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En los primeros años de su vida colonial México contó con varios colegios que preparaban a los nuevos grupos sociales que resultaron de la Conquista. Así fue como fray Pedro de Gante fundó el primer plantel de enseñanza en América en 1523, llamado Escuela de San Francisco de México, dedicado, principalmente, a la clase indígena. Más tarde, en 1536, fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México, inauguró un centro educativo para favorecer la instrucción superior de los aborígenes, que llamó Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. De esta escuela salieron indios bien preparados que se constituyeron en maestros.
Transcurridos algunos años, aquellos individuos, hijos de indígenas y españoles, formaron un grupo numeroso y abandonado: el de los mestizos. Para esta nueva clase social el virrey don Antonio de Mendoza fundó el Colegio de San Juan de Letrán, que había de perdurar hasta los años independientes.
Con la fundación del Colegio de Santa María de Todos los Santos y la llegada de los jesuitas en 1572, el ambiente cultural mejoró notablemente. A la Compañía de Jesús se debe la fundación del Colegio de San Pedro y San Pablo, y de los seminarios de San Miguel. San Bernardo y San Gregorio, inaugurados entre 1574 y 1576. El éxito alcanzado por estos centros educativos fue tan grande que los colegios de San Miguel y San Bernardo se unieron en uno solo, en 1583, con el nombre de San Ildefonso; el Colegio de San Pedro y San Pablo tuvo un edificio propio y el de San Gregorio quedó destinado únicamente para los indígenas.[1]
El Colegio de San Gregorio, antes mencionado, es el antecedente del colegio del mismo nombre restaurado en 1829 por Juan Rodríguez Puebla. Tal vez esta fue su segunda reinstalación, porque con la expulsión de los jesuitas, en 1767, el colegio tuvo que venir a menos y entonces fue levantado por Juan Chavarría, catedrático de San Gregorio, al que se consideraba erróneamente, en el siglo xix, fundador del colegio. Remóntase pues su instalación al primer siglo colonial y se debe ésta a los jesuitas.
Durante el lapso en que Rodríguez Puebla estuvo al frente del colegio éste prosperó enormemente. Formáronse academias de profesores y alumnos, cuya reseña se encuentra en páginas anteriores. Pero desgraciadamente murió su benefactor en 1848, y durante la dictadura de Santa Anna fue clausurado, y más tarde, en 1853, entregado a los jesuitas, sus legítimos fundadores, bajo cuya dirección estuvo poco tiempo, pues con las guerras de Reforma y del imperio desapareció definitivamente.
Fue este plantel, destinado a los alumnos indígenas y a los pobres, el centro educativo más importante durante muchos años, por el número y calidad de los estudiantes que habían salido de sus aulas.
Pasados los años, el 12 de marzo de 1866, los ex alumnos
se unieron un día, buscando en los recuerdos de la juventud las lecciones olvidadas y la sí abandonada práctica del amor fraternal; y para mitigar las dolencias del enfermo, el rudo golpe de la miseria en el pobre, los sufrimientos del preso, las amarguras sin número del proscrito, unidos en ese día y reedificando con el aliento de sus corazones la santa casa hoy destruida y profanada, juraron no separarse más y ayudarse siempre, cumpliendo así la misión que voluntariamente se impusieron.[2]
Don Ignacio Trigueros, protector del colegio, reunió a ciento ochenta ex alumnos pertenecientes a todas las clases sociales y partidos políticos, con el propósito de constituir una asociación que se llamó gregoriana. La corporación fue un centro de cordialidad y compañerismo en una época en que la situación política suscitaba el odio y la enemistad. El fin que perseguía la asociación era la protección mutua: se buscaba la ayuda fraternal de todos y cada uno de los miembros de la agrupación, en caso de miseria, enfermedad o prisión, esta última tan frecuente en épocas de inseguridad política.
A partir de 1866 las sesiones solemnes de esta asociación celebrábanse el 12 de marzo de cada año, fecha en que se conmemoraba la fundación del colegio y la festividad del patrono del mismo, San Gregorio Magno.
Las reuniones anuales se efectuaron la casa de campo Petit Versailles, en la hacienda de la Teja y en el Tívoli de Bucareli o Recreo Mexicano. A dichas reuniones, que se prolongaron hasta 1892, aproximadamente, asistieron numerosas personas que pertenecieron al Colegio de San Gregorio, y otras, como Ignacio M. Altamirano y Rafael Martínez de la Torre, que aunque no fueron alumnos de San Gregorio fueron admitidos en el grupo por la simpatía que tenían para la asociación.
Estas celebraciones se extendieron a algunos estados de la república, en donde residían los gregorianos ausentes de la capital. En Toluca, Texcoco y Pachuca tuvieron lugar festividades análogas en los mismos días.[3]
Como es de suponerse, los temas preferidos en estos banquetes anuales fueron los relacionados con la asociación. En discursos o poesías líricas se recordaba a los gregorianos desaparecidos y a los que padecían persecuciones políticas.
José Tomás de Cuéllar, menos que mediano poeta, prestó siempre su concurso a estas celebraciones. Sin embargo sus poemas “Por los muertos”, “Por los desgraciados” y “Por los viejos” fueron muy aplaudidos por los concurrentes.[4]
En su calidad de antiguo alumno del Colegio de San Gregorio, Ignacio Ramírez asistió a muchas reuniones anuales, habiendo contribuido a ellas con algunos de sus mejore poemas: “A la fraternidad” (1867), “Por los desgraciados” (1868), “Por los gregorianos ausentes” (1870) y “Por los gregorianos muertos” (1872), en los que se muestra el estro poético y la filosofía estoica de El Nigromante.[5]
Con unas quintillas festivas, “Recuerdos de la vida de colegio”, se presentó un ex alumno de San Gregorio, don Vicente Riva Palacio. Sus versos recordaban los días de colegio y describían los aspectos más característicos de la vida de estudiante, con sus infortunios y conspiraciones. Riva Palacio recordaba también los apodos y el deplorable aspecto, greñudo y roto, del estudiante que prefiere el ocio y odia el gobierno de la palmeta y el encierro. En 1868 ocupó la presidencia del grupo e invitó a la asociación a la velada literaria que se organizó en su casa, y durante la cual se obsequió al maestro Altamirano una hermosa edición de El paraíso perdido de Milton.[6]
Otro de los poetas concurrentes fue Juan A. Mateos, que rememoró sucesivamente al promotor mexicano Felipe de Jesús; a Zaragoza, triunfador del 5 de Mayo, y a Miramón, que sucumbió en el cerro de las Campanas. También dedicó a la asociación sus poemas “A la fraternidad” y “A los muertos”.
Otros colaboradores de las reuniones que cada año celebraban los gregorianos fueron José María Iglesias, Rafael Herrera, Gabriel María Islas, José María Lozano, Joaquín Alcalde, Joaquín Téllez, presbítero Manuel María Herrera y Pérez, Manuel María Ortiz de Montellano, José María Gambino, Isidro Díaz, Santiago Cuevas, Pedro Landázuri, Sebastián Lerdo de Tejada, Gregorio Gómez Zozaya, Carlos M. Escobar, Luis Malanco, Francisco Clavería, Jesús Alfaro, Antonio María Ramírez, Juan G. Morales –quien pronunció en una ocasión una alocución en la lengua mexicana– y Manuel Valadez.
Los cronistas que reseñaron los banquetes anuales siempre tuvieron frases de elogio para las obras realizadas por la asociación, que contó más de quinientos miembros y publicó una serie de cuadernos anuales donde aparecieron los trabajos con que los socios amenizaban los banquetes de aniversario.
A imitación de esta asociación, se fundaron otras que perecieron antes que ella, como la Asociación Alonsiaca, la Seminarista y la Laterana.