En el generoso matiz de la obra poética de Gilberto Castellanos, Aural se revela como el más íntimo haz del poeta. No es que proyecte sólo el reflejo de una introspección lírica disciplinada y siempre gozosa de las formas, sino que se descompone cromáticamente a partir de la cotidianidad del hacer, del acto minúsculo pero trascendente de colocar pieza a pieza los cimientos de la Obra. La casa aquí es una alegría del lenguaje, de la indispensable cimentación verbal que exige el poema para habitarse y habitarnos, porque si un empeño tiene la luz es edificar, hacer humano el espacio: "Mi casa rompe, se alarga intensa como agua si sus dueños no duermen; la cal espera siempre todos los regresos, al final descasa, quieta, y se compenetra con el cielo cuando sueña".
Por eso los poemas se entreveran, se superponen para erigir sucesivas ventanas hacia el cielo abierto, hacia la ciudad que engulle la memoria pero no por eso despersonaliza al poeta, hacia la calle rumorosa que entra a bocinazo limpio y entorpece el fluir de la vida; entonces, en lugar de encerrarse a piedra y lodo en el lamento, Castellanos corona de miradas las "altas hogueras" donde la luz, en su mítico periplo, recobra para los hombres la llana esencia del linaje.