Juan Antonio Rosado | Angélica Tornero.
2004 / 05 oct 2018 08:49
Es probable que la categoría literatura femenina o literatura escrita por mujeres desaparezca a mediano plazo. Cada vez menos hombres y mujeres piensan en la escritura en términos de identidades sexuales. No obstante, es importante registrar el momento crucial en que las mujeres se convirtieron en protagonistas en el ámbito literario, así como las características de sus propuestas estéticas.
El término literatura femenina es en sí mismo complejo y los críticos no se ponen de acuerdo totalmente en su caracterización. Ya a principios del siglo xx, Jorge Cuesta habló de esta abigarrada terminología. Para este escritor, hablar de literatura femenina implicaba, por parte del hombre que así la define, un “anhelo [...] un nuevo tributo a su propia embriaguez”. Para Cuesta, definir una literatura como femenina suponía encerrar a la mujer en un criterio estético masculino. Son los hombres lo menos indicados para determinar lo femenino de la literatura. Imposible pretender caracterizar, desde el grupo socialmente dominante, las manifestaciones de un sector en emergencia, como es el de las mujeres escritoras.
En general, esta expresión se emplea para designar la producción literaria hecha por mujeres. El debate continúa y son precisamente algunas mujeres las que pugnan por desechar una terminología que las orilla, una vez más, a situaciones de marginalidad, puesto que nunca se habla en igualdad de circunstancias, de una literatura masculina.
El surgimiento del feminismo apuntaló a la caracterización de una literatura en este sentido. Actualmente, la tendencia es lograr una igualdad mejor estructurada, en donde lo que interesa es el profesionalismo del trabajo literario y no el sexo.
Si bien puede considerarse a sor Juana Inés de la Cruz como la precursora de este grupo, es en el siglo xix cuando se sientan las bases para el definitivo arranque de la mujer como escritora en el siguiente siglo, con presencias como la de la “Güera” Rodríguez, la de Madame Calderón de la Barca y la de Rosario de la Peña. Hacia finales del siglo surge una figura importante: María Enriqueta Camarillo, cuyo primer libro de poesía, Rumores de mi huerto, se publicó en 1908. Esta escritura colaboró entre 1894 y 1896 en la Revista Azul y luego en Nosotros. Dice Pedro Henríquez Ureña al respecto: “La reputación de María Enriqueta es posterior a la Revolución: hacia al final del antiguo régimen abundaba en México la creencia de que la mujer no tenía papel posible en la cultura. Y, sin embargo, su primer libro de poesía, Rumores de mi huerto, es de 1908”. Lo cierto es que sus poemas solían colocarse en la primera página de la revista, al lado de Rafael López y Enrique González Martínez. Colaboró también en las revistas México Moderno, La Falange y Antena.
En la primera década de este siglo apareció Dolores Bolio. Entre sus libros destacan Aroma tropical. Leyendas y cuentos mexicanos, publicado en una editorial estadounidense en 1917 y A tu oído (1917), editado en La Habana.
En los años veinte se estrena la obra teatral de Amalia Caballero de Castillo Ledón: Cuando las hojas caen. Esta autora escribió numerosos ensayos sobre temas literarios y femeninos.
La dramaturga María Luisa Ocampo se da a conocer con la comedia Cosas de la vida (1923). Posteriormente, fue autora de varias novelas, entre las que se encuentran La Hoguera (1924) y El corrido de Juan Saavedra (1929).
Coetánea de estas escritoras es María Luisa Garza (Loreley), escritora de prosa, poesía y ensayo, quien publicó el libro poemas Escucha (1928), entre otros. También en esta época, Antonieta Rivas Mercado, conocida como patrocinadora del grupo Contemporáneos que como escritora, publica prosas en la revista Ulises. De esta generación es Carmen Báez, quien se dio a conocer primero como poeta y después como cuentista. Su primera publicación fue Cancionero de la tarde (1928).
Durante la primera mitad del siglo, la mayor parte de las escritoras se dedicó a la publicación de poesía. No obstante, hubo excepciones, entre las que se encuentra Nellie Campobello, única novelista de la Revolución Mexicana. En 1931 publicó Cuartucho. Relatos de la lucha en el norte de México y, en 1937, Las manos de mamá. Otra prosista fue Rosa de Castaño, quien hacia finales de los años treinta publicó una novela histórica titulada Transición (1939). Guadalupe Marín, por su parte, dio a conocer una novela titulada La única (1938).
De la misma época es Concha Urquiza, quien se consagraría como una de las mejores poetas en materia religiosa. La primera edición de sus obras completas fue realizada, “bajo el signo de Ábside”, por Gabriel Méndez Plancarte en 1946, un año después de su muerte.
Los años cuarenta marcan la verdadera eclosión de la poesía femenina. Surge un grupo de poetas que llega a nuestros días con una labor ininterrumpida de tono personal. Estas escritoras pertenecen a la generación de los escritores que fundaron las revistas Taller y Tierra Nueva e iniciaron la revista Rueca “Antes de morir Tierra Nueva –dice Rafael Solana– nació Rueca, una revista literatura femenina que animaron Carmen Toscano, cuya verdadera ubicación está en Taller, y María Ramona Rey, la ensayista María del Carmen Millán, Pina Juárez Fraustro, la española Ernestina de Champourcin y otras escritoras".
Ya en los años treinta, Carmen Toscano había publicado Trazo incompleto (1934) e Inalcanzable y mío (1936). También en esa década publicó Asunción Izquierdo Albiñana su primera novela Andreida, el tercer sexo (1938). En 1945, con el seudónimo Alba Sandios, publicó La selva encantada y después Taetzani (1945); con el seudónimo Pablo María Fonsalb publicó La ciudad sobre el lago (1949). Años después dio a conocer Los extraordinarios (1961), firmada con el seudónimo Ana Mairena. En los treinta Judith Martínez Ortega publica La isla (1938) y Guadalupe Marín, La única (1938) y Un día patrio (1941). En los años cuarenta aparece en la escena literaria, entre otras, Margarita Paz Paredes, con un libro de poemas llamado Sonaja (1942) y, más tarde, otro titulado Voz de la tierra (1946). María Luisa Ocampo publicó Bajo el fuego (1947), novela sobre la revolución en Guerrero. En 1948, Margarita Michelena dio a conocer Laurel del ángel, considerado por la crítica como el mejor de sus libros de esa época; por otro lado, Guadalupe Amor publicó Poesía (1948) y más tarde Polvo (1949).
Rosario Castellanos surge en la misma década. En 1972 se publicó su libro Poesía no eres tú. Obra poética: 1948-1971. De la misma generación es Enriqueta Ochoa, quien en 1950 publicó Las urgencias de un Dios. Dolores Castro, coetánea y amiga de Castellanos y de Ochoa, reconocida hoy como una de las más sólidas poetas, publica algunos años después La tierra está sonando (1959). Thelma Nava es un poco más joven que Rosario Castellanos y escribe poesía. Publicó su primer libro en 1957: Aquí te guardo yo. Griselda Álvarez, también coetánea, publicó Cementerio de pájaros (1956) y Carmen Alardín se dio a conocer con El canto frágil (1950).
Estas escritoras, ejemplos de una larga lista de autoras de la época, se caracterizaron por el manejo de un yo poético preponderante. Sus estilos, no obstante, fueron distintos en cada caso. Los temas eran principalmente el amor, la muerte y el hombre.
En 1957, Rosario Castellanos publicó Balún Canán, novela en que convergen dos grupos marginados de la sociedad: las mujeres y los indígenas. Luisa Josefina Hernández publicó El lugar donde crece la hierba (1959) y unos años después La plaza de Puerto Santo (1962), Los palacios desiertos (1963), y otras obras. María Elvira Bermúdez se anticipa a lo que sería uno de los géneros propiamente urbanos: el policiaco, con la publicación de Diferentes razones tiene la muerte (1953). También en los años cincuenta aparecen Evelina Bobes Ortega, con Otoño estéril (1951), y María Lombardo de Caso, con Muñecos de niebla (1953) y Una luz en la otra orilla (1959). Dentro de la larga lista de escritoras de esa época se encuentra: Guadalupe Dueñas, autora de Las ratas y otros cuentos (1954) y Tiene la noche un árbol (1958); Carmen Rosenzweig, quien escribe 1956 (1958); Amparo Dávila, quien da a conocer Tiempo destrozado (1959); Emma Dolujanoff, quien publica Cuentos del desierto (1959); Raquel Banda Farfán, autora de Escenas de la vida rural (1953), y Beatriz Espejo, quien escribe La otra hermana (1958).
Durante la década de los sesenta, Amparo Dávila, Luisa Josefina Hernández, Rosario Castellanos y Guadalupe Dueñas publicaron diversas obras. Se agregan a la lista, en esta década, entre otras: Emma Godoy, con Érase un hombre pentafácico. Soliloquios o quizá una novela (1961); Elena Poniatowska, con Lilus Kikus (1967); Inés Arredondo con La señal (1965), y Elena Garro, con Los recuerdos del porvenir (1963).
Julieta Campos, cubana radicada en México desde 1955, publica en 1974 Tiene cabellos rojizos y se llama Sabina. María Luisa Mendoza dio a conocer Con él, conmigo, con nosotros tres (1973), Ausencia (1974) y El perro de la escribana (1982), novela en la que hace un recorrido por las familias urbanas desde la perspectiva de las mujeres. También en ésta época publicaron Manú Dornbierer, el libro de cuentos Después de Samarkanda (1977), y Elena Poniatowska, Hasta no verte Jesús mío (1969); Graciela Rábago Palafox publicó Todo ángel es terrible (1981); Aline Petterson sacó a la luz Círculos (1977) y más tarde Sombra ella misma (1986); María Luisa Puga publicó Las posibilidades del odio (1978), Cuando el aire es azul (1980) y más tarde Pánico o peligro (1983), novela que marcó un hito en la participación de la mujer en la literatura urbana. En este último año, Elena Garro publica La casa junto al río.
A partir de la década de los setenta, aparecen en la escena poetas de la talla de Elsa Cross con su libro de poemas La dama de la torre (1972), Germaine Calderón, con Nuevo Decálogo (1970), Elva Macías, con Círculo del sueño (1975), y Gloria Gervitz, que da a conocer su libro Shajarit (1979). Muchas figuras han surgido durante las siguientes dos décadas. Entre las poetas que han obtenido premios o reconocimientos, destacan Coral Bracho, Myriam Moscona y Claudia Hernández de Valle-Arizpe.
Algunas narradoras actuales son Silvia Molina, con los cuentos Lides de estaño (1984); Bárbara Jacobs, con novelas como Las hojas muertas (1987); Carmen Boullosa, con Mejor desaparece (1987); Sara Sefchovich, con Demasiado amor (1990); Ana García Bergua, con El umbral. Travels and adventures (1993), Rosa Beltrán, con La corte de los ilusos (1995), y Edmée Pardo, con el libro de cuentos Pasajes (1993) y la novela Espiral (1994).
Finalmente, algunos libros escritos por mujeres, Como agua para chocolate (1989), de Laura Esquivel; Arráncame la vida (1985), de Ángeles Mastretta, o Compro luego existo (1992), de Guadalupe Loaeza, han destacado como éxitos comerciales sin precedentes en México y con amplia proyección en otros países.