La soledad, un accidente, el desamor, un embargo, un bazar, todo lo que pasa en este mundo puede convertirse en una gran historia gracias a Cecilia Magaña. Narradora sorprendente, su obsesión son los objetos, los detalles que logran convertirse en actores primordiales de sus relatos. Con habilidad desmenuza el interior de cada personaje y logra una sobrecogedora profundidad, nunca clara, siempre abierta a varias lecturas. Como todo narrador honesto, Cecilia se escribe a sí misma y nosotros nos leemos, sobrecogidos, en cada uno de sus cuentos.
Leer es —o tendría que ser— una noche de tormenta, en la que después de un breve silencio, llega el relámpago. En los cuentos de Cecilia Magaña, el lector no puede quedarse en paz: tendrá que guerrear, ganarse el fondo que brilla más allá de la superficie de las historias. Es picado por la curiosidad, por la sospecha. Busca, araña, repta por llegar a ese espacio blanco, el enigma, en el que parece esconderse el grito, la sonoridad precisa de aquello que se asume como silencioso. Las tramas son inciertas: llaman al vértigo, y de ese placer está sostenida la seducción que atrapa y desacomoda. La peligrosidad es un juego de inocencia y perversión donde la cotidianidad —la bestia del hogar— se tiñe de la peor violencia: la que ha sido absorbida como alimento natural desde que la vida es vida.