2015 / 01 dic 2017
Considerada la obra más famosa de Rafael Solana, Debiera haber obispas fue escrita en 1953 y estrenada en 1954. El texto cuenta la historia de Matea, una solterona que ha dedicado toda su vida al cuidado del cura Feliciano, quien, antes de morir, fue víctima de accesos de locura. El resto de los personajes, un grupo que nunca ha evitado mostrar su desagrado hacia ella, la culpa de la muerte del cura, hasta que el Obispo les confiesa que es posible que Matea conozca todos los secretos de confesión que habían depositado en el padre. A partir de ese momento, todos tratarán de ganarse su amistad, convirtiéndola en la mujer más poderosa del pueblo.
El texto, debido a su temática, resalta el lenguaje irónico y las situaciones absurdas que se desprenden de la vida cotidiana en un pueblo, cuya dinámica social gira alrededor de la iglesia, el secreto y la culpa. Es también una crítica a la situación política y social de la mujer, así como un importante testimonio del momento histórico en que fue escrito. En este sentido se puede encontrar paralelismo con otras obras contemporáneas como Rosalba y los Llaveros (1950), de Emilio Carballido, Clotilde en su casa (1955) de Jorge Ibargüengoitia y Los frutos caídos (1957) de Luisa Josefina Hernández.
La obra se estrenó el 29 de abril de 1954 en la sala Chopin bajo la dirección Luis G. Basurto y escenografía de Rodolfo Galván, con actuaciones de María Tereza Montoya, Emma Fink y Felipe Montoya, entre otros. El texto ha tenido varias puestas, entre las que destaca el reestreno de la obra en 1963 en el teatro Virginia Fábregas, su representación en Alemania el mismo año y en Argentina; la versión cinematográfica, La viuda negra, de Arturo Ripstein en 1977; y un posterior estreno en 1990 a cargo de Héctor Azar en el teatro de CADAC.
Para comprender los cambios importantes que operaban en el país durante los años en que Solana se estrena como dramaturgo se debe considerar, en primera instancia, el crecimiento económico durante las décadas de 1940 y 1950. Con el gobierno de Manuel Ávila Camacho (1940-1946) las condiciones socioeconómicas de México comenzaron a mejorar; se consolidó la inversión privada y se adquirió capital extranjero; se estabilizaron las divisas y los precios; y se lograron importantísimos avances en el sector salud, en 1943 se inauguró el Instituto Mexicano del Seguro Social.
Dentro del gobierno de Miguel Alemán (1946-1952), los proyectos de modernización se enfocaron en nuevos ámbitos: telecomunicaciones, transporte y cultura. Por un lado, se crearon ejes viales, se construyeron rascacielos y multifamiliares; se agilizó la comunicación dentro del país construyendo nuevas carreteras; por el otro, se vio el nacimiento del Instituto Nacional de Bellas Artes (1946) y comenzó la construcción de Ciudad Universitaria (1952); la industria cinematográfica se encontraba en su llamada época de oro. Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) continuó con la consolidación del Estado moderno mexicano; estableció el modelo del llamado desarrollo estabilizador, acompañado de justicia social; y legisló la participación política de la mujer, estableciendo su derecho al voto y a ser representante de elección popular.
En el terreno del teatro durante estos años de crecimiento económico Rodolfo Usigli tiene la primera y única temporada de su Teatro de media noche (1940) y estrena El gesticulador (1947), El niño y la niebla (1951) y Jano es una muchacha (1952), entre otras obras; se funda el Teatro Escolar de Bellas Artes (1941) y se dan las primeras temporadas del Teatro Infantil de Bellas Artes (1942); se crea el Teatro de México (1943), el primer intento por conformar una compañía nacional de teatro; se inaugura la Escuela de Arte Teatral, creada por Concepción Sada (1946); inician las temporadas del teatro de Bellas Artes, con la presentación de Don Quijote de la Mancha (1947), que dirige Salvador Novo; se abre la primera escuela de escenografía en la Escuela de Arte Teatral (1949); se estrenan las obras Rosalba y los Llaveros (1950) de Emilio Carballido, Juego peligroso (1950) de Xavier Villaurrutia, El cuadrante de la soledad (1950) de José Revueltas, Los signos del zodiaco (1951) de Sergio Magaña, La culta dama (1951) de Salvador Novo, El color de nuestra piel (1952) de Celestino Gorostiza, Las cosas simples (1953) de Héctor Mendoza, Una ciudad para vivir (1954) de Ignacio Retes, Debiera haber obispas (1954) de Rafael Solana, Susana y los jóvenes (1954) de Jorge Ibargüengoitia, Cada quien su vida (1955) de Luis G. Basurto, Un hogar sólido (1957) de Elena Garro, entre muchas otras obras más. También se crea el Teatro de los Insurgentes (1953); se celebra el Primer Encuentro de Teatro de los Estados (1954), antecedente de la Muestra Nacional de Teatro; inician los festivales de Teatro Universitario (1955) y tiene lugar la primera temporada de Poesía en Voz Alta (1956), importante movimiento que congregó figuras de la talla de Octavio Paz, Juan José Arreola y Héctor Mendoza, entre otros.[1]
Los primeros pasos de Rafael Solana como autor dramático tuvieron lugar en las temporadas de la Unión Nacional de Autores (UNA), proyecto impulsado por personajes como Rodolfo Usigli, Xavier Villaurrutia y Agustín Lazo. En este contexto Solana se une en 1952 a la serie de estrenos nacionales que la UNA promovía “ante la vital necesidad de que el teatro mexicano alcanzara plena realización en nuestros escenarios”.[2] Lo anterior con la puesta en escena en el Teatro Colón de su obra Las islas de oro (1952). A ésta le siguió la comedia Estrella que se apaga, adaptación de un cuento suyo homónimo, que fue estrenada en el Teatro Caracol en 1953; y ese mismo año Sólo quedaban las plumas fue llevada a escena en la Sala Chopin. Es así como en 1954, en el Teatro de la Ciudadela, fue estrenada con éxito Debiera haber obispas, sin duda una de sus obras más populares.
Es necesario destacar que la incursión en la dramaturgia de Rafael Solana coincide, por otra parte, con el despunte de la llamada Generación de Medio Siglo, la primera promoción de dramaturgos mexicanos con educación especializada en teatro: Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández, Sergio Magaña, Jorge Ibargüengoitia, por mencionar sólo algunos. Si bien nuestro autor es mayor que los dramaturgos pertenecientes a dicha generación –nacido en 1915 pertenece a la importante Generación de Taller, junto a Octavio Paz, Alberto Quintero Álvarez y otros–, voces como la de Jovita Millán apuntan que a Solana se le ha “regateado el lugar que merece como integrante de la llamada generación de los 50 o medio siglo”.[3]
Como se ha señalado, el primer impacto de la Generación de Medio Siglo sucedió en 1950 con el estreno de Rosalba y los Llaveros de Emilio Carballido, dirigida por Salvador Novo en el Palacio de Bellas Artes, al que le siguieron muchos otros como el de Los signos del zodiaco de Sergio Magaña en 1951. Este hecho le abrió las puertas a un conjunto de voces y propuestas diferentes que buscaban su expresión sobre los escenarios, ya fueran incipientes o experimentadas, como las de Federico S. Inclán, José Revueltas y el mismo Rafael Solana. Sin embargo, es importante destacar, como continúa Millán, que:
hacia 1952 Rafael Solana había conquistado un lugar en el campo de las letras mediante las publicaciones de libros de poemas, volúmenes de cuentos, novelas y ensayos. También se había convertido en autoridad en la crítica teatral en México con una trayectoria de más de 24 años siguiendo el pulso del teatro de su época. Fue en este año, 1952, cuando a los 37 años de edad y ya alcanzada la madurez que él consideraba necesaria para enfrentar el más difícil de los géneros, llegó al oficio de dramaturgo para quedarse.[4]
Es decir que, si bien su obra dramatúrgica se empata con la de los jóvenes que en ese entonces comenzaban a escribir, Solana ya contaba con una trayectoria importante. El autor, en su expresión teatral, desarrolló un estilo satírico y humorístico para abordar los hábitos de una clase media de la Ciudad de México. Para Antonio Magaña Esquivel, la línea principal de sus obras es la de “una petición de principio” subjetiva “sobre la cual se fraguaba una acción verosímil”, como se demuestra en sus obras Debiera haber obispas, Las islas de oro o Lázaro ha vuelto (1955).[5]
Debiera haber obispas es una obra dramática de estructura lineal, dividida en tres actos (cabe señalar que el segundo tiene, a su vez, dos cuadros). Entre cada uno de ellos hay saltos temporales hacia el futuro (prolepsis), cuya función es reforzar el cambio de la situación económica, política y social de Matea, la protagonista. Con esta disposición Solana se asegura de soportar la idea principal de su obra: qué pasaría sí una mujer adquiriera progresivamente poder político dentro de una comunidad cerrada, como lo son muchas ciudades del país. De esta manera la tensión dramática de la historia va en ascenso hasta llegar al desenlace.
Grosso modo la anécdota de la obra es la siguiente: Matea, quien ha cuidado al padre Feliciano hasta el día de su muerte, se ve involucrada en una situación que le cambia la vida. Por mediación del Obispo el resto de los personajes del pueblo donde vive creen que ella es sabedora de los secretos de confesión, de los pecados y las culpas, que, durante años, habían depositado en el padre Feliciano. A partir de este momento, los personajes que rodean a Matea comienzan a buscarla y a llenarla de regalos, creyendo que con ello conseguirán el silencio de la mujer. A la larga su influencia en las estructuras sociales, religiosas y políticas del pueblo es tan grande que un representante del partido en el poder se acerca a ella para ofrecerle la posibilidad de ser propuesta como diputada. En este punto Matea entra en una crisis y no sabe si aceptar o no la propuesta. Es entonces cuando vuelve aparecer el Obispo, quien no vivía en el pueblo, y la convence de que no acepte y se resigne a tener una vida bajo el llamado de Dios, como su sirvienta.
El espacio a lo largo de toda la obra es la estancia de la casa de Matea, lo cual, dramáticamente, ayuda a concentrar la acción en un solo sitio y a focalizar las acciones de Matea y su cambio de suerte. En los muebles y otros elementos se refleja el cambio de vida favorable de Matea. En un principio, acto i, la acotación describe el lugar de la siguiente manera: “Los muebles son sencillos, austeros, pasados de moda y hasta cierto punto modestos, aunque sin sacrificio de la comodidad […]; en plena pared, un crucifijo pequeño, envuelto en una gasa…”[6]; conforme los actos avanzan el lugar también va mostrando signos de embellecimiento, “Aunque el lugar es el mismo, mucho ha cambiado en él; sobre los muebles hay cojines de colores vistosos, y sobre la mesa y la cómoda hay flores; el librero ha sido cubierto con unas cortinillas de cretona floreada…”,[7] en el segundo acto; y para el último: “en lugar del crucifijo, un gran espejo de marco dorado; en lugar del librero, un magnífico aparato de radio; en lugar de la mesa donde trabajaba el cura, una mesa chiquita y coquetona…”[8]
También la forma de vestir de la mujer será un correlato de su suerte. Mientras en la primera escena Matea está “vestida de oscuro y se confunde con las sombras” y se le describe como “una mujer de edad intermedia, que podría lucir guapa si no estuviese tan por completo descuidada”,[9] en el segundo acto “lleva luto aliviado; un traje blanco estampado de negro, bastante vistoso, y que la favorece; ahora ya se peina de otro modo”,[10] y para el final “está vestida con una bata larga de encaje negro, algo trasparente en la parte superior, y tiene los ojos cubiertos con un antifaz negro para dormir”.[11]
El contraste es mayor con el cambio de las relaciones entre los personajes secundarios y Matea. Mientras que en el primer acto ella es despreciada por el resto del pueblo, para el segundo acto se le busca y llena de regalos y elogios. Ahora no sólo se le cree poseedora de los secretos de confesión de cada uno de los personajes, sino que se ha vuelto en la nueva confesora del pueblo, ante el eminente fracaso del padre Serafín que reemplazó al padre Feliciano. También ha encontrado una manera para que los distintos personajes hagan obras de caridad como penitencia por sus culpas. En una discusión sostenida con el Obispo cuando éste se entera de que ha venido sustituyendo las funciones prácticas del padre Serafín, Matea le contesta:
Todo lo que me dan, usted, que lo inventó todo, sabe por qué me lo dan; sabe muy bien que se creen que así descargan su consciencia: ¡déjelos usted! A su propia manera se castigan; y lo que sí puedo asegurarle es que yo los traigo más cortitos con todos esos tributos que ellos mismos se impusieron, que fueron ocurrencia de ellos, que el padre Serafín con mandarles rezar coronas y triduos…[12]
El pasaje anterior ilustra el juicio de que “Debiera haber obispas retrata una sociedad mexicana a la que agobian las normas y valores de la tradición judeocristiana, y en la que impera la culpa como elemento detonador de la conducta de los personajes”, tal y como dice Silvia Peláez.[13]
La situación final de la obra ubica a Matea en medio de una encrucijada, donde sobresale el poder de decisión de la mujer. Si decide regresar a su posición inicial y seguir al Obispo para convertirse en su ama de llaves, renunciaría a sus influencias y empoderamiento; o si escoge continuar su camino y aceptar la propuesta del representante del partido, se convertirá en una de las primeras mujeres en la política de su localidad. En el momento climático de la obra, Matea se ve asediada por ambos hombres, quienes buscan que tome una decisión, de tal forma que el texto, tras una aparente subversión del statu quo, se resuelve con una vuelta a lo establecido. Como sugiere Silvia Peláez, “el desenlace parece indicar que las mujeres no estaban preparadas para asumir ese reto”, el de volverse participantes de la política nacional.[14]
A lo largo de la obra, los personajes femeninos se ven como seres con poco poder de decisión, es por ello que resulta crucial el cambio de suerte que opera en Matea y la puesta en práctica de su poder sobre las dinámicas sociales del pueblo. Como contraparte de Matea, por ejemplo se encuentra Aurora, quien demuestra claramente su antipatía hacia ella. Sin embargo una vez que ha operado el cambio de suerte de Matea, Aurora se convierte en la primera que le pide favores mediante obsequios:
AURORA: Para mí es un gran gusto, una gran satisfacción, y hasta… un gran alivio. Me los ponía muy poco… no quería que me los viera mi marido; fueron regalo… hmmm, bueno, usted sabe…[15]
Otro personaje que se contrapone a la imagen de Matea y que hace resaltar su poder es Enedina. Ella, indiferente de si se sabe algún secreto suyo o no, está más interesada en conocer los secretos de los demás. De alguna manera lo que busca es acceder, por medio de Matea, al conocimiento que la tiene en una situación de privilegio. En uno de los diálogos le ruega de esta manera:
ENEDINA: (Se pone de pie, se acerca.) Me ha entendido mal… yo no vengo a comprar silencio… a mí no me importa que mis pecados se sepan… grítelos, vocéelos usted, publíquelos, imprímalos… eso no me quita el sueño… Lo que no me deja vivir, lo que llena mi pensamiento de noche y de día es el afán de saber, de conocer los pecados de todos los demás… ¡yo le ofrezco más que todos, yo puedo darle lo que no han podido darle otros, usted pone precio! ¡Pero yo no quiero silencio, yo quiero conocimiento, quiero compartir con usted esos secretos, que desnude usted ante mí las almas de los otros, las de mis amigos, las de mis parientes, las de los desconocidos, todos… quiero saber, quiero conocer… pago lo que sea! ¡No quiero joyas, ni viajes, ni ropa, ni ninguna cosa! ¡Dígame usted, por favor, dígamelo todo! ¡Hable! (Ha caído de rodillas, suplicante, cerca de Matea, y busca sus manos).[16]
Es necesario hacer hincapié en que esta obra de teatro fue estrenada en abril de 1954, cuando la imagen de la mujer en la sociedad mexicana estaba en medio de una transición. Lo que puede derivarse del planteamiento de la comedia es que, incluso en épocas donde el paradigma social está transformándose, siempre existen fuerzas encontradas. La proyección de los personajes femeninos en esta obra busca denunciar los prejuicios e ideas preconcebidas de la gran mayoría de los mexicanos sobre la religiosidad y el papel de la mujer.
A los pies de Matea: otros personajes
Alrededor de Matea hay una variedad de personajes que complementan los caracteres de la obra. Extensión de Matea, Eufrosina, la sirvienta, habla con un lenguaje más coloquial y se las ha arreglado para ascender socialmente. En medio del conflicto, Eufrosina se muestra como la única confidente y, a pesar de su papel de servicio, es su única amistad.
Por otro lado, se encuentra el Obispo, la autoridad social y religiosa del pueblo; a lo largo de la obra, no duda en utilizar ese poder para asegurar que se haga lo que él considera correcto. Es por esto que, al inicio, cuando siente la necesidad de defender a Matea, está dispuesto a mentirle a los demás con tal de protegerla; del mismo modo, cuando se entera de que el ama de llaves ha adquirido una cantidad de poder similar a la suya e, incluso, es regañado por ella, echa mano de su autoridad para recordar que su situación fue concedida por él. Finalmente, logra manipularla y obligarla a ceder ese poder que, él piensa, no debería de estar en las manos de un ser ajeno a la Iglesia.
La imagen de Jaime, el secretario regional del Partido, tiene como función hacer un contrapeso a la autoridad del Obispo. Desde el primer instante en que es mencionado, la misma Matea tiene reservas de reunirse con él, pero lo acepta por la nueva situación social en la que se encuentra. Jaime, al igual que todos los hombres del pueblo, se ha visto presionado para visitar a Matea y ofrecerle algún tipo de regalo a cambio de su silencio; no obstante, al mismo tiempo, no desaprovecha la oportunidad de ofrecerle una diputación, debido a que tiene poder sobre todo el pueblo.
Además, el cuadro de personajes se complementa con Aurora, Enedina, Tomás y Cosme. Cada uno expresa su evidente desprecio hacia Matea y, posteriormente, buscan la manera de mantener una buena relación con ella por diferentes motivos: Aurora busca que nadie se entere de su infidelidad, Tomás que no se sepa que sus ganancias son ilícitas, Cosme trata de conquistarla para confirmar si Matea sabe algo de él; Enedina, finalmente, está más interesada en conocer los secretos de los demás que en ocultar los suyos. El ser y el parecer de cada personaje pone en evidencia la hipocresía que los sostiene. Al inicio de la obra, cada uno de ellos se jacta de su honorabilidad y, al sentirse vulnerables, confiesan sus fallas.
En segundo plano, se encuentran los personajes latentes y ausentes que, dentro de una obra que gira alrededor de las medias verdades y lo que se dice a espaldas de los demás, ayudan a la progresión de la obra al mismo tiempo que crean una imagen más completa del entorno social en el que se desarrolla. Muestra de lo anterior son los dos curas; a pesar de no aparecer en escena, tanto Serafín como Feliciano contribuyen a la evolución de la pieza. El primero, caracterizado como un cura inteligente y dedicado pero con poco carácter para hacerse cargo de la situación, es el responsable de la iglesia después de la muerte de Feliciano, el único que lo visitó en su lecho, además de Matea y el Obispo, y el culpable del regreso del Obispo ante la creciente fuerza que Matea adquiere.[17] Feliciano, por otra parte, es el causante directo de la situación, del nuevo poder de Matea; el Obispo utiliza su deceso para cambiar la deplorable impresión que los demás tienen de Matea, apoyado en el cariño y el respeto que la gente del pueblo sentían hacia él, ya que, a pesar de los rumores sobre su relación con Matea, lo tenían en alta estima y lo preferían como su confesor ante el mismo Serafín.
Finalmente, dentro de los personajes ausentes, se encuentran los otros miembros del pueblo: la mujer del alcalde, el recaudador de rentas, los cazadores, el jefe de la hacienda, la boticaria, el dueño del hotel, la hija del administrador de la fábrica; gente que es mencionada por los personajes para resaltar los regalos que Matea ha recibido y para anunciar su poder de influencia.
Debiera haber obispas, a pesar de ser considerada como la obra más memorable de todo el repertorio teatral de Solana, no tuvo por parte de la crítica una valoración homogénea, ya que recibió juicios diversos. Por un lado, el montaje fue recordado como divertido, elogiando la actuación y la agilidad dentro de la obra. Jovita Millán apunta:
El 29 de abril, en el marco de Temporada 1954 de la Unión Nacional de Autores tuvo lugar el estreno mundial de Debiera haber obispas considerada como “la favorita del autor” y no sólo la más representada de las obras de Solana, sino una de las más representadas de autor nacional...[18]
Por el otro lado, el texto fue tachado como poco logrado o deficiente. Armando de María y Campos, por ejemplo, elabora sus juicios partiendo de la historia de la creación del texto, misma que se dio a partir de una petición que María Tereza Montoya le hiciera a Solana para que escribiera una obra especialmente para ella. Dice Armando de María y Campos que a la actriz:
Le queda “chico”, no es de su “talla”. Abrigo la sospecha de que Rafael Solana no tiene la más vaga idea de lo que es la Montoya como excepcional actriz dramática, su verdadera y privilegiada cuerda, ni –simplemente– como gran actriz a secas. Muy probablemente la Montoya no se atrevió a “devolver” un papel que sabía escrito especialmente para ella...[19]
Finalmente, con un desenlace controvertido, las opiniones vuelven a dividirse; algunos lo defienden como un ejemplo de la pobre situación de la mujer de la época:
Desgraciadamente, pudiendo lograr un cambio radical y tomar las riendas de su vida de una manera más independiente, Matea decide, al final de la obra, volver al papel tradicional que por décadas la sociedad mexicana le ha impuesto a la mujer: estar al lado de un hombre para servirlo, para ser gracias a él.[20]
Por otro lado, hay quienes, a pesar de justificar el desenlace, ven en esa resolución una característica más cercana a la personalidad de Solana y sus puntos de vista. Se trata de una reducción referencial de la obra:
Ahí es donde el maestro Solana reveló el talante conservador que lo caracterizó. Su personaje Matea prefiere irse a la casa episcopal en calidad de sirvienta del señor Obispo antes de ser Diputada. (Aquí cabe la posibilidad de que el dramaturgo haya vislumbrado a Matea como precursora de las diputadas juanitas y prefirió mandarla a casa del Obispo, donde el personaje tiene la perspectiva de hacerse amante de éste como antes lo fue del párroco y subir de jerarquía amatoria…)[21]
Ambas opiniones, si bien difieren desde el punto de vista en el que ven el desenlace, no pueden negar que la resolución final de Matea es decepcionante, no sólo por el crecimiento que el personaje sufrió a lo largo de la obra, sino también por la visión trágica que le presenta como futuro.
Debiera haber obispas es una obra divertida, con un ritmo ágil en el que los sobreentendidos y las verdades a medias ayudan a generar una sátira de la imagen convencional de la sociedad mexicana y sobre todo del papel de la mujer en ella. A pesar de tener una propuesta innovadora, el desenlace agrio e inesperado suscita una sensación anticlimática que contrasta mucho con propuestas similares de la época, como la misma Rosalba y los Llaveros de Carballido. Mas el autor se atreve a enfrentar al público de su época con una situación que en su momento estaba vigente y que nos deja una muestra del dificultoso proceso de empoderamiento de la mujer frente a la política en la sociedad de México.
Ajenjo, Manuel, “Debiera haber obispas”, El Economista (consultado el 2 de abril, 2015).
Colón H. Cecilia, “Reflejo de la sociedad mexicana en Debiera haber obispas”, Tema y Variaciones de Literatura, (consultado el 2 de abril, 2015).
María y Campos, Armando de, “Estreno de Debiera haber obispas de Rafael Solana”, Reseña histórica del teatro en México, (consultado el 1º de abril 2015).
Millán, Jovita, “Presencia de Rafael Solana en el teatro mexicano”, Siempre!, (consultado el 2 de abril, 2015).
Moncada, Luis Mario, “El milagro teatral mexicano”, en Un siglo de teatro en México, coord. de David Olguín, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 2011.
Solana, Rafael, Debiera haber obispas y otras piezas teatrales, selec. y pres. de Claudio Rodríguez y Silvia Peláez, México, D. F., Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1999.
Ajenjo, Manuel, “Debiera haber obispas“, El Economista, (consultado el 2 de abril de 2015).
Colón H., Cecilia, “Reflejo de la sociedad mexicana en Debiera haber obispas”, Tema y Variaciones de Literatura, (consultado el 2 de abril de 2015).
María y Campos, Armando de, “Estreno de Debiera haber obispas de Rafael Solana, en la sala Chopin”, Reseña histórica del teatro en México, (consultado el 1º de abril de 2015).
Millán, Jovita, “Presencia de Rafael Solana en el teatro mexicano”, Siempre!, (consultado el 2 de abril de 2015).