“No leo el mundo, lo habito; lo habito en su misterio acogedor o siniestro. No lo pronuncio ni lo doy a luz en forma alguna; me habita o al menos me visita. Viene de dentro de mí y desde fuera, traspasando la membrana que soy, como una vela translúcida y delgada que agita el aire, como una cuerda tensada entre los extremos de un arpa ósea”.
Carmen Leñero compara dos formas de crear ficción: el relato (representado aquí por la novela, que en general se despliega como “itinerario” y viaje rememorado, ocurrido en un “allá y entonces”) y la representación dramática (la pieza teatral canónica, construida sobre un antagonismo o conflicto que “se da a ver” en el “aquí y ahora” del espectador). Su reflexión propone considerar los géneros literarios no como fórmulas externas de escritura, sino como formas de imaginación distintas y modos especiales de vincularse con el receptor, pidiendo de él cierto ejercicio del intelecto, cierta disposición de ánimo y presencia. Leñero explora, pues, la intrínseca afinidad entre tema y expresión; entre experiencia perceptiva, cognoscitiva y modalidad de transmisión estética.