la serie titulada Círculo de sangre, décima ii, se esconde una biografía espiritual:
Mi sangre es lo que me quema;
vidas ha la llevo adentro;
en mí coaguló su centro;
yo soy su sangriento tema.
Es en mí su fuerza extrema;
antes de nacer, me hizo;
ya nací bajo su hechizo;
viviendo me he desangrado…
Todo el mundo he probado,
y mi sangre me deshizo.[11]
En Círculo de angustia, afirma Salazar Mallén, la autora realiza su vocación poética, ésta alcanza madurez y profundidad, de tal modo que entre las páginas se entreveran los problemas, a la vez personales y colectivos. La de Guadalupe Amor es una poesía trascendente y de angustia; es “espejo de una preocupación eterna y grande, por cuanto no está limitada por los incidentes fugaces ni por las preocupaciones circunstanciales”.
Curiosamente, la mayoría de las referencias periodísticas sobre la inesperada aparición de Guadalupe Amor en las letras mexicanas se encuentran hasta 1948, fecha de la publicación de su antología poética de sencillo título: Poesía. En su artículo “Mujer, poesía y cerebro, eso es Pita Amor”, publicado en la revista Hoy en mayo del mismo año, José Revueltas pondera el significado de tan súbita e insólita aparición. Al mismo tiempo, presenta –en tono profético– algunos de los temas que, más tarde, cobrarán mucha importancia en la vida y obra de la poeta. También considera –y resuelve, de manera elegante– el debate sobre la controvertida autoría de los poemas de Guadalupe Amor al cuestionar la “originalidad” de cualquier creación artística:
Pienso que, en verdad, Pita Amor no es quien escribe sus versos; ningún poeta lo hace. Todos tienen un ángel, un demonio, un silfo, que recoge la poesía del aire y se la transmite en secreto, misteriosamente, sin que nadie –menos aún el propio poeta– se entere, como en un sueño, exacto sí, tal vez mientras duermen, tal vez mientras no duermen, sonámbulos de tantas cosas, en sus noches terribles, cuando ya ningún reloj marca las horas.
Otro de los comentaristas de Poesía fue Wilberto Cantón que, en una reseña para la revista Suma Bibliográfica, ilustró el impacto que tuvo la obra de Guadalupe Amor en el mundo literario mexicano a mediados del siglo xx. No se detiene en el personaje, sino en la propuesta poética de la autora:
Avanzando serenamente hacia una arquitectura poemática muy propia y, al mismo tiempo, muy clásica, Guadalupe Amor muestra un acendrado lirismo que elige las formas escuetas y rigurosas del verso, repudiando las libertades que, después de haber sido conquista y orgullo de la poesía moderna, están a punto de ser su perdición.[12]
Los poemas siguen las formas tradicionales (sonetos, décimas, octavas, dísticos) y están construidos en octosílabos y en endecasílabos. La angustia, la muerte y el destino trazan la línea temática que se mantiene como la preocupación central de su proyecto escritural. Uno de los rasgos distintivos de los versos estriba en el acercamiento directo con el lector a través de la sencillez verbal, proceso que, según Cantón, se traduce en un carácter místico-profano. Este autor considera que esta obra fue una pieza angular de la literatura joven en México, así como de América y España.
Aparecido en la revista literaria Fuensanta, el artículo “La poesía inmanente de Guadalupe Amor” de Salvador de la Cruz García es la primera reflexión metódica sobre la obra de Guadalupe Amor al centrarse exclusivamente en los méritos de su obra poética a nivel universal. La compara con los Diálogos del gran pesimista italiano, Giacomo Leopardi y con la filosofía de Descartes y Pascal: “Quiero llamar poesía inmanente a la que Guadalupe Amor nos ha revelado en tres libros de reciente aparición, porque el rigor intelectual con que ha sido fraguada, la sencillez lírica que la envuelve y la sustanciosa brevedad del soneto y la décima cuyos moldes frecuenta, hacen de esta obra poética una lúcida experiencia mental”.[13]
De la Cruz alude que el pensamiento reflexivo que atormenta la existencia une la obra de la autora con la de Leopardi. El estudioso se refiere a la idea del pensamiento “no como un siervo que se ocupa en comunicar al hombre con la realidad que lo rodea, sino como un poder irresistible que invade los dominios de la concepción lírica y frena los ímpetus de la sensibilidad. De este señorío mental, de este predominio de la conciencia, participa la poesía de Guadalupe Amor cuya esencia áspera y decantada, impregna el mundo de las ideas”: “¡Que no puedo soportar / lo que en mi mente se agolpa…! / Yo prefiero renunciar / a esta vida que es locura, / que continuar la tortura / de vivir con pensamientos”.[14] Con lo anterior, De la Cruz no pretende inscribir la poesía de la escritora mexicana dentro del complejo proceso de la razón, esto es, del pensamiento como ejercicio filosófico o como reflexión moral, ni ver el pensamiento como el objetivo constante de este ars poetica. Los calificativos pascaliano y cartesiano de algunos versos se deben a la “reflexión que imponen a las tremendas realidades humanas y que es cartesiana su manera geométrica de aprisionar el sueño y la pasión del hombre”.[15] Posteriormente, el autor cita el siguiente soneto para ejemplificar su forma de expresar el sentido pascaliano de la existencia con aproximaciones a la exactitud metódica de Descartes:
Por la noche se alarga mi figura.
No dudo que mi cuerpo quede intacto,
pero ya mi alma vuelta hacia lo abstracto,
logra tocar inexistente altura.
Mientras mi carne aguarda sepultura,
mi espíritu conoce ya lo exacto,
tanto ha llegado a refinar el tacto,
que ha visto claridad en la negrura.
Infeliz es mi cuerpo por humano:
esperando gusanos ya es gusano.
Mi alma es prodigiosa por enorme:
¡tan renegada, pero tan conforme!
Cuando mi carne ya se está pudriendo,
mi espíritu asombroso va ascendiendo.[16]
De la Cruz añade que los versos cumplen las veces de reproducción lírica del sentir de Pascal y Descartes, sin necesariamente haber sido objeto de la influencia directa de dichos pensadores franceses; ya “en el lírico trance, cuando se ha cultivado intensamente la inclinación a las cosas trascendentes del hombre, tiene que sobrevivir el contacto y la fusión con los grandes espíritus”.[17]
Un año después de la publicación que reunió poemas de los tres primeros libros de la autora, apareció Polvo (1949), nuevamente bajo el sello de la editorial Stylo, en cuyo homenaje Diego Rivera pintó a la autora en un enorme retrato. Mereció la atención crítica del poeta zacatecano Roberto Cabral del Hoyo y del cuentista guanajuatense Efrén Hernández; las reseñas de ambos fueron publicadas en las páginas de la revista América. Debido a la aparición de dos nuevas décimas en esta revista en julio de 1948 (reunidas un año después en el libro Polvo), Hernández, bajo el pseudónimo de Till Ealling, señaló la extraña índole de esta poesía, destacando su innegable contenido metafísico. Ealling describió la delicada tensión que existe en la poesía de Guadalupe Amor, la que impone a sus versos un tono peculiar: “Su poesía arranca simulando turbión en espiral, atraviesa hoy el caos, apunta a lo metafísico, y augura, si es que llega a la orilla, acampar en lo místico”.[18] Cabral del Hoyo consideró la naturaleza de esta poesía, contemplando la atención crítica –a veces malévola– dirigida hacia la poeta y su obra, muchas veces por autores que se contentaban con la estéril práctica de husmear en su poesía, buscando posibles antecedentes, parentescos e influencias, por no decir modelos poéticos o versos completos que la poeta hubiera incorporado dentro de los suyos.[19] El zacatecano, asimismo, puntualizó en el tema de la muerte presente en los versos de la autora, asunto que al traducirse en una visión muy particular establece una ruptura con toda forma convencional y retórica.
Después de dos años sin publicar libro alguno, Guadalupe Amor reapareció en 1951 con un nuevo poemario, Más allá de lo oscuro, publicado por Stylo como varios de los libros anteriores. José Luis Martínez se encargó de reseñar el poemario y advirtió, entre otros aspectos, que en su obra en principio existe una unidad temática centrada en una fundamental preocupación metafísica: el sentido y destino de la vida humana. La muerte, el amor, la vanidad, la soledad, la angustia y Dios son los asuntos que, según Martínez, si bien no se erigen como novedosos en la tradición literaria mexicana, se distinguen por el manejo peculiar del lenguaje, por la elaboración de expresiones directas, brutales y descargadas cuando se refiere a las vicisitudes de su vida, a su acercamiento con Dios –ambos son las líneas directrices en su obra–, de modo que tales conceptos tradicionales se actualizan en su proyecto literario.
El autor de La expresión nacional fue uno de los primeros en intentar un análisis objetivo, según el cual los puntos más débiles de la obra son la monótona unidad temática y la lenta conquista de sus fórmulas y recursos expresivos. En lo que concierne a su lenguaje poético:
Guadalupe Amor parece reducir la poesía exclusivamente a su dimensión conceptual. Su mundo imaginativo opera sólo en una zona en que comparaciones, imágenes, metáforas, alegorías y fábulas quedan como apoyaturas o ilustraciones de la escritura lógica, sin fundirse con los conceptos poéticos, sin llegar a ser ya con ellos una misma sustancia inseparable. Y en cuanto a su dicción o música de sus palabras, otra de las dimensiones fundamentales de la poesía, me parece que la de Guadalupe Amor tiene características semejantes a las recién apuntadas a propósito de sus imágenes. La poesía no parece sonarle como música, como creación verbal que además de significar suena y crea un universo y una encantación sonoras. Sus mejores versos lo son pues sólo como afortunadas e intensas expresiones lógicas que al mismo tiempo rehuyeron la delectación sonora, el suave o violento articularse de las palabras.[20]
El libro más logrado y polémico de Guadalupe Amor fue el breve poemario titulado Décimas a Dios. Publicado originalmente en 1953 por el Fondo de Cultura Económica, ha merecido cuatro reimpresiones, la última en 1975 por la editorial Fournier. En el prólogo de la primera edición, la autora explica la íntima búsqueda ontológica que se esconde tras estos versos, siempre provocadores y a veces heréticos que siguen los principios de la mística española.
El mismo año de su publicación, el distinguido historiador mexicano Francisco de la Maza publicó, en el periódico Novedades, su epístola “A las Décimas de Pita Amor”, concebida, por lo visto, como una suerte de contestación y, a la vez, una sutil reprobación al prólogo escrito para su poemario. También ilustra muy bien un aspecto de Pita: su afán de publicidad y la manera en que operaba en ella esta necesidad de ser escuchada, y en muchos casos, alabada.
Ese juicio resulta muy diferente al de la poeta Margarita Michelena, quien siempre simpatizó con la poesía de Guadalupe Amor. En su artículo “Décimas a Dios y una aventura del alma” publicado pocos meses después, el 9 de agosto de 1953, también en Novedades, Michelena analiza y contempla el último libro de la poeta de modo tal que parece contrarrespuesta a la carta escrita por Francisco de la Maza:
Guadalupe Amor, en estas Décimas a Dios, es todavía investigación desesperada, es todavía el alma sola que frente a fugaz conciencia de sí misma, levanta una vacilante antorcha, y desea que detrás de la luz exigua que la guía se abra esa puerta ante la cual el poeta esgrime sus versos como trágicas ganzúas, ante la que ruega y grita con su sed, su angustia y su deseo [...] este pequeño libro es como el testimonio de que un alma ha emprendido su más alta ventura, la más solemne y difícil de las venturas del espíritu. Y cada uno de estos poemas, aun los más desolados y rebeldes –nunca heréticos, porque todos son deseo de Dios– es ya una oración, es decir, forma superior de poesía, lenguaje secreto y amoroso entre el alma en exilio y Dios y la fértil frescura del Paraíso.[21]
En noviembre de 1955, Pita reapareció con su séptimo libro de poesía, Otro libro de amor, publicado en la colección Tezontle del Fondo de Cultura Económica. Este breve poemario ilustra un cambio notable en cuanto a la temática de sus versos. Si antes ardía “por Dios entero”, ahora su deseo no es otro que el contacto físico de su amado. Es otro libro de amor en el sentido celebratorio: si bien constituye un poemario más de Guadalupe Amor, no es como ningún otro que la poeta hubiera escrito hasta el momento. En enero del siguiente año, María Elena Sodi de Pallares comentó con mucha penetración este último libro de Pita. Según ella, el poemario se destacó por la manera tan racional y, a la vez, sensible con que revela deseos explícitamente carnales. Subrayó la originalidad del libro y su atrevimiento en el reino prohibido del sexo, al mismo tiempo que afirma sus características autobiográficas.
Tres años más tarde llegó a las librerías Sirviéndole a Dios de hoguera (1958) dentro de la colección Tezontle del Fondo de Cultura Económica. Según afirmó su amigo y maestro don Alfonso Reyes, era el mejor de cuantos libros había escrito hasta entonces, y constató que con esta breve obra, Pita había “agarrado el núcleo de la poesía”.
En 1959 en la editorial Grijalbo, Guadalupe Amor publicó su noveno poemario, en este caso, un libro de cincuenta décimas, Todos los siglos del mundo. Esta obra significa una etapa de madurez y depuración en la poesía de la autora, de modo que la décima alcanza, a nivel técnico, su máxima perfección. En las páginas de este libro puede hallarse el contradictorio temperamento de la escritora que se explica y realiza por diversos momentos: del amanecer a la noche, y por dos estados como el tedio que culmina en el encantamiento.
Entre 1960 y 1966 la autora no publicó libro alguno. Se mantuvo alejada de la prensa y apartada del mundo de artistas y estrellas que antes siempre la rodearon. Corresponden al periodo de encierro autoimpuesto por la muerte de su hijo, roto con la publicación de los poemarios Fuga de negras y Como reina de baraja. En 1975, tras casi diez años de silencio poético absoluto, publicó en la editorial v Siglos un “safari luminoso”, ciento sesenta décimas bajo el título de Breve zoológico prehistórico e histórico de Guadalupe Amor dictado a Rodolfo Chávez Parra. Este libro constituye, quizás, una respuesta –aunque muy posterior– a la crítica más tenaz de su obra: la falta de evolución, la ausencia de progreso en cuanto a sus tan repetidos temas metafísicos y a su manera de presentarlos. Aunque estructurados en la tradicional forma de la décima, se observa un cambio radical con respecto a la temática, un cambio que se inició en los dos poemarios de 1966. Quizás fue precisamente por este motivo que los libros escritos después de su encierro voluntario no recibieron la acostumbrada atención en la forma de presentaciones y reseñas.
La década de los ochenta abarca el último periodo de producción lírica de Guadalupe Amor. En 1981 publicó dos libros, A mí me ha dado en escribir sonetos y Las amargas lágrimas de Beatriz Sheridan. El primero contiene un prólogo confesional, donde habla sobre la génesis de su poesía, vinculándola con su belleza física y sus experiencias vitales, al mismo tiempo que contempla múltiples aspectos de su vida en sus últimos años, no sin cierta nostalgia por el tiempo ya desvanecido. El segundo contiene doce poemas que hacen referencia a la obra de R. W. Fassbinder presentada por la actriz mexicano-inglesa en el teatro Milán de la Ciudad de México. Prologado por Alberto Dallal incluye muchas fotos de Sheridan por quien la autora sentía gran atracción.
Además de los libros de esta década en que sobresale la figura de Cristo –Ese Cristo terrible en su agonía (1984), Los treinta y tres cristos de Guadalupe amor (1989)– se suceden, entre otros, los que aparecieron en editoriales fundadas en esta década, como Katún (Las flores, 1989), Posada (48 veces Pita, 1983), o en editoriales antiguas como la Imprenta Madero (La manzana de Marta Chapa: 20 sonetos y una carta, 1986). También divulgó su obra en ediciones de autora (Soy dueña del universo. Veinticinco sonetos), canal editorial en que apareció el último libro de Guadalupe Amor, Liras, de 1990. No obstante, la obra lírica no concluyó aquí. El investigador Michael K. Schuessler publicó dentro de su libro Pita Amor. La undécima musa una serie de poemas inéditos que le entregó a inicio de los años noventa Jaime Chávez, gran amigo de la autora por más de cincuenta años. Se trata de poemas dedicados a Frida Kahlo, Pina Pellicer y sobre el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco.
En 1957 en el Fondo de Cultura Económica en su colección Letras Mexicanas, Guadalupe Amor da conocer su primera novela Yo soy mi casa, cuyo título es homónimo al de su primer libro de poesía. En ella cuenta las experiencias de la niña Pita Román, cuyo apellido casi palindrómico sirve para desenmascarar a la más pequeña de los hermanos Amor detrás de su diminuto “personaje” literario.
La novela ha recibido diferentes propuestas de lectura; la primera mención aparece en un artículo de Emmanuel Carballo publicado en el periódico Novedades del 6 de octubre de 1957, escasos días después de haber salido a la venta en las librerías de la capital. Carballo discrepaba con la esencia autobiográfica de esta novela: “Pita Amor combina aquí la biografía y la novela. Cuenta –amalgamando recuerdos personales y francas invenciones– su vida, su infancia y primeros años de adolescencia; la vida de su familia y la biografía de su casa. La estructura de Yo soy mi casa es –hasta donde ésta es posible– novedosa”.[22]
La obra, en vez de capítulos, está dividida conforme al plano de una casa: recámaras, halls, corredores, jardín, patios, sala, comedor, baños, estancias, sótanos, cocina y cuartos de la servidumbre. La casa y Pita Román se erigen como los protagonistas principales, el contexto espacial evoca la configuración de los seres que lo habitan, de modo que alcanza el primer plano en el ámbito de las acciones. La soberbia es uno de los recursos que conceden a la novela coherencia estructural que está acorde con la caracterización de la figura femenina. No importa la ausencia de personajes con relieve, pero sí que –y Guadalupe Amor lo consigue– la pequeña hija de la familia Román cobre a los ojos del lector tres dimensiones.
María Elvira Bermúdez intentó clasificar, desde un punto de vista estrictamente técnico, el género al que pertenece esta obra. Por lo que concierne al contenido, la autora rechaza la supuesta autenticidad de esta novela semiautobiográfica al subrayar una repetida falta de razones que explicarían el comportamiento de la joven protagonista, Pita Román. Para la estudiosa, esta niña mimada cuya tragedia vital es la de no poder comprar todas las golosinas que quisiera de la dulcería “Las Glorias”, no sería capaz de hacer semejantes rabietas y berrinches ni mucho menos padecer anhelos de Dios. Como lo menciona María Elvira Bermúdez, aunque en su obra estén presentes algunos elementos autobiográficos, Yo soy mi casa no está construido como un libro de memorias, sino como una novela. Por ello, hay que reparar en algunas de sus características como las descripciones largas, típicas de la novela de espacio. Asimismo, se trata de una obra más cercana a la novela de costumbres, que psicológica. Aunque el lector presencia las rabietas de Pita Román, desconoce qué hay detrás de su desesperación. De igual manera, oye hablar de un “anhelo de Dios” pero sólo ve arrebatos de gula y soberbia. Y, por último, no comprende por qué la madre, que es pulcra y hacendosa, es el blanco favorito de las rabietas de la niña. La pregunta que asalta al lector es por qué si aquella niña, que nació en el seno de una familia piadosa y no tuvo otra pena que no fuera comer todas las golosinas que quisiera, se sintió tan atormentada y sola. Además, la ausencia de virtudes en Pita Román demuestran un falseamiento deliberado de su carácter.[23]
Por su parte, el primer intento de un estudio psicoanalítico de Yo soy mi casa estuvo a cargo del doctor Alfredo Ramos Espinoza, publicado en El Nacional el 5 de enero de 1958.[24] Aborda la problemática con base en diversos símbolos que se desarrollan en el personaje en la vida doméstica. Por consiguiente, es natural que el especialista crea firmemente que esta obra de ostensible ficción sea, en el fondo, verídica; cuando menos a nivel subconsciente. Entre los símbolos que propone Ramos Espinoza se encuentra, en primer lugar, el de la mariposa: de la pequeñez de la niña surge la mariposa oscura que imaginariamente la persigue azotándose contra el cielo raso durante sus largos insomnios. Según él, se trata de la angustia subconsciente que se vuelve terror consciente. Su pequeño cuerpo se transforma en la pequeña y terrible mariposa.
En segundo lugar, Ramos Espinoza propone el símbolo de inmolación, es decir que al ver sacrificados varios animales domésticos se llena de pavor, cual si la sacrificada fuera ella misma. Se trata de la comprensión de que ella también puede ser inmolada por los más grandes y fuertes. Posteriormente, menciona que el tercer símbolo es el de Conchis, una pequeña muñeca de frágil celuloide para la que consigue trescientos vestidos de las telas más finas. Conchis es tan pequeña como la heroína Pita Román, quien a menudo utiliza los vestidos arreglados de las hermanas mayores en los que siempre se notan los antiguos dobleces y pespuntes. Pita pone en Conchis toda la ternura y solicitud que para ella quisiera.
En cuarto lugar, Ramos Espinoza habla de la personalidad infantil del personaje principal. Pita Román carece de amigos y confidentes en la casa. Las hermanas son mayores y les cuesta trabajo platicar con las criadas pues tienen sus ocupaciones. A ellas no les gusta oír los gritos desentonados con que la niña canta y Pita se siente inmensamente sola. Tan sola como el jardín polvoriento sin flores ni plantas que tanta angustia le produce.
Por último toca el tema de lo moral en la novela y argumenta que en los episodios de la vida de Pita Román se advierte que no es la austera energía el incentivo propicio para que el niño se enamore de los preceptos morales. La intransigencia agresiva de una maestra puede prender en el subconsciente el deseo de contrariarla, de hacer lo contrario por el camino de la antipatía.
Galería de títeres, obra publicada en 1960 por el Fondo de Cultura Económica en la colección Letras Mexicanas, recibió algunos juicios no tan favorables sobre su primer (y último) intento de escribir en tercera persona. En su artículo “Guadalupe Amor: Galería de títeres”, Eunice Odio valora la temática de estos cuentos:
Este volumen, como dije, reúne cuarenta (¡cuarenta!) trabajos de difícil clasificación. No son cuentos, relatos o fábulas. ¿De qué se trata, entonces? Algunos, como ‘El pobre’, casi logran calidad de gacetilla edificante, o de prurito psicológico de alguna revista para señoras. No obstante, esforzándose algo, se llega a caer en la cuenta de lo que realmente son las prosas de Pita Amor. Son, ni más ni menos, chismes de diversos materiales y del peor gusto. Homosexuales, matronas, amantes frustrados desfilan por el libro, no como una galería de títeres –¡ojalá que fueran!–, sino como una colección de trajes y de sombreros pasados de moda. Ahí nada se salva. Ni las tontas avivadas, ni las escenitas tan repugnantes…[25]
Muy diferente es el comentario de Juan Vicente Melo sobre el mismo libro. Su reseña, publicada en la revista de Elías Nandino Estaciones de 1960, parece respuesta a las observaciones de Eunice Odio:
Víctima constante de elogios o ataques desmedidos, Guadalupe Amor ha conocido el éxito de librería, la inclusión frecuente en antologías varias, el interés de un público que, cegado las más de las veces por los ecos de una singular, rebelde forma de vida, ha seguido la lista creciente de sus obras poéticas y, sin advertir todo lo que la separa de la excesiva producción femenina mexicana, ha llegado a incluir sus palabras en las inútiles bocas de los declamadores profesionales y amateurs.[26]
Galería de títeres es su segundo libro en prosa. Desde Yo soy mi casa (1957), la primera obra en que abandona décimas y liras, podía advertirse un lenguaje simple, directo, limpio, y un definido talento narrativo a pesar de la natural tendencia a la figura retórica, a la mezcla de recuerdos envueltos en un tono novelesco. Mas ahora, con estas cuarenta brevísimas prosas, Guadalupe Amor se ha limpiado de las primeras asperezas y se presenta dueña de su oficio, de exactitud en la palabra y en el toque ambiental, de una perspicacia y una hondura en la observación de la dinámica emocional de sus criaturas.
Los personajes, añade Juan Vicente Melo, son presentados mediante un lenguaje directo, lo que hace de Galería de títeres una obra de tipo conversacional. Son objeto de observación de fragmentos específicos de sus vidas y apenas tienen la oportunidad de desarrollarse espacial o temporalmente. Son el material de una instantánea o de una estampa, cuyo hilo en común es “la presencia constante de la fatalidad, la rebelde inconformidad por sus pequeños dramas, el horror continuo por la irremediable senilidad, la nostalgia de la juventud y la comprobación ininterrumpida de la decadencia física, el aprendizaje de la muerte”.[27] Guadalupe Amor encierra las estampas “en movimientos lentos, en resignaciones pasajeras, en momentánea paz; mas la rebelión es constante, la angustia imperiosa, el sufrimiento atroz”.[28]
Cabe señalar que el elemento “femenino” del que habla Vicente Melo con respecto a la prosa de Guadalupe Amor no alude a un lugar común ni se refiere a ningún tipo de sentimentalismo o melodrama; lo femenino es, más bien, “hoguera que consume todas las esperanzas, generadora de todas las muertes”.[29]
El lunes 8 de mayo del 2000 Guadalupe Amor dejó de existir al menos en este mundo tan mundano, víctima de una letal pulmonía. Había dejado su pequeño departamento en el edificio Vizcaya algunos días antes cuando sus familiares la llevaron a la casa de su sobrino Juan Pérez Amor y después a una clínica de San Jerónimo.
Al final de sus días, la reacción de los espectadores ante su extraordinaria megalomanía era siempre una: la risa. En la Zona Rosa lo que solía imperar frente a ella era el miedo. Impactaban sus extravagancias y su temperamento desbordante, pero no era difícil descubrir en Pita Amor la imagen viva de los estragos que provoca la falta de autocrítica.
Al final, lo que pareciera un exceso de autoestima se convirtió en una egolatría desorbitada. En la Zona Rosa, entre las calles de Génova y Amberes, Pita fue rescatada en varias ocasiones por el anticuario Ricardo Pérez Escamilla que la protegía y por Pedro Friedeberg y Wanda Sevilla que la invitaban a su casa. También la Galería de Antonio Souza le dio albergue en el momento más crítico.
Por su parte, a propósito del “yo poético” que constituyó el sujeto –la identidad personal de la poeta– sublimado de su poesía, podemos señalar la existencia de una dicotomía de oposición que, en su consolidación, proporciona la estructura tripartita de sus poemas, una estructura que prevalece en la mayoría de sus más inspirados versos, proporcionándoles un ritmo de contrapunto –casi barroco– y una estructura retórica que es parecida a la del silogismo clásico. No obstante, esta cualidad no se limita a la forma estructural, pues también subyace en los conceptos intelectuales de su poesía.
Creadora de un arte sumamente intelectual, Pita Amor –otra Penélope– deshilvana la engañosa máscara del individuo que cubre el rostro de la verdad al mismo tiempo que vuelve a tejer esta misma careta con un gran número de poemas escritos, en su mayoría, en primera persona del singular, logrando así algo muy parecido a lo que también alcanzó su amiga Frida Kahlo con el autorretrato.
Los sentimientos que transmite este “yo poético” –aunque muy particulares– son ecos del mundo que habita su ser que, como hemos notado, refleja y está reflejado a la vez, creando un duro escudo que nos prohíbe descubrir lo que podríamos llamar el verdadero “yo poético” de su poesía –si es que tal “yo” exista en forma duradera y definible.
Esta misteriosa relación entre Guadalupe Amor y el arte que creó se encuentra en una nítida tensión emocional que se trasladó a su propia vida como ser humano, llevándola a declarar a quien esto escribe que “Guadalupe no es realidad, Guadalupe Amor no existe; es un mito inventado por ella misma”. No obstante, Pita resolvió, hasta cierto punto, dicha tensión al equipararse a la poesía que escribió: “Mis problemas personales son los mismos que mis problemas poéticos” (entrevista con Cristina Pacheco).
Con Guadalupe Amor estamos frente a una serie de dicotomías que forman sus emociones y su intelecto, su voz poética y su vida personal, su estilo clásico y su ser iconoclasta… la razón y la locura.
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Bermúdez, María Elvira, “La casa de Pita”, Excélsior, 17 de noviembre de 1957, p. 3.
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Amor, Guadalupe, Guadalupe Amor, selec. y nota introductoria de Roberto Fernández Sepúlveda, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México/ Coordinación de Difusión Cultural/ Dirección de Literatura, 2012, (consultado el 17 de mayo de 2018).
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Nació en la Ciudad de México, el 30 de mayo de 1917; muere el 8 de mayo de 2000. Pintora, narradora y poeta. Realizó estudios en el Colegio del Sagrado Corazón. Colaboró en la revista antológica América; el suplemento Revista mexicana de cultura, de El Nacional; México en la cultura, de Novedades; la Revista Mexicana de Literatura. Poemas y cuentos suyos fueron incluidos en los anuarios de poesía y cuento mexicanos del inba. Incursionó fugazmente en el cine como actriz, en Cadetes de la Naval (1944) y El que murió de amor (1945). Fue conductora del programa “La Señora de la Tinta”, de Canal Once y de “Variaciones sobre un Motivo Poético”, de Radio Universidad.
1995 / 10 ago 2018 17:14
Guadalupe Amor fue la revelación poética entre 1946 (Yo soy mi casa) y 1955 (Otro libro de amor). Su originalidad reside en sus temas metafísicos y abstractos, expresados en liras sueltas, décimas y sonetos, y en un lenguaje directo y áspero. Sus Poesías completas (1951), que recogen sus cinco primero libros, las editó Aguilar, en Madrid, con un entusiasta prólogo de Margarita Michelena y una "Confidencia" de la autora. Con el mismo título de su primer libro de versos, Yo soy mi casa, Pita Amor publicó en 1957 (colección Letras Mexicanas, 35) un hermoso libro de memorias noveladas de su infancia.
Fue la última de siete hermanos, todos descendientes por vía materna de la aristocracia alemana, y de la francesa y de la española por vía paterna. Su padre padeció las consecuencias de la Revolución Mexicana al ser despojado de sus propiedades, por lo que Guadalupe Amor realizó sus primeros estudios en su casa bajo la instrucción de la mayor de sus hermanas. Continuó sus estudios en el Colegio Motolinía, el Colegio de las Damas del Sagrado Corazón de Jesús y el Colegio Francés. Desde muy joven mantuvo una agitada vida social y conoció a los intelectuales y escritores de la época, entre ellos, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, José Revueltas, Fernando Benítez y Ricardo Guerra (uno de sus más cercanos compañeros), Rosario Castellanos y Dolores Castro. Tuvo inclinación por el cine y el teatro, en los que fue actriz de reparto en los años cuarenta. Su gusto por escribir, especialmente poesía, la llevó a educarse de manera autodidacta. Dos de sus más allegados amigos y maestros fueron Enrique González Martínez y Manuel González Montesinos. Ellos y Alfonso Reyes la iniciaron en el estudio del arte poética y la lectura de poetas clásicos españoles, de franceses como Baudelaire y Rimbaud, y de los existencialistas entonces en boga. Pita Amor organizaba recitales donde declamaba la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, Calderón de la Barca, López Velarde, Villaurrutia, García Lorca, Machado, Neruda y la suya propia. Su poesía fue publicada en la revista América y en los suplementos culturales "Revista Mexicana de Cultura", "Diorama de la Cultura" y "La Cultura en México". A su muerte se le rindió un Homenaje Nacional en el Palacio de las Bellas Artes.
Guadalupe Teresa Amor Schmidtlein, “Pita Amor”, fue poeta y narradora. Publicó treinta títulos de poesía y dos de narrativa. Yo soy mi casa, de carácter autobiográfico, narra el cambio de la niñez a la juventud y el alejamiento del ámbito familiar de su protagonista, persona inquieta, tempestuosa, temeraria y egocéntrica. Los temas recurrentes en la obra de Pita Amor son la soledad y la melancolía que trata con una sensibilidad profunda. En su literatura está la descripción de los diversos lugares y objetos que conformaban su casa y el carácter de sus personajes para dejar una imagen vívida de la sociedad del postporfiriato venida a menos. Galería de títeres se compone de relatos breves, ejemplo de buena prosa y eficacia descriptiva de la psicología de sus personajes, la mayoría mujeres, que se enfrentan a la ausencia del amor, a la soledad, a la vejez, "cárcel de arrugas", como la llamó la autora, o a la pobreza; mujeres vistas mordazmente en su envidia, impiedad, lesbianismo y obsesión por la muerte. La autora propone la escritura como salvación de vida. De este reiterado carácter intimista surge su poesía: Yo soy mi casa, título compartido con su novela en que la autora expresa su sentimiento de prisión de su casa y reconoce sus conflictos de personalidad surgidos en su espacio familiar, temas presentes en su obra poética a través de tercetos, décimas y sonetos, como en Como reina de barajas, 48 veces Pita, Pita y otros monstruos, Pita, por Guadalupe Amor. En Puerta obstinada y Círculo de angustia aparecen por primera vez los conceptos de la culpa y la expiación a través del camino religioso en obras como Décimas a Dios, Sirviéndole a Dios de hoguera, Ese Cristo terrible en su agonía y Los treinta y tres Cristos de Guadalupe Amor. Las amargas lágrimas de Beatriz Sheridan recrea el título de la obra teatral de Rainer Fassbinder, Las amargas lágrimas de Petra von Kant, que Beatriz Sheridan, amiga de la autora, protagonizó de manera magistral en 1978.
- Pita Amor
Instituciones, distinciones o publicaciones
América. Revista Antológica de Literatura
Diorama. Suplemento cultural de Excélsior