La primera edición de La vida soñolienta de Leonora de la Cruz apareció en el año 2004. Cuatro años más tarde se publicaron las traducciones inglesa y francesa. Se hizo una película de dibujos animados basada en los collages de Selena Kimball, y en 2010 la historia de la monja subió a los escenarios.
Desde la existencia de la primera edición en formato álbum Leonora de la Cruz sigue su propio camino. Yo ya no puedo ejercer influencia alguna. Primero, la describieron los catálogos de instituciones respetadas, unos, en su virtud de figura histórica; otros, como un producto de la fantasía de los surrealistas. Después, cuando estaba preparando la edición francesa, pasaron una serie de acontecimientos extraños que indicaban a todas luces que Santa Leonora los dirigía desde su tumba. Cuando en La Coupole de París tuvo lugar lo que podríamos llamar la promoción del libro, los plomos se fundieron justo en el momento en el que la persona que llevaba el encuentro –después de haber informado a los asistentes que la santa tenía como costumbre inmiscuirse en los actos de los vivos– puso en marcha el proyector para pasar la película basada en los collages.
El editor polaco creó una línea de colección en su catálogo para ella sola: mistificación. Cuál no fue mi sorpresa cuando hace un año nos invitaron, a Leonora y a mí, a un festival dedicado a la mistificación literaria en Francia, donde la mayor parte del público se había tomado en serio la historia. Alguien me preguntó de pasada qué decían los archivos del Vaticano sobre mi protagonista. Otro me espetó que ocuparse de una “santa” era una muestra de ingenuidad. En aquel momento se me encendió una lucecita (¡una persona de un país católico no bromea acerca de los santos!) que me hizo subir al escenario el último día y reconocer la verdad. Lo que vino después me sorprendió aún más. Una parte del auditorio lo aplaudió aliviada, y la otra parte se quedó sentada con malas caras. Moviendo la cabeza con incredulidad, un redactor de un programa de radio me dio su tarjeta y me invitó a participar en su programa. ¡No me podía creer que él también se lo hubiera creído! Cuando un poeta conocido me aseguró que había captado al acto aquella mistificación, vino su mujer y dijo: “¿Ves cómo tenía razón? ¡Leonora de la Cruz no existe!”.