01 may 2019 / 05 jun 2019 00:06
José Luis Martínez, “vigía de la literatura mexicana”
En el principio existieron las revistas literarias.
José Luis Martínez
En Memoria y olvido, Juan José Arreola atribuye a José Luis Martínez el decanato de sus memorias, debido a que fue su condiscípulo en el Colegio Renacimiento, de Zapotlán. Ahí Rafael, hermano de Juan José, habría fundado una secta denominada “religión de la Babucha”, de la cual, recuerda Arreola, “José Luis Martínez fue nombrado por mi hermano Sumo Sacerdote de la Babucha, y ejercía funciones bajo el nombre de Kío Kilik”.[1] Después de haber creado toda la parafernalia de una secta, con discípulos, ritos y objetos de culto, el experimento dio al traste y todos los implicados recibieron cero en conducta al final de año. Quizás el temprano nombramiento de sumo sacerdote anticipaba el papel rector que Martínez habría de desempeñar en la historia literaria y cultural de México. Aunque no aporta la fecha, el confabulador recuerda que “José Luis Martínez nació en Atoyac, pero llegó muy niño a Zapotlán, en 1921 o 22. Su padre, el doctor Juan Martínez, tenía, para asombro de todos nosotros, un coche de los que se llamaban ‘estufa’, que es donde se llevaba al Santo Viático a los agonizantes”.[2] Martínez nació el 19 de enero de 1918 y su padre quería que estudiara medicina, mientras la abuela que había quedado a su cargo lo soñaba poeta, encrucijada que habría de resolverse con los años a favor de las letras.
Por su parte, en la conferencia que preparó para el ciclo El Trato con Escritores (1959), Martínez recuerda que en 1923 entró a la escuela de párvulos en Ciudad Guzmán, antes Zapotlán El Grande, donde le adjudicaron como compañero de mesabanco a Juan José Arreola. La versión de Martínez sobre la secta resulta un poco diferente: según él, a los diez años Arreola se convirtió en escritor de prestigio escolar e inventó la secta de la babucha, con “laboriosos ritos, un sumo sacerdote, sacrificios humanos, esclavos y feroces luchas con las tribus hostiles”.[3] Concluido el juego por circunstancias poco claras en ambos testimonios, Martínez y Arreola habrán de seguir rumbos paralelos, con excepcionales intersecciones.
Para 1932, Martínez ya se encuentra en la Escuela Preparatoria de la Universidad de Guadalajara, donde conoce a Alí Chumacero, “mezcla de alborotador callejero y de atento lector”,[4] y a Jorge González Durán. Sobre este clan de encarnizados lectores, Martínez recuerda cómo descubrieron el Romacero gitano de García Lorca que Alí copió durante una noche. Esta inicial camaradería, sin embargo, pronto fue puesta a prueba por la huelga que dividió a la Universidad de Guadalajara en 1933.
En 1937, acompañado por Chumacero, Martínez se traslada a la Ciudad de México; se da sus escapadas a la Biblioteca Nacional ávido de nuevas lecturas (desde Menéndez Pelayo hasta los poetas más recientes) y empieza a estudiar medicina. Antes de concluir esta carrera, sin embargo, decide inscribirse en Filosofía y Letras y, a la postre, se ve arrastrado por una vocación a contrapelo de la tradición familiar.[5] Así, con Julio Torri, Francisco Monterde y Julio Jiménez Rueda como guías, Martínez termina por abominar de Hipócrates y Galeno, y se engancha en lo que será una carrera decisiva para la historia de la literatura mexicana y para él mismo, porque representó su bautizo como editor: la fundación de la revista Tierra Nueva, bautizada por don Alfonso Reyes y auspiciada por la Universidad Nacional. Esta propuesta editorial, concebida en 1939 e iniciada en 1940, “logró tener una vida venturosa y nos abrió el mundo de las letras, hasta que, a fines de 1942, nosotros mismos decidimos darle término”.[6] El trabajo de editor lo vinculó con la crema y nata de la joven intelectualidad mexicana, además de crecer al amparo de Reyes que lo adoptó como su colaborador. En correspondencia, el discípulo preparó dos antologías del maestro y diversos estudios sobre la vida y la obra del regiomontano.
A partir de 1940, por la oportunidad que le abre Tierra Nueva, Martínez entra de lleno en el febril ambiente literario, al lado de escritores, promotores de la literatura y otros editores de revistas como Octavio Paz, que dirige Taller; Octavio G. Barreda, Letras de México y El Hijo Pródigo; Jesús Silva Herzog y Juan Larrea, Cuadernos Americanos; Carmen Toscano y compañía, Rueca; Arreola y Rivas Sainz, Eos; Orozco Muñoz, La Pajarita de Papel, además de Romance, publicada por los exiliados españoles o El Libro y El Pueblo revitalizado por Acevedo Escobedo y Henestrosa. Esta experiencia le permitió establecer unas redes personales e intelectuales que se ampliarían con los años, al tiempo que configuraba su noción histórica de la literatura mexicana, donde las publicaciones periódicas ocuparían un espacio privilegiado (revistas y suplementos literarios, en especial). En 1943, se integra al equipo del entonces secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, y empieza su magisterio en la unam que habría de concluir en 1965, cuando reciba el nombramiento como director del inba.
Este “nuevo vigía de la literatura mexicana”, como lo llamara Ernesto Mejía Sánchez,[7] exploró diversos campos de las humanidades a lo largo de más de sesenta años: la literatura mexicana desde Nezahualcóyotl hasta López Velarde; el mundo clásico de Mesopotamia, Grecia, Roma y el Islam; el ensayo mexicano moderno que antologó en dos jugosos tomos; puso a prueba sus dotes de historiador con las figuras de Hernán Cortés, Cuauhtémoc y Gerónimo de Mendieta y otros viajeros de Indias; editó documentos fundacionales como el Códice Florentino y la Historia general de fray Bernardino de Sahagún, además de publicar diversos ensayos sobre los problemas de la literatura. También, recuérdese, desempeñó una honrosa labor como director de la Academia Mexicana de la Lengua y su correspondiente Española, y como diplomático, las de embajador de Grecia, Perú y la unesco.
Antes de empezar a desbrozar el proyecto mayor de José Luis Martínez como director del Fondo de Cultura Económica, considero pertinente añadir que fue un crítico e historiador nato, y no un literato. En 1984, le preguntaron si no había incursionado como creador y él respondió: “No. Siempre he dicho que he aprendido a aprovechar mis defectos al hacer lo que sé y no a pretender lo otro; no sé imaginar y no sé dibujar pasiones […] Me gustaría proyectar fábulas, como dice Borges, pero como no puedo hacerlo, me conformo con disfrutarlas y transmitir mi entusiasmo por la creación literaria”.[8] Lo cierto es que en el tercer suplemento literario de Tierra Nueva, en 1940, publicó una decena de poemas titulada Elegía por Melibea y otros poemas, de escasa fortuna, y nunca más volvió a intentarlo. Poesía contenida, sin duda, y hasta cierto punto hermética.
Vindicación de las ediciones facsimilares
La edición facsimilar o mecánica no se constriñe a un género ni a una disciplina ni a una época ni a un soporte específicos; por el contrario, cualquier obra o alguno de sus estadios, como lo han demostrado con suficiencia la crítica genética, puede ser objeto de esta modalidad editorial. Crónicas de la conquista y la colonización, códices prehispánicos o virreinales, primeras ediciones, revistas literarias y culturales, manuscritos, y muchos otros documentos impresos en papel, algodón, pergamino, amate u otro material han sido objeto de reproducciones facsimilares. ¿Qué justifica una edición de este tipo? Desde la perspectiva del circuito editorial, las ediciones facsimilares responden a diversas intenciones; sin embargo, pueden traerse a colación algunas características comunes: todas entran en el ámbito del rescate, porque ponen nuevamente en circulación obras agotadas, censuradas, olvidadas o inaccesibles para los lectores modernos, ya por las limitaciones del tiraje original, ya por las coyunturas conmemorativas; este rescate no se circunscribe a libros publicados: se extiende a documentos de índole diversa; asimismo, su objetivo, implícito siquiera, consiste en preservar los originales impresos o inéditos del tráfago cotidiano; tienen un carácter forzosamente divulgativo, entre especialistas o entre público lego; por último, resulta innegable que los facsímiles buscan reivindicar o reconfigurar una tradición determinada.
La edición facsimilar se obtiene por medios fotográficos, fototípicos o digitales. A la fecha, esta modalidad ha desplazado a la edición diplomática, por el grado de fidelidad que guarda con el original. Habría que advertir, no obstante, alguna salvedad: si bien es cierto que los facsímiles facilitan la consulta de obras de acceso restringido, por un lado, y la excesiva manipulación del original, por otro, también lo es que el lector especializado no está eximido de la consulta directa de los documentos, pues “muchos de los materiales empleados o el propio estado del original no son buenos, por lo que el resultado puede ser deficiente y engañoso (lugares ilegibles, signos confundidos o incompletos, etc.), aparte de que en el proceso de reproducción fototípica alguien haya podido intervenir manipulando algunos signos que no entendía bien”.[9] Así, más que como sustituto del original, el facsímil debe tomarse como “un medio complementario y un instrumento muy útil cuando se posee una buena formación paleográfica, al que se recurrirá como muestra documental, ya que representa un tipo de edición preparatoria o subsidiaria de otra filológicamente elaborada”.[10]
Ahora bien, en el modelo propuesto por Daniela Bleichmar en su minucioso estudio sobre el Códice Mendoza, el facsímil constituiría una “traslación de medios”,[11] el viaje de un soporte a otro, de un original a múltiples descendientes. Esto quiere decir que, por más que se busque una copia exacta, todo facsímil representa una transformación del original, ya por las características materiales del facsímil (desde el cambio de papel hasta el repositorio digital), ya por el sistema de reproducción (de bajo o alto contraste, a color, interactivo), ya por los virtuales lectores a los que se dirige, quienes en última instancia dan sentido a los relanzamientos de obras producidas en contextos completamente diferentes del suyo.
La serie Revistas Literarias Mexicanas Modernas para todos
Ahora quisiera vindicar uno de los mayores logros de José Luis Martínez como director del Fondo de Cultura Económica (1977-1982), y conste que en este rubro no fueron pocos: la publicación de la serie Revistas Literarias Mexicanas Modernas. En ese orden de ideas, más que del editor en general, me centraré en las ediciones facsimilares comprendidas en dicha serie. Éstas, a mi juicio, estimularon, y siguen estimulando, nuevos acercamientos a la historia de nuestras letras; más aún, el rescate de revistas apenas referidas, pero igualmente cardinales en la medida en que nutrieron el campo literario del siglo pasado, siquiera como contrapuntos de las publicaciones hegemónicas.
Antes de entrar en materia, me gustaría trazar el derrotero de este proyecto en la vida y la obra de don José Luis. En sus artículos y conferencias de los años cuarentas, la trascendencia de las revistas literarias en la configuración de la historia de la literatura mexicana asomaba con profusión y, acaso, con desesperado ahínco. Primeramente, en “Literatura femenina” (1943), en un aletargado México todavía secuestrado por el obrerismo cultural, la plástica monumental y la narrativa de corte revolucionario, Martínez pondera no sólo a las herederas de Virginia Woolf, sino una publicación hecha exclusivamente por mujeres, la pujante revista Rueca comandada por Carmen Toscano.[12]
En un artículo posterior, dedicado a Ignacio Manuel Altamirano y la trascendencia de su obra en la consolidación de la literatura nacional, “El Renacimiento y su tiempo” (1947), Martínez explica la función de las revistas literarias de México durante el siglo xix; asimismo, señala que, para mediados del xx, aquél era el periodo más estudiado de las letras mexicanas. Este logro, que investigaciones recientes han venido a empañar, desmerecía por una laguna documental apenas percibida por los investigadores de la época: como diría Martínez, faltaba consultar las publicaciones periódicas “que, acaso por su misma humildad, por su carácter transitorio, son [las] más [reveladoras] de la vida literaria de México a partir de los primeros años del siglo [xix]”.[13] Los libros, de escaso tiraje y menor circulación, apenas representarían una cara de la moneda: las revistas, la otra. Luz y sombra de un proceso que hoy por hoy recibe una atención inédita. Tesis, libros, artículos, congresos e investigaciones de gran calado revelan los intríngulis entre prensa e historia de la literatura, entre publicaciones periódicas y prácticas lectoras, en fin, entre grupos hegemónicos y cofrades marginales.
Durante el siglo xix, que algún libro alcanzara el plomo de las imprentas no necesariamente respondía a criterios de calidad estética: imperaban con frecuencia los factores económico y tecnológico, el monopolio del mercado y la circulación de los libros, como lo recordaría Rubén M. Campos a propósito de la publicación de los Cuentos mexicanos en 1897.[14] Martínez, por su parte, afirma que “para fortuna de los escritores, las revistas literarias han vivido, sucediéndose unas a otras, para recoger con largueza lo mismo las páginas del poderoso que las del humilde, las de la personalidad consagrada que las del escritor oscuro y las del joven que se inicia en la literatura”.[15] Así, la pobreza material de los escritores decimonónicos generó una riqueza documental que democratizaba no únicamente los costos de tal o cual publicación entre suscriptores y colaboradores, sino las páginas de muchos experimentos, cuyo paradigma encarnaría en El Renacimiento (1869). Las revistas, podría decirse, han representado, y representan, el pulso vivo de nuestras letras.
La inquietud por esta carencia en la historiografía literaria también se halla manifiesta en el artículo “Las revistas literarias del romanticismo mexicano” (1948), texto al que le sigue una somera revisión de las revistas Letras de México y El Hijo Pródigo (enero de 1949). Más contundente resulta, sin embargo, el denominado “Misión de las revistas literarias de México” (abril de 1949), donde Martínez acrisola sus tanteos previos y refuerza su convicción de que las letras nacionales deben su vitalidad a la indigencia de las empresas editoriales, donde las revistas y su perentoriedad intrínseca adquieren un mayor peso. Lo trágico, sentenciaba Martínez: “son cada vez de más difícil acceso”. Si a esto se agrega que las colecciones completas de revistas literarias escasean (generalmente alojadas en universidades extranjeras o mutiladas o encarecidas por los libreros de viejo), además del desdén de la crítica que las esquiva con el riesgo de modelar panoramas incompletos, la lección resulta desoladora: “Ahí está ciertamente nuestra literatura viva, pero que nunca hasta hoy, hemos visto reimpresa y estudiada”.[16] Debo subrayar, por último, que en “Revistas literarias. 1900-1949”, Martínez dedica entradas a la mayoría de las revistas que configurarán el catálogo de Revistas Literarias Mexicanas Modernas, excepto Revista Nueva, Escala y Nuestro México.[17] Con el afán de zanjar esta carencia, a principios de 1979, el sueño se materializa: como parte del proyecto editorial de José Luis Martínez, empiezan a salir de las prensas del Fondo de Cultura Económica los primeros facsímiles de esta “literatura viva”, ahora sí accesibles a especialistas y aficionados.
Otro hito en esta urgencia que parecía postergarse ad infinitum: mientras Celestino Gorostiza dirigía el inba, y Antonio Acevedo Escobedo, el respectivo Departamento de Literatura, se organizaron dos jornadas de conferencias en 1962 y 1963 para examinar, en voz de sus protagonistas la mayoría de las veces, el valor histórico de las revistas literarias mexicanas desde finales del siglo xix hasta 1960 en que cierra el ciclo de Estaciones. En 1963 y 1964, aparecen Las revistas literarias de México, primera y segunda series, en el programa editorial del inba. Hacia 1963, Huberto Batis se encontraba preparando los índices y el estudio de El Renacimiento, cuya edición facsimilar habría de coincidir en 1979 con las impulsadas por Martínez.
En otra curiosa coincidencia, Batis daría la bienvenida a la colección Revistas Literarias Mexicanas Modernas sin alharaca ni bombos ni platillos:
José Luis Martínez ha iniciado ya la edición facsimilar de las principales revistas literarias de México en la primera mitad del siglo xx (aunque Medio Siglo, El Espectador y Revista Mexicana de Literatura se adentran incluso en los sesentas). Se harán volúmenes de 400 o 500 páginas en formatos de 33 x 22 y 23 x 16 cm. Los primeros tres volúmenes se encuentran ya en venta: Gladios y La Nave / San-Ev-Ank y Revista Nueva / Pegaso, y los subsecuentes, aparecerán dos volúmenes cada mes. Para mayores informes dirigirse al Fondo. Yo, por mi parte, he visto en la Imprenta Universitaria los preparativos para reproducir también facsimilarmente El Renacimiento (1869), la revista de Altamirano (algo logré con mi fugaz paso –un año exactamente– por la dirección del Centro de Estudios Literarios).[18]
Esta nota de Batis, sin embargo, tiene toda la traza de un mal augurio para ciertos títulos que rebasan “la primera mitad del siglo xx”, porque ni Medio Siglo (1952-1958) ni Revista Mexicana de Literatura (1955-1965) ni El Espectador (1959-1960) formaron parte del catálogo de la novedosa colección dirigida por Martínez. Peor aún: estas tres revistas siguen a la espera de que un curioso lector, por lo menos, las localice completas en algún archivo o biblioteca.
El propósito de la colección iniciada por el entonces director del Fondo de Cultura aparece reproducido en la cuarta de forros de todos los ejemplares impresos, de acuerdo con los pies de imprenta, entre 1979 y 1987, en los términos siguientes:
Revistas literarias mexicanas modernas es una serie publicada por el Fondo de Cultura Económica con el propósito de poner nuevamente en circulación, en ediciones facsimilares, las principales revistas literarias aparecidas en México en la primera mitad del siglo xx. De esta manera el ‘curioso lector’ y el estudioso de nuestras letras tendrán a su alcance este sector de la literatura nacional de acceso tan difícil y de tanto interés documental. Con el objeto de facilitar su consulta, cada revista va precedida por una presentación y una ficha descriptiva, y cada volumen va provisto de un índice de autores.
En general, los facsímiles conservaron las dimensiones originales de las revistas; sin embargo, no siempre se reprodujeron las portadas o, cuando así se hizo, se imprimieron en el mismo tipo de papel que el de los interiores y, como ocurrió en todos los casos, mediante la técnica de alto contraste en blanco y negro, a expensas de las imágenes a color de las pastas en cartoncillo que, por ejemplo, presentaban los ejemplares de El Maestro o las portadas a color y en couché de Contemporáneos o El Hijo Pródigo. De esta manera, se sacrifica también la impresión a dos tintas de las portadas de México Moderno o Ulises. Se aplaude, por el contrario, que el editor haya conservado los índices originales (cuando así se presentaba), la publicidad de librerías, revistas, editoriales, tiendas, etc.: marcas indudables de las prácticas editoriales y de los alcances de una publicación determinada. Para evitar su dispersión o para ahorrar un procedimiento y dinero, los suplementos de poesía de Tierra Nueva (en papel satinado) aparecen encuadernados al final de cada número.
El tiraje, en todos los casos, fue de 3,000 ejemplares, no siempre numerados. Los facsímiles mantienen una estructura homogénea, es decir, cuentan con una ficha técnica donde se aportan los nombres de los directores y fundadores, secciones, vigencia, periodicidad, número de entregas, otros productos con el sello de la revista y características físicas de la publicación en turno, así como la identificación del dueño o depositario de los originales.
Los facsímiles de la serie también contienen un apartado de “Presentación” que puede ir desde un escueto, pero iluminador, texto sin firma (atribuible a Martínez), como ocurre en los casos de Pegaso, Revista Nueva, Vida Mexicana o Nuestro México; otras recuperan el testimonio de sus protagonistas, verbigracia Arte o La Falange, cuyas presentaciones corresponden a pasajes de El hombre del búho y Tiempo de arena, de González Martínez y Torres Bodet, respectivamente; unas más se sirvieron de fragmentos de las mencionadas conferencias convocadas y luego publicadas por el inba en las dos series de Las revistas literarias de México (Gladios, San-Ev-Ank, México Moderno, El Maestro, Barandal, Taller, entre otras). Asimismo, pueden referirse algunos casos anómalos en este sentido: 1) Taller concentra una decena de presentaciones de fuentes heterogéneas, testimoniales y críticas, y 2) Contemporáneos cuenta, nada más y nada menos, con 53 presentaciones; por el contrario, el suplemento de Pegaso (también anómalo por su carácter suplementario) únicamente contempla una “Advertencia”: “La publicación de estos cinco números de Pegaso –que se desconocían– complementan la edición de los quince primeros números en un volumen anterior de esta serie Revistas Literarias Mexicanas Modernas”.
La calidad del papel en que se imprimieron los facsímiles exhibe algunas irregularidades: con excepción de Bandera de Provincias (que se encuadernó en pasta dura con acabados en papel craft y con sobrecubierta), los empastados del resto de la colección se hicieron en cartoncillo color hueso; en cuanto al papel en que se imprimió el contenido, se empleó un bond ahuesado de diferente gramaje, aunque para los siete volúmenes de los trece tomos de Contemporáneos utilizaron papel revolución, paradójico si se considera que de todas las revistas recuperadas fue la que se imprimió en mejor papel. Respecto de las ilustraciones, no se reproduce una sola imagen a color; todos los facsímiles fueron impresos a una sola tinta y, como dije, varias sin las pastas originales.
A mi juicio, uno de los mayores retos en la confección de los facsímiles radica en los minuciosos “Índices” a los que apenas se puede incriminar mínimos errores o la imposibilidad de identificar unas enigmáticas iniciales, un seudónimo desconocido o algún texto sin firma. Por ejemplo, en Taller Poético se atribuye a Efrén Hernández cinco reseñas firmadas por “E. H. R.”, iniciales con que regularmente se identificaba el Gran Cocodrilo: “E[fraín]. H[uerta]. R[omo].”.
Ahora bien, con el fin de optimizar recursos, el editor agrupó dos o más revistas de breve extensión en un ejemplar, casi siempre con un criterio cronológico (por ejemplo, Gladios / La Nave; San-Ev-Ank / Revista Nueva o Antena / Monterrey / Examen / Número); incluyó hasta dos tomos de una revista en un solo volumen (verbigracia El Hijo Pródigo: volumen 1: tomo i, abril-septiembre de 1943; volumen 2: tomo ii, octubre-diciembre de 1943 y tomo iii, enero-marzo de 1944; volumen 3: tomo iv, abril-junio de 1944 y tomo v, julio-septiembre de 1944; volumen 4: tomo vi, octubre-diciembre de 1944 y tomo vii, enero-marzo de 1945; volumen 5: tomo viii, abril-junio de 1945 y tomo ix, julio-septiembre de 1945; volumen 6: tomo x, octubre-diciembre de 1945 y tomo xi, enero-marzo de 1946; volumen 7: tomo xii, abril-junio de 1946 y tomo xiii, julio-septiembre de 1946),); en contados casos, un ejemplar corresponde a una sola revista (La Falange, Revista de Literatura Mexicana o Forma).
Aun cuando la Revista Mexicana de Literatura se mantiene en la lista al final del facsímil de Bandera de Provincias, el postrero de la colección, su inclusión en el magno proyecto quedó en suspenso. Antes bien, recientemente se ha sumado a la prestigiosa colección la revista estridentista Horizonte (1926-1927), cuya edición facsimilar salió de las prensas en noviembre de 2011, con un tiraje de mil ejemplares.
Entre las publicaciones no contempladas originalmente y que, con el tiempo, se incluyeron en el catálogo de Revistas Literarias Mexicanas Modernas se encuentran: Argos y Forma. En sentido inverso, aparte de las referidas Medio Siglo, Revista Mexicana de Literatura y El Espectador, hay otras que estaban consideradas pero, a la postre, no fueron reeditadas: Ultramar (1947), Litoral (1948), Presencia (1948) y Clavileño (1948), todas publicadas por iniciativa de exiliados españoles; La Pajarita de Papel (1924-1925 y 1941-1943), subsidiada por el Pen Club. De Ultramar, se hizo un facsímil patrocinado por El Colegio de México en 1993; de la primera época de La Pajarita de Papel, el inba preparó una edición más o menos diplomática en 1965. Desconozco la fortuna de las demás publicaciones que siguen padeciendo el síndrome de la postergación. El ejemplo superlativo de Martínez impelió, seguramente, la edición facsimilar de Revista Moderna y Revista Azul por parte de la unam, en 1987 y 1988, respectivamente.
Como anhelaba José Luis Martínez, la historia de la literatura mexicana se ha enriquecido y ha adquirido una nueva dimensión a raíz de la publicación de las Revistas Literarias Mexicanas Modernas. Alguno puede objetar que muchas otras quedaron fuera, principalmente de provincia, y tendrá razón; pero con todo y que Martínez era un titán para estas empresas, los recursos de que disponía estaban limitados e hizo lo que más y mejor pudo durante una de las peores crisis económicas del país en el siglo pasado.
Así como establecí los vasos comunicantes entre los dos tomos de Las revistas literarias de México y el proyecto de Martínez, considero que las ramas de este fructífero árbol se extienden hasta el Diccionario de escritores mexicanos coordinado por Aurora M. Ocampo, que aprovecha como fuentes los facsímiles, más manejables y accesibles que los originales dispersos en bibliotecas públicas y archivos particulares, con un largo y escabroso camino de por medio entre ellos y los lectores. Espero que hoy, en honor a la persistente labor de José Luis Martínez, se conserve un alto porcentaje de colecciones de estos útiles e imprescindibles facsímiles en bibliotecas públicas, privadas y universitarias para una más puntual apreciación de nuestra baldada historia literaria. Para cerrar este ya farragoso recuento, querría destacar la modesta, pero no por ello menos esencial, tarea de “conservar y ordenar los papeles” que Martínez asumió como destino en la recepción del Premio en Letras del Fondo de Fomento Educativo en 1979.[19]
Para concluir, quisiera hacer énfasis en que el facsímil de una revista literaria no sólo adquiere una nueva materialidad, sino que pierde las huellas de su publicación episódica, in illo tempore: la expectativa generada por las publicaciones seriadas queda obliterada, porque los lectores de revistas esperaban la salida del próximo número y se creaban un escenario virtual que iban completando quincena a quincena, mes a mes o trimestre a trimestre, máxime si estaba en marcha una polémica (¿quién la continuaría y en qué medios?) o acababa de aparecer algún libro comentado en los pasillos y los cafés (¿quién lo reseñaría y dónde?) o empezaba el ciclo de una publicación hermana (¿quiénes la patrocinaban y cuánto sobreviviría?). Con el facsímil, el lector recibe simultáneamente y en un solo volumen la producción dosificada durante meses o, en casos afortunados, años.
Aun cuando apenas si hay datos sobre el proyecto, la producción y el impacto inmediato de las Revistas Literarias Mexicanas Modernas, Martínez pasó de una “Misión de las revistas literarias en México”[20] al plano continental del fenómeno con “Las revistas literarias de Hispanoamérica”,[21] donde presentó un recorrido de estas publicaciones en el subcontinente, sus principales aportes, una selección de las revistas paradigmáticas por país durante el siglo xix y la primera mitad del xx y, al final, propone un programa que contempla coleccionar las revistas en archivos institucionales, hacer índices por revistas e índices acumulativos por grupos o periodos. Para las más representativas, de hasta diez números, propone ediciones facsimilares y antologías para las que rebasen este criterio, es decir, sugiere replicar su experimento en otros países; no habría que olvidar otros soportes más fugaces e igualmente trascendentes en el devenir de las tradiciones nacionales, los suplementos literarios, para los cuales sería suficiente con levantar índices y, acaso, hacer antologías temáticas. Al cierre de su conferencia, aparece una referencia tan modesta a su labor de rescate que desvanece su protagonismo: “Permítaseme, para concluir, mencionar la experiencia mexicana en relación con las revistas, la publicación sistemática de facsímiles completos de 37 revistas literarias en 50 volúmenes, de las aparecidas entre 1900 y 1950, colección a la que debe sumarse la reedición de revistas de los siglos xviii y xix y del que vivimos, ha enriquecido nuestra visión del pasado literario y han hecho posible un conocimiento más preciso de ciertos autores y tendencias”.[22] Aunque nunca dice que él dirigió la empresa o que fue parte de su labor en el Fondo de Cultura Económica ni lo ostenta como un proyecto personal, la serie Revistas Literarias Mexicanas Modernas representó el magno aporte de don José Luis para conservar e incrementar el patrimonio cultural del país, en concordancia con una propensión, según decía, “no sé si malsana o soberbia, a enfrentarme con tareas excesivas”, que los del gremio también agradecemos con exceso.
Anexo: Catálogo de los facsímiles en Revistas Literarias Mexicanas Modernas por fechas de aparición
1979: Gladios (1916) / La Nave (1916); Pegaso (1917); San-Ev-Ank (1918) [en la lista de Bandera de Provincias, curiosamente aparece una fecha distinta, “1917”] / Revista Nueva (1919); México Moderno (1920-1923); El Maestro (1921-1923).
1980: La Falange (1922-1923); Savia Moderna (1906) / Nosotros (1912-1914); Pegaso (1917, complemento); Antena (1924) / Monterrey (1930-1937) / Examen (1932) / Número (1933-1935); Ulises (1927-1928) / Escala (1930) [con colofón de enero 1981]; Arte (1907-1909) / Argos (1912) [con pie de imprenta de enero de 1981].
1981: Vida Mexicana (1922-1923) / Nuestro México (1932); Barandal (1931-1932) / Cuadernos del Valle de México (1933-1934); Alcancía (1932) / Fábula (1934); Taller Poético (1936-1938) / Poesía (1938); Contemporáneos (1928-1931).
1982: Forma (1926-1928), Ruta (1938-1939), Taller (1938-1941), Revista de Literatura Mexicana (1940), Tierra Nueva (1940-1942).
1983: El Hijo Pródigo (1943-1946).
1984: Rueca (1941-1943), Letras de México (1937-1947) [incluso algunos tomos con pie de imprenta de 1985].
1985: Eos (1943) / Pan (1945-1946).
1986: Bandera de Provincias (1929-1930) [con pie de imprenta de febrero de 1987].
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