La trama de Soldaditos y muñecas, novela que en muchos aspectos nos recuerda a la obra maestra del gran Miguel Méndez, Peregrinos de Aztlán, responde —a un nivel social— al temor, temor a la pérdida del ser tanto personal como histórico. Y con esta respuesta, Esperanza, la protagonista y alter ego de la autora, contrarresta el proceso de colonización que empieza por desposeer al colonizado de su propiedad (primer paso), de su trabajo (segundo paso), de su cultura (tercer paso) y, finalmente, de su propio ser. Para que funcione este proceso eficazmente, el colonizador desata fuerzas cuyo fin es borrar la historia tanto personal como social de la mente del colonizado. Es por eso que —en la esfera social— Esperanza tenazmente graba en español la historia materna y paterna de su familia y, por ende, de la clase obrera mexicana/chicana. Asimismo —en la esfera personal— logra resucitar para jamás olvidar la memoria de su hermano, una de cientos de miles de víctimas de las guerras insensatas de ese mismo proceso. A otro nivel, la novela traza la pérdida de la inocencia, de la “vaga ilusión de la vida”, como nos dice Esperanza al principio de la novela. Los golpes de la vida, especialmente los golpes de los puños masculinos sobre la cara femenina, le arrebatan los sueños muñequeros a la niña. A Antonio, su hermano, le sucede algo semejante. De niño jugaba a soldaditos con figuras de plástico, pero en la guerra real y concreta sólo encontró plomo y fuego detrás de los cuales se escondía la muerte. Así, pues, la inocencia cede el paso a la violencia.