1996 / 04 dic 2017 14:58
He publicado en varias ocasiones un panorama de la historia de las lenguas indígenas de México.[1] Es verdad que esas distintas versiones son de muy diversa extensión (y varían, por ende, en cuanto a la cantidad de información que proporcionan), pero lo que sé –o lo que ignoro– sobre este asunto sigue siendo básicamente lo mismo, aunque nuevas investigaciones nos permitan ir afinando y precisando ciertos aspectos. Lo publicado en mi Atlas de Lingüística (México, INAH-Planeta, 1988) es tal vez demasiado breve, pero compensa este defecto presentando la versión más reciente de los mapas de distribución histórica de las familias de idiomas. La historia que escribí en “Pasado y presente de las lenguas indígenas de México” infra (véase nota 1) es probablemente la más informativa, sobre todo por sus notas complementarias. Si el tiraje de alguno de estos impresos puede ocasionalmente dificultar el acceso a ellos, parece que el Atlas… y la entrada, “Lenguas indígenas” infra (véase nota 1), se editaron en cantidad suficiente para permitir su consulta a quienes puedan interesarse.
Así pues, aquí es inevitable repetir parcialmente la historia de las lenguas aborígenes de México como complemento al estudio de sus literaturas, entre las cuales las mejor conocidas y documentadas son las producidas en náhuatl y maya, idiomas de grupos hegemónicos y que se habían convertido por ello en lenguas francas, como en buena parte del occidente lo había hecho el tarasco.[2]
Historia de las lenguas indígenas en la época prehispánica. Ratificación de algunas premisas
La historia de cualquier lengua tiene siempre fronteras imprecisas, pero no por culpa de sus historiadores, sino porque una lengua existe sólo durante cierto tiempo, sin que en la conciencia de quienes la usan haya habido solución de continuidad, ya que antes ha sido otra lengua diferente o más tarde se transforma en nuevas lenguas.[3] Una lengua se transforma paulatinamente en otra con el transcurso del tiempo aunque, si la fecha que se considera es más o menos arbitraria, también es cierto que una lengua determinada no ha existido por tiempo indefinido.
Si tenemos una lengua nueva, surgida por la transformación de la primera, es claro que ésta ha dejado de existir, y aunque no pueda fijarse un límite preciso a su extinción, pasa a ser lo que llamamos “lengua muerta”, a veces documentada. Lo más interesante de esa transformación paulatina consiste en que, salvo circunstancias muy especiales, las diferencias que surgen, no sólo hacen distinto al estado posterior de la lengua de su estado anterior, sino que producen una diversificación espacial, esto es, crean variantes regionales, a las que se llama con propiedad dialectos.[4] Los dialectos siguen transformándose poco a poco y, puesto que su diversificación consiste en que han sufrido cambios distintos a los que sufrieron los otros dialectos, es claro que las nuevas transformaciones estarán condicionadas, al menos parcialmente, por las modificaciones anteriores, de manera que la evolución paulatina tiende a acentuar cada vez más las diferencias. Cuando éstas impiden la comprensión entre quienes hablan sus distintas variedades, se dice que los dialectos se han convertido de nuevo en lenguas, esto es, formas de habla que las vuelve mutuamente ininteligibles. Si los dialectos están bastante extendidos, puede iniciarse en ellos una diferenciación interna antes de que se transformen en lenguas distintas. Cualquier lengua puede dar origen a dialectos que se convierten en lenguas, las cuales a su vez pueden convertirse en nuevos dialectos, aptos para modificarse en nuevas lenguas, y así indefinidamente.[5]
Así pues, nos encontramos ante un dilema: si queremos hacer la historia de las lenguas indígenas que se hablan actualmente en nuestro país, no podríamos ir mucho más atrás del año 1000 de nuestra era, pues es entonces cuando podemos referirnos a ellas como el resultado de un proceso de diferenciación y transformación de idiomas que existió antes.
Si una y otra vez el proceso de diferenciación ha dado origen, primero a dialectos y, posteriormente, a lenguas, es conclusión ineludible que todas las lenguas actuales sean producto de ese proceso (con algunas excepciones cuya consideración no cabe aquí). También es de suponerse que las lenguas muestren grados de similitud y reflejen además las relaciones que había en las antiquísimas redes dialectales, que dieron origen a las lenguas cuya transformación las hizo desaparecer. Puesto que similitudes y diferencias pueden establecerse con toda precisión, es posible partir de un conjunto de lenguas actuales y rehacer sucesivamente estados anteriores y más arcaicos, cada vez con un número menor de redes dialectales que corresponden a lenguas antiguas; dicho de manera muy elemental, ésta es una de las labores de la lingüística histórica.[6]
Aunque, como hemos visto, entre una lengua antigua y los idiomas actuales –resultado de su diversificación– no hay discontinuidades, se acostumbra llamar “lengua madre” a ese primitivo idioma, y “lenguas hijas” a sus productos, que están genéticamente relacionados. Esta relación genética de parentesco puede ser de muy diverso grado; usando la misma metáfora genealógica, tendríamos que hablar de lenguas “nietas”, “abuelas” y “bisabuelas”, etc. Desafortunadamente, no hay acuerdo sobre la designación que debe darse a los conjuntos de idiomas que muestran distintos grados de parentesco; aquí emplearé las siguientes:
Lengua: habla, o conjunto de hablas, cuya diferenciación se inició aproximadamente hace 1 000 años. En algunos casos hay considerable variedad dialectal y en otros, hay pocos dialectos o los dialectos están mínimamente diferenciados (o ambas cosas a la vez). También hay lenguas monodialectales.
Subgrupo: conjunto de lenguas cuya diversificación debe datar de algún momento entre los inicios del siglo x de nuestra era, es decir, el proceso tiene entre 1 000 y 2 000 años, aproximadamente.
Grupo: es la subdivisión de una subfamilia, cuya diversificación se inició, aproximadamente, entre 1 000 años antes y el principio de nuestra era.
Subfamilia: es la porción de una familia que comenzó a diversificarse, probablemente, entre 2 000 y 1 000 años antes de nuestra era.
Familia: es el conjunto de hablas que derivan de una protolengua, cuya diversificación se inició entre 3 000 y 2 000 años antes de nuestra era.[7]
Hace ya medio siglo, poco más o menos, quedó fuera de duda que el hombre americano que pobló lo que es ahora nuestro país, proviene del Viejo Mundo. Por algún tiempo se discutieron las posibles rutas de acceso, cuestión no zanjada por completo todavía, como tampoco la antigüedad del hombre en el continente ni la de su presencia en cada lugar. Aquí seguiremos la información que tiene más visos de verosimilitud.
Parece que la entrada más antigua del hombre en el continente se hizo entre 45 000 y 40 000 años antes de nuestra era, por la región alaskina y, en consecuencia, el sentido general del poblamiento americano se realizó de norte a sur, con un avance sumamente lento. A territorio actualmente mexicano, el hombre habría llegado ya hace 25 000 años (edad estimada del esqueleto de Chimalhuacán, todavía no comprobada, pero compatible con los 22 000 años que se otorgan a los restos de Tlapacoya) y de seguro, ya vivía aquí hace 10 000 años, como cazador de grandes animales –venados, berrendos, carpinchos, e incluso animales más grandes–, como lo atestiguan los restos arqueológicos.[8]
Tal antigüedad fácilmente dobla la de las familias lingüísticas, dato no tan pertinente para nuestro asunto. Además, es muy difícil estimar la ubicación[9] de las protolenguas[10] que obviamente se hablaban entonces. Existe un remoto parentesco (más lejano que el de familia) entre el tarasco y las lenguas quechuanas, como lo hay entre los idiomas de Florida y de Sudamérica,[11] lo que permite suponer que en el actual territorio mexicano se encontraban varias de las antiguas expresiones lingüísticas antecesoras de los idiomas que hoy se hablan en Sudamérica y que los protoidiomas antepasados de varias de las familias lingüísticas del México actual estarían en territorio de lo que hoy son Canadá y Estados Unidos de Norteamérica. En lo que ahora es nuestro país, se encontrarían solamente los antepasados de algunas de las familias típicamente mexicanas: la otopame,[12] la oaxaqueña, la chinanteca y la mangueña,[13] actualmente desaparecida,[14] así como la maya, que en la actualidad está representada con profusión en Guatemala.
Entre 8 000 y 2 000 años antes de nuestra era, los grupos prehistóricos siguieron su avance paulatino hacia el sur, aprovechando lo que el ambiente les ofrecía y procurando no entrar en conflicto con los otros pobladores. Hubo en ese lapso cambios climáticos que modificaron la cubierta vegetal y la composición de la fauna, así que el hombre se dedicó cada vez más a la caza de animales pequeños (ratas, tuzas, liebres, tortugas, etc.) y a la recolección de semillas y de las partes comestibles de las plantas.[15] Los estudios de lingüística histórica[16] permiten asegurar que varias de las protolenguas de las que se derivan las familias actuales, se encontraban ya en lo que después sería el área mesoamericana. Habían iniciado su diversificación en los idiomas que darían origen a las subfamilias actuales. La posibilidad de reconstruir nombres para varias plantas, que después fueron típicamente cultivadas, sugiere que los hablantes de protooaxaqueño desempeñaron un papel importante en el largo camino que lleva de la utilización de plantas recolectadas, a su cuidado y selección cada vez más constantes, hasta desembocar posiblemente en su cultivo,[17] a juzgar por los hallazgos arqueológicos en la región de Tehuacán o en la propia Oaxaca.
Los cimientos de las culturas mesoamericanas
El proceso de “domesticación” de las plantas fue muy prolongado: tuvo que transcurrir un largo período para que éstas constituyeran una parte sustancial de la alimentación. Todavía hacia 2 500 años antes de nuestra era seguía siendo muy importante la caza, la recolección y la pesca, aunque el cultivo ya permitía (y tal vez requería) la existencia de campamentos de larga estancia o permanentes, que favorecieron la diversificación dialectal. Para entonces, el antiguo protooaxaqueño ya se había subdividido en tres lenguas: protozapotecano, protopopolocano y protomixtecano, y este último, a su vez, tenía ya dialectos muy diferenciados, como corresponde a un pueblo que con toda probabilidad fue uno de los iniciadores del cultivo y tuvo parte en el desarrollo de algunas de las ideas y concepciones características de lo que sería Mesoamérica.[18] Con menor seguridad podemos hablar de las otras dos protolenguas emparentadas, pues si bien parecen haber iniciado su diferenciación más tarde, ésta pudo deberse a que sus dialectos mantuvieron contacto por mucho tiempo, influyéndose mutuamente.
Similar antigüedad tiene la diversificación de la familia otopame. Es posible que los otopames meridionales, al adoptar el cultivo, se hayan separado de los septentrionales, pero la diferenciación también puede haberse dado al exterior de lo que más tarde sería Mesoamérica (como más adelante veremos que sucedió con otras familias). Es más probable, dada su actual ubicación, que los protochinantecos y los protomangueños (cuya diferenciación conocida es mucho más tardía) se encontraran ya en territorio mesoamericano.
El idioma del cual derivó la familia maya parece haberse extendido por la costa del Golfo de México, desde la zona huasteca hasta el istmo de Tehuantepec. En tan amplio espacio es de suponerse que se habría diferenciado en una cadena de dialectos, cuyos extremos tal vez ya no se entenderían entre sí.
Un problema especial lo representan cuatro lenguas aisladas (o prácticamente aisladas, pues sus parientes están muy alejados): el huave, el chontal de Oaxaca (ambos actualmente en la costa del Pacífico), el chontal o tequistlateca y el cuiclateca; con las debidas reservas, podemos aventurar algunas hipótesis. El primero de ellos parece tener lejanas relaciones con las familias mangueña y mixeana de Mesoamérica, así como con las familias algonquina ritwan y del golfo del actual territorio estadunidense. Pero ahora es un solo idioma, cuyos dialectos no habrán tomado mucho más de 400 años para diferenciarse.[19] Si acaso hubo otras lenguas emparentadas, éstas desaparecieron sin dejar el más mínimo rastro. Posiblemente sus hablantes fueron empujados por quienes hablaban las otras protolenguas mencionadas, y quedaron arrinconados desde entonces en el istmo de Tehuantepec o sus cercanías. El chontal o tequistlateca es también una única lengua, cuyos parientes lejanos son las lenguas yumanas, el seri y el coahuilteco, todas de la región desértica del norte del país. Posiblemente avanzó por la región próxima a la costa, al mismo tiempo que los antepasados de la familia oaxaqueña lo hacían por el altiplano; puede suponerse que por ese entonces el tequistlateca se ubicara un poco más al occidente de su localización actual, pero su aislamiento impide cualquier precisión.
El cuitlateca, en 1980, contaba todavía con una hablante en Totolapan, Guerrero. Como las anteriores, fue una familia formada por una sola lengua de la que se desconoce si tuvo idiomas emparentados, aunque es posible que alguna de las lenguas de Guerrero, de las que no se conserva más que el nombre,[20] perteneciera a la misma familia. Suponiendo que hubiera penetrado desde muy temprano en la región que después ocupó, tal vez pudiera adjudicarse a sus hablantes el cultivo del frijol y el del algodón.[21]
Algunas diferencias y similitudes presenta el tarasco con el cuitlateca: está emparentado con el zuni de Norteamérica y con la familia quechuana de Sudamérica, de las cuales se encuentra muy alejado geográficamente. Ahora hay una sola lengua en la familia, pero es posible –y aun parece probable–que varias de las “lenguas particulares” del antiguo reino de Michoacán[22] de que tenemos noticia hayan sido sus parientes, sometidas por imposición al tarasco como lengua hegemónica.
Las lenguas durante la construcción de Mesoamérica
Los antropólogos llaman Mesoamérica a una región que, en los inicios del siglo xvi de nuestra era, tenía una cultura rica y compleja, de características propias, claramente distinta a la de los cacicazgos centroamericanos, o a la de los pequeños grupos de nómadas que vivían en los desiertos del norte.[23] Naturalmente, esta notable civilización –que algunos teóricos cuestionan, no sin buenas razones– se fue erigiendo paulatinamente; sus constructores eran hablantes de las lenguas y protolenguas que aquí nos ocupan.[24]
El proceso de sedentarización y creciente dependencia del cultivo se ha establecido claramente en el valle de Tehuacán y en otros sitios. Los especialistas consideran que ya se puede hablar del formativo[25] mesoamericano hacia el 2000 antes de nuestra era, cuando encuentran aldeas permanentes, una alfarería desarrollada, otras artesanías, así como elementos que señalan la presencia de chamanes-sacerdotes y de algunas ideas religiosas características de Mesoamérica.[26] Al correr el tiempo, varias aldeas crecen e influyen sobre sus vecinas, hasta que cerca de 1 500 años antes de nuestra era, surge en La Venta, Tabasco, el primero de los grandes centros ceremoniales, cuyo influjo –proporcional a su magnitud– se deja sentir en buena parte del área.
Al ser La Venta un sitio tan significativo, es natural preguntarse qué idioma hablarían sus constructores; la respuesta no es segura, pero puede intentarse. En opinión de algunos arqueólogos y lingüistas debieron ser protomixeanos, pues en términos generales coinciden la región olmeca (aquella donde los restos arqueológicos son “como los de La Venta”) y la zona de lenguas mixeanas.[27] Creo que la realidad era más compleja, ya que en aquel tiempo el grupo winik de la familia maya –que había comenzado a diferenciarse del inik unos 500 años antes– debe haberse extendido sobre parte de la llanura costera del Golfo, las tierras bajas del Petén y el sur de la península de Yucatán, sin alcanzar todavía las tierras altas de Chiapas y Guatemala, y compartiría con hablantes de lenguas de la familia mixeana lo que ahora es el sur de Veracruz y el oriente de Tabasco, la llamada “zona olmeca”, por lo que La Venta sería la obra de una sociedad bilingüe en la que había hablantes de un dialecto winik –el de los protoyaxché–, y de protomixeano.[28]
En las tierras bajas del Petén y el sur de la península de Yucatán, estaban ya quienes hablaban el dialecto protoyaxqué (antecesor del maya yucateco y el lacandón), y al occidente de ellos, en el curso bajo y en la desembocadura del Grijalva y el Usumacinta, vivían los antecesores de las que llegarían a ser las lenguas mayas de las tierras altas. Los miembros del grupo inik permanecían en el norte y centro del actual estado de Veracruz y zonas aledañas, separados de sus parientes por una cuña protomixeana[29] que mantenía su unidad o apenas había iniciado su diferenciación. Los antiguos dialectos no dejaron descendientes que llegaran hasta nosotros.
Si al protomixtecano, como hemos dicho, puede acreditársele una tradición de cultivo, de la cual no podemos excluir a otros miembros de la familia oaxaqueña, es de esperar que la vida en aldeas hubiera favorecido la diversificación y que por este tiempo (alrededor del año 1500 antes de nuestra era), fueran ya lenguas claramente distintas el amuzgo antiguo –lo llamo así porque tiene una sola lengua hija, y de este modo evito abusar del prefijo proto–, el protomixteco-cuicateco, el protozapotecano y el protopopolocano, suposición que se ve confirmada por la glotocronología.[30] No es fácil averiguar sus ubicaciones respectivas; apoyado en sus mutuas relaciones, en su situación actual y en indicios arqueológicos, parece ser que el protozapoteco casi había llegado a la región donde ahora se encuentran sus descendientes; que el amuzgo antiguo posiblemente ocupaba buena parte de la Mixteca, tal vez al lado de los protopopolocas; y que el protomixteco, probablemente, se encontraba ya en una parte de Oaxaca, pero se extendía también por el actual estado de Puebla hasta las inmediaciones con Tlaxcala.
Probablemente los totonacos antiguos (evito el horrible término “protototonacanos”, que sería el apropiado, pues aún no se había diferenciado el tepehua) vivieran en una parte de la Sierra Madre Oriental, entre San Luis Potosí, Puebla e Hidalgo, aproximadamente, en la incipiente Mesoamérica de entonces, ya cerca de sus límites o incluso fuera de ellos. Lo más notable, sin embargo, es la total ausencia en territorio mesoamericano de cualquiera de las lenguas de la familia yutoazteca, cuyos descendientes más tarde serían tan sobresalientes.
La diferenciación de la familia yutoazteca se inició allá por el año 2700 antes de nuestra era, pues ésta es la divergencia máxima entre dos lenguas de la familia: el yute y un dialecto náhuatl, nótese que cada uno se encuentra en los extremos septentrional y meridional, respectivamente, de su área de dispersión y también puede observarse que todos los grupos muestran mayor semejanza con sus vecinos inmediatos que con cualquier otro, a lo cual se le llama “distribución en cadena”. Este tipo de distribución se produce, por lo regular, cuando los hablantes de una lengua antigua van extendiéndose en un solo sentido, sin abandonar su ubicación original. Las divergencias se dan cuando el alejamiento entre la avanzada y quienes quedan en el “hogar” primitivo es suficiente como para no ser compensado por las hablas intermedias. Existen, naturalmente, otros factores, así como episodios menores, flujos, reflujos y rupturas que deben tomarse en cuenta. Respecto a los protoyutoaztecas se puede afirmar que poblaban una región aproximada a los estados actuales de Nevada, Colorado y Utah –menos desérticas entonces–, y que una parte de ellos fue avanzando hacia el sur, especialmente por las sierras (en donde recolectaban piñones y bellotas) y por las llanuras próximas (de las que aprovechaban, entre otras cosas, tunas y conejos). Entre los años 2500 y 2000 antes de nuestra era, ya podía distinguirse una lengua septentrional –cuya historia posterior no nos ocupará, pues sus descendientes quedan fuera de nuestras fronteras–, y una lengua meridional que, hacia el 1500 antes de nuestra era, apenas llegaría a las sierras de Sonora y Chihuahua y su vecindad, para formar una cuña entre los idiomas hokano-cohauiltecos al este y al oeste. Por lo tanto, quedaba completamente fuera de Mesoamérica.
Si el período preclásico se define por la formación progresiva de los patrones culturales mesoamericanos, el clásico se caracteriza, justamente, por la plena vigencia de estos patrones. Mucho hay que decir a este respecto: el arte, las ciudades, los grandes edificios, el calendario y la profundidad de los conocimientos astronómicos, etc. La tentación de hacerlo es grande, pero dejaremos todo esto a un lado, para ocuparnos exclusivamente de los factores que, hasta donde sabemos, influyeron en la historia de las lenguas de nuestro país.
La gente del clásico se sustenta en el cultivo (no desaparecen recolección, caza y pesca, pero su papel es mucho menor), lo que quiere decir que la ubicación de las familias de lenguas no se modifica; en cambio, la misma vida aldeana tiende a crear una fragmentación dialectal quizá semejante a la que ahora puede verse en varias regiones de Oaxaca: cada pequeño pueblo tiene un dialecto propio claramente distinguible, aunque se entienda sin dificultad con sus vecinos.[31]
Durante la fase temprana del período clásico (desde su inicio hasta el año 300 de nuestra era), se establecieron vastos señoríos centrados en ciudades que eran la sede de la hegemonía de un poder religioso-político. El de Teotihuacan ha sido llamado imperio y su gran influencia llegaba hasta la zona maya y a Monte Albán, como lo indican los restos teotihuacanos en dichos lugares (y en muchísimos más de Mesoamérica), así como unidades típicamente zapotecas y mayas en la propia urbe teotihuacana que debe haber sido una comunidad bilingüe o plurilingüe, como antes fue La Venta y deben haber sido otros centros importantes. Difícilmente puede caber duda acerca de que las lenguas hegemónicas de los señoríos se extendieron a costa de las hablas locales, haciendo desaparecer a muchas y marcando más las diferencias entre los idiomas subsistentes. Es muy probable que a este fenómeno se deba que ahora se encuentren lenguas cuya diferenciación, especificada por la glotocronología, se iniciara en los últimos 500 años del preclásico, pues difícilmente hubieran llegado a ser diferentes los dialectos que estaban constantemente en contacto. Así parece haber sucedido con las dos únicas lenguas de la familia totonacana que conocemos y también con lenguas popolocanas, mixtecanas, zapotecanas y mixeanas, lo que contrasta con el yucateco-lacandón, que parece haber iniciado al mismo tiempo que las anteriores una diferenciación nunca acabada, porque el permanente contacto mantiene un solo idioma.
En el centro de México –la zona directamente bajo la influencia teotihuacana–, a los pueblos de habla proto-otomiana vinieron a sumarse otros de habla protonahua (o nahua antiguo, si se prefiere), cuyo avance no había cesado, pues así lo muestran algunas fechas: la separación del tarahumara-cahita debe haber sido un poco anterior al principio del clásico, y quedó aproximadamente en la región que ahora ocupan, mientras los antiguos nahuas y los cora-huicholes seguían adelante. Es posible que estos últimos penetraran ya a Mesoamérica (una Mesoamérica marginal en todo caso), pero los nahuas iban delante de ellos, por lo que muy probablemente ya habían llegado a zonas de Jalisco y Michoacán, y también a Teotihuacan y su entorno, con una avanzada en Pochutla, Oaxaca.[32]
Si durante la fase temprana del período clásico se establecieron los señoríos, en la fase tardía (de 300 a 700 años de nuestra era), alcanzan su pleno florecimiento, con un dominio más claro de las poblaciones bajo su poder y una mayor estabilidad favorable al intercambio comercial.[33] En esta fase la actividad constructiva –apoyada en el trabajo de gran número de trabajadores–, da a la mayoría de los sitios arqueológicos el aspecto con el que los conocemos ahora. Tal situación era propicia para que los idiomas de los dominadores se usaran como lenguas francas, esto es, sin que desaparecieran las diversas lenguas regionales, por lo que era relativamente común que en vastas zonas coexistieran dos idiomas o más, a veces sin un claro predominio de uno de ellos.
Los nahuas, que se superpusieron a los antiguos habitantes proto-otomianos en el centro de México, como ya señalamos, eran un pueblo expansivo que aparece en varias regiones entremezclado con hablantes de otros idiomas, por lo que puede razonablemente suponerse que tenían el poder en Teotihuacan; probablemente a esto y a sucesos posteriores obedezca la uniformidad del náhuatl de esta región, mientras que la posición subordinada de los otomianos produjo, hacia el año 400, la divergencia de otomíes y mazahuas.
Dada la gran semejanza entre la arquitectura de Teotihuacan y la de El Tajín, Jiménez Moreno cree que en la primera se hablaba totonaco. Mi trabajo con las lenguas mayenses indica que los constructores de El Tajín no fueron totonacanos, sino “huastecanos” (esto es del grupo inik),[34] sin embargo, los totonacanos no deben haber sido por completo ajenos a la innegable relación que hay entre ambos sitios (y otros intermedios, como Yohualichan), pues la familia totonacana –desde mucho antes separada en totonaco y tepehua–, ocupaba la Sierra Madre Oriental, entre lo que hoy es el norte de Puebla y Veracruz, posiblemente extendida hasta los llanos interiores, donde coexistiría con hablantes de nahua y, hacia el oriente, con los inik.
Creo que se debe al “imperio” teotihuacano la presencia original del náhuatl en muchas de las regiones donde ahora se le encuentra. En la región poblana parece haberse superpuesto a las lenguas de la familia oaxaqueña, cuya presencia en esa zona hemos señalado. Por el centro de Veracruz puede haber desplazado a otros idiomas, pero en el sur (en la vertiente que el istmo de Tehuantepec tiene sobre el Golfo de México), se hablaba al lado de dialectos mixes y zoques[35] y posiblemente llegaba ya al occidente de Tabasco, donde estaría en contacto con lenguas mayenses; el encontrarse estas avanzadas entre grupos de familias diferentes probablemente favoreció el inicio de su diferenciación dialectal.
La historia de algunos pueblos mayenses y sus lenguas, durante el período clásico, tiene aspectos muy interesantes. Debemos recordar que en la configuración de la cultura olmeca, durante el preclásico, tuvieron parte destacada los hablantes de un antiguo dialecto winik, el protoyaxché (antepasado del protocholano y el prototzeltalano). Ahora podemos agregar que los sistemas de registro olmecas son la raíz[36] de las escrituras mesoamericanas, entre las cuales está la maya que en el clásico se extendió por todas las tierras bajas. Buena parte de las tierras bajas no estaba poblada por gente del idioma protoyaxché de los olmecas, sino por los hablantes del yaxqué,[37] que no tiene ningún parentesco especialmente cercano con ninguna de las demás lenguas del grupo winik, razón por la que de inmediato surge la pregunta de cómo pudieron éstos adoptar la escritura desarrollada por protocholanos-tzeltalanos.[38] La respuesta está en que ambas protolenguas comparten una gran variedad de rasgos estructurales,[39] posiblemente por la influencia mutua que muchos siglos de contacto constante produjeron. Cada uno de los grupos tuvo cambios propios que, incluso, ocasionaron la separación del cholano y el tzeltalano ya avanzado el clásico; cambios que saltan a la vista porque no exhiben la correspondencia fonológica regular que deberían tener y que en ciertos casos pueden documentarse con ejemplos de la escritura maya.[40]
La invención de la escritura es una hazaña que contribuye de manera destacada al esplendor del período prehispánico clásico, caracterizado por su solidez y estabilidad que habrían de perderse a partir del año 700 de nuestra era.
El tránsito del clásico al posclásico
A finales del período clásico hubo un aumento de temperatura que provocó cambios climáticos. Uno de los efectos más notables de estos cambios consistió en que grandes extensiones que habían sido cultivables dejaron de serlo y tuvieron que ser cedidas a los nómadas o, al menos, sus habitantes se vieron forzados a modificar sus medios de subsistencia.[41]
La retracción de la frontera norte de Mesoamérica hizo que se volcaran sobre esta área quienes antes habían podido subsistir del cultivo en zonas que ya no lo permitían. Pero ahí estaban los señoríos ocupando todo el espacio, incluso arrebatándose ocasional y mutuamente algunas zonas firmemente establecidas al menos en apariencia. Al respecto existen indicios de que las invasiones propiciaron revueltas internas de quienes habían dado lustre a las urbes con su trabajo, en acatamiento de la voluntad de los dioses todopoderosos, cuya capacidad para mantener el orden del universo se había perdido, según lo demostraban los acontecimientos. Los señoríos cercanos a la frontera septentrional fueron los primeramente afectados (Teotihuacan fue incendiada en el año 700) y su caída repercutió poco después sobre los reinos contiguos que un poco más tarde a su vez, desplazaron a sus vecinos hacia el sur y éstos a los de más adelante, y así sucesivamente a lo largo de 300 años, aproximadamente hasta el año 1000 de nuestra era.
Debemos entender que el derrumbe de las élites sacerdotales[42] no implica necesariamente el desplazamiento de los campesinos y los artesanos más humildes, quienes siguen en sus tierras haciendo su vida cotidiana, si acaso bajo nuevos dirigentes; por ello la mayoría de los nuevos reacomodos fue poco importante.[43] Hay también, sin embargo, desplazamientos notables: la presencia en Centroamérica del pipil[44] procede de ese tiempo, antigüedad similar tiene en Costa Rica el mangue, separado del chiapaneco.[45] La divergencia de las dos lenguas inik (el huasteco y el cotoque o chicomucelteco) tiene unos 1 000 años, por lo que ocurrió a fines de los tres siglos de transición. Es de suponerse que antes ya existían diferencias dialectales, poco acusadas por efectos de su contacto y que éstas fueron, en parte, responsables del desplazamiento de los cotoques desde su patria de origen, en el centro de Veracruz, hasta Chicomucelo, donde entonces vivían los motocintlecos quienes se vieron así forzados a mudarse a Motocintla.
El período posclásico o histórico
Es frecuente que se caracterice al posclásico como un período militarista, durante el cual, por todo el ámbito mesoamericano, la casta guerrera desplaza del poder a la sacerdotal y se enfrasca en un sinfín de batallas y conquistas. Se exagera, pues soldados y sacerdotes estaban inextricablemente enlazados[46] sin que unos desplazaran a los otros, y el empleo de la fuerza armada no es nuevo sino que tiene una larga historia. Es verdad, sin embargo, que proliferan los asentamientos en sitios fortificados y defendibles, que se hacen más numerosas las representaciones de guerreros y que hay claras noticias de conquista. Estas noticias han llegado a nosotros porque los registros indígenas (que conocemos como códices, mapas y lienzos) conservaron la memoria de estos sucesos y permitieron que después de la conquista se trasladaran a caracteres latinos; por ello el período posclásico recibe también el nombre de histórico.
Desafortunadamente para nuestro propósito, estas historias prehispánicas (como suele suceder en todo el mundo en sociedades de este tipo) centran todo su interés en las hazañas de los señores,[47] de manera que sólo en algunos casos podemos inferir de ellas algo de lo que sucedía con las lenguas. Otra información debe obtenerse de los estudios propiamente lingüísticos –toponimia, lingüística comparada, rastreo de préstamos entre lenguas o interdialectales, etc.–, que no han podido, por lo general, hacerse con el detalle que requieren dado que era más urgente atender los problemas y panoramas globales.
La diversificación del matlatzincano (ahora dos lenguas: el ocuilteca y el matlatzinca, de la familia otopame), se fecha hacia el año 1000; puesto que la historia conocida de los matlatzincas es la de la reducción progresiva del área que ocupaban en el valle de Toluca. Parece que los matlatzincanos mismos no se movieron, sino que perdieron contacto al entrometerse en la zona otros pueblos, los nuevos dominadores. Uno de éstos era el náhuatl, tal vez componente mayoritario, junto con los otomíes, de la sociedad teotihuacana, que al fijar de nueva cuenta a los otomíes pudo haber producido su diversificación interna, que tiene unos 800 años.
Bastante bien documentadas están las luchas de algunas unidades políticas desde que su expansión las puso frente a frente, lo que produjo choques de lenguas cuando tenían diferente idioma. Así sabemos que los cuitlatecas fueron avasallados y desplazados por los tarascos, quienes probablemente habían hecho lo mismo con otras lenguas que suponemos tarasqueñas, los que a la postre se enfrentaron a los aztecas de habla náhuatl y llamaron en su auxilio a unos matlatzincas a los que recompensaron permitiéndoles establecerse en Charo, Michoacán, donde se les llamó “pirindas”. Igualmente es sabido que los tepanecas, cuyo reino de Azcapotzalco dominó desde Pachuca hasta Iguala, eran mazahuas al menos en parte, así es que su guerra con los aztecas (que fueron sus súbditos antes de arrebatarles la hegemonía) fue también la lucha entre una lengua otopame y el náhuatl. En cambio, tanto los tenochcas como los tlaxcaltecas hablaban náhuatl, de manera que no todos los enfrentamientos entre señoríos de nombre diferente enfrentaron a la vez lenguas distintas.
Cuando no se ha conservado memoria de acontecimientos similares, no todo está perdido, pues puede acudirse a los recursos de la lingüística aunque, como se dijo anteriormente, mucho falta por hacer. Las lenguas mayenses han sido estudiadas de esta manera con más detalle que otras, lo que permite decir, por ejemplo, que las lenguas tzeltalanas (tzeltal, tzotzil y tojolabal) se han movido en cierta medida unas respecto de las otras en el sentido de las manecillas del reloj en tiempos posclásicos.[48] Muchos desplazamientos hubo también en la península de Yucatán; están muy bien documentados los movimientos de los itzaes, desde el oriente a Chichén Itzá, hasta su asentamiento posterior en el lago Tayasal del Petén, así como la presencia de putunes en Campeche, o las pugnas entre cocomes y xiues de otros grupos con los traslados consiguientes, sin embargo, eran todos ellos de la misma lengua (el maya yucateco), así que poca consecuencia tuvo tanta agitación sobre el idioma que se habla en la región.
Después de algunos acomodos de importancia sucedidos durante los tres siglos de transición del clásico al posclásico, los señoríos históricos arraigaron a las poblaciones en sus tierras, para obtener de ellas tributos regulares, de manera que las lenguas (y por ende las familias que ellas forman) ya no cambiaron de ubicación, salvo la extensión de los idiomas hegemónicos convertidos en lenguas francas. El caso de los mexicas es ilustrativo: no eran los únicos que hablaban náhuatl y parece ser que iniciaron su expansión conquistando a otros nahuas, con quienes los hermanaba el idioma (no todos los sintieron hermanos, como lo prueba la feroz oposición de los tlaxcaltecas), para someter después a gente de lengua distinta. La extensión del náhuatl produjo la pérdida de hablas locales (tanto lenguas como dialectos, así del náhuatl como de otras familias) y tendió a homogeneizar las variantes que tenía este idioma; probablemente en el centro de su área surgió una especie de koiné, pero en zonas alejadas se mantuvieron, aunque ya disminuidas, las diferencias.
Historia reciente de las lenguas indígenas
En comparación con los casi 4 000 años de historia lingüística prehispánica, los 500 transcurridos desde la conquista hasta nuestros días son muy pocos. Más aún, aunque haya diferencias en cada caso, se requieren aproximadamente 1 000 años para que dos formas dialectales que no se influyan mutuamente acumulen suficiente número de cambios como para que sus hablantes ya no puedan entenderse entre sí, esto es, para volverse lenguas distintas, de manera que para efectos prácticos las lenguas aborígenes que hoy se hablan en México junto con muchas que han desaparecido, ya existían entonces, y los cambios internos que han tenido no son muy notables o resultan, con ciertas excepciones, difíciles de documentar adecuadamente.
La historia de estas lenguas desde hace casi medio milenio tendrá que ser principalmente una historia externa.
La conquista y su efecto sobre las lenguas nativas
La conquista fue un proceso relativamente largo. La caída de Tenochtitlan en 1521 acarreó el sojuzgamiento más o menos automático de los pueblos directamente sometidos a la Triple Alianza,[49] los que al fin y al cabo, solamente vieron que nuevos dominadores sustituían a los anteriores, de forma semejante a como había sucedido previamente no pocas veces. Pero no todos cedieron fácilmente, sino que los españoles debieron conquistarlos más tarde, así como a los señoríos que nunca cayeron bajo las fuerzas tenochcas (Michoacán, Meztitlán y Tututepec; Tlaxcala se alió antes), amén de las regiones a las que los mexicanos nunca habían intentado dominar directamente aunque mantenían con ellas un activo comercio, contra las que los españoles enderezaron nuevas expediciones guerreras. Por último, al norte estaban las tierras de los salvajes chichimecas, poco atractivas para los sedentarios mesoamericanos con la tecnología de cultivo que tenían, pero que resultaron más prometedoras para los europeos siendo poco a poco conquistadas a lo largo de dos siglos y medio.
La primera fase de la conquista, dirigida contra Tenochtitlan, no parece haber afectado en forma sensible a los idiomas nativos, pese a la violencia de los hechos de armas y a la crueldad de varias de las acciones guerreras. Fueron horribles las matanzas de Cholula y del Templo Mayor, pero en ellas encontraron la muerte sobre todo los miembros de los grupos dominantes pues, aunque en las fiestas de los meses del calendario prehispánico, se dice que participaba el pueblo, difícilmente se podía juntar todo el verdadero pueblo en los recintos donde se cometieron los asesinatos. Sangrientas como fueron muchas de las batallas, así como la campaña preparatoria del sitio de Tenochtitlan y el sitio mismo,[50] la mortandad por las armas de los españoles y de sus aliados indios no ponía en peligro la supervivencia de ningún idioma. Tampoco en esta fase parece haberse visto afectada mayormente la distribución de lenguas y dialectos, a pesar de que al lado de los conquistadores participaron numerosos contingentes indios (de manera significativa los tlaxcaltecas de habla náhuatl, pero también hubo totonacas y hablantes de algún otro idioma), ya que unos murieron, otros regresaron a sus tierras a esperar los beneficios de su alianza y muy pocos, si es que hubo alguno, mudaron su residencia.
Durante la fase de expansión de la conquista hubo ciertos cambios poco notables, debido al papel de los conquistadores indios y al terrible efecto de las enfermedades. Éstas fueron mucho más mortíferas que las armas y contribuyeron a la derrota ya desde la primera fase, cuando la viruela causó la muerte de Cuitláhuac junto con mucha gente más.[51] Se extendieron y atacaron a una población tras otra al expandirse la conquista, así que no es difícil que se hubieran extinguido pueblos enteros y con ellos su lengua, si eran los únicos que la hablaban.[52] Por otra parte está la presencia de lenguas aborígenes en nuevas localidades en boca de los aliados nativos, ya fuera como acompañantes de los españoles o por sí mismos.[53]
Pugna de idiomas en la colonia
En el transcurso del siglo xvi, pero sobre todo en los primeros cincuenta años después de la toma de Tenochtitlan, hubo extensas y graves epidemias porque las poblaciones aborígenes no habían desarrollado la resistencia que se crea –una forma de adaptación– humana cuando la exposición a los agentes infecciosos ha sido constante y milenaria. Hay clara y triste memoria de “pestilencias y mortandades”, como las llamaban los invasores, o matlazáhuatl, cocoliztli y aun hueycocoliztli, como se les dijo en la principal lengua nativa. Las peores eran probablemente, enfermedades virales (viruela, varicela, rubéola, sarampión, etc.), sin que puedan excluirse las producidas por microbios. En vista de que todavía había, como hemos visto, idiomas que se hablaban en zonas muy reducidas, es muy probable que varios de ellos se perdieran por tal causa.[54]
Cuando los sobrevivientes de un pueblo eran muy pocos, se les concentraba o reducía en alguna población un poco mayor, a veces nueva. La política de reducciones tenía el propósito de facilitar la evangelización tanto como la administración civil y religiosa, pues no era lo mismo que uno de los pocos misioneros (o de los cobradores del tributo) tuviera a la mano a los destinatarios de su labor o que tuviera a lo sumo que visitar unas cuantas localidades, a que se viera forzado a hacer grandes recorridos con poco fruto.[55] No faltan noticias sobre la concentración en una sola reducción de indios de distinta lengua. En los primeros tiempos eran, no pocas veces, hablantes de idiomas que coexistían desde antes en la región (las dos “lenguas generales” del rumbo, o aun los dos idiomas de un pueblo,[56] o la “lengua particular” y la general), pero más tarde, sobre todo cuando la colonización avanzó por tierras de chichimecas, en una reducción, podían encontrarse miembros de cinco o más grupos.[57] El contacto físico en las reducciones propició la difusión de las enfermedades y más mortandad en la población amerindia.[58]
No hay que suponer que la sociedad nativa estaba libre de agentes infecciosos propios,[59] es posible incluso que algunos de ellos causaran estragos, casi tan grandes como las afecciones venidas del Viejo Mundo, entre los indios sometidos al extenuante trabajo de las encomiendas,[60] donde, en ciertos casos, según la región,[61] podían juntarse hablantes de distintas lenguas que recurrían por necesidad a la lengua franca nativa o, cada vez con mayor frecuencia, al español.
El castellano era la lengua de los dominadores, y por ello llegó a ser la lengua dominante al imponerse cada vez con más fuerza en la práctica, aunque la política oficial se inclinara, ora por la implantación forzada del castellano, ora por permitir el uso de los idiomas nativos dejando que el español se introdujera poco a poco. Siguiendo las ideas que como introducción a su Gramática castellana había expuesto Elio Antonio de Nebrija,[62] la corona se inclinaba por imponer el empleo del español y la desaparición de los idiomas americanos, pero no podía dejar de ver aspectos prácticos,[63] ni desatender por completo las recomendaciones de los evangelizadores, cuyo fundamento paulista no ignoraban las autoridades católicas. Por su parte, los misioneros preferían que la administración de los sacramentos y la misa fueran en lo posible en las lenguas de sus feligreses, fundándose para ello en las sagradas escrituras. No era poca cosa que al venir sobre ellos, el Espíritu Santo hubiera dado a los apóstoles el don de lenguas que necesitaban para ir a predicar a todas las naciones, según mandato de Cristo.[64]
Si en un principio la explotación de las minas se sustentaba sobre las espaldas de los indios encomendados, pronto su merma hizo que ya no fueran suficientes para el trabajo, la escasez de mano de obra se agravó al iniciarse la explotación minera en territorios donde no había pueblos nativos sedentarios. Se recurrió entonces a importar esclavos negros, que igualmente se destinaban a las plantaciones de caña en tierra caliente y, en ocasiones, para el cuidado del ganado en las soledades desérticas del norte, sin que su presencia parezca haber tenido prácticamente ningún influjo sobre los idiomas aborígenes. También se hizo cada vez más común la contratación de indios libres que venían de las tierras antiguamente mesoamericanas,[65] quienes se agregaban a los pueblos castellanos y ahí abandonaban el uso de sus lenguas nativas para adoptar el idioma español.
Un poco diferente es lo sucedido en las provincias novohispanas norteñas, que no fueron colonizadas de manera firme sino hasta bien avanzado el siglo xviii, aunque hubo penetraciones y asentamientos desde el xvi.[66] Ahí los ganaderos entraron poco a poco y su relación con los indios nómadas pasó del enfrentamiento a una convivencia en la que éstos hacían labor de vaqueros, aprendiendo el español y olvidando sus lenguas, de las que no conocemos ni siquiera el nombre real.[67]
La historia de las lenguas aborígenes a lo largo de los 300 años coloniales tiene, como hemos visto, muchas modalidades, pero se resume en dos fenómenos: muchos idiomas se perdieron (no pocas veces sin dejar rastro), y la proporción de hablantes de lenguas indígenas se redujo constantemente, aunque todavía al iniciarse la guerra de independencia eran mucho más numerosos quienes hablaban lenguas indígenas que aquellos que usaban el castellano.[68]
Iniciada por criollos, la larga lucha por la independencia política se extendió, y mantuvo principalmente, por obra de caudillos mestizos y de combatientes indios que formaron el grueso de las fuerzas insurgentes desde un principio. Los movimientos de tropas desplazaban a sus elementos de un lugar a otro y, no pocas veces, fuertemente diezmados debían reorganizarse uniéndose a otros cuerpos del pueblo en armas. Como es fácil ver, esta situación podía poner en contacto a individuos de diferente lengua materna, quienes se verían forzados por la necesidad a usar el castellano como lengua de comunicación, en perjuicio de los idiomas nativos.[69]
Bien se sabe cómo estuvo el país sumido en la inestabilidad de las pugnas entre liberales y conservadores, de centralistas y federalistas (no pocas veces teñidas de caudillismo y de ambiciones personales), por cerca de medio siglo más, tiempo en el que a la agitación interna se suman las intervenciones estadunidense y francesa. Desafortunadamente, poco se sabe de seguro en este sentido, aunque cabe suponer que la constante agitación y los movimientos de grupos armados que acudían a la leva con regularidad, tuvieron efecto similar al que tuvo la guerra de independencia: desaparición de lenguas y dialectos y el aumento de la proporción de hablantes de la lengua dominante, que de hecho ya se iba convirtiendo en la lengua nacional. No obstante, el número de hablantes y la proporción de monolingües era todavía elevado, especialmente en muchas de las comunidades prácticamente aisladas, tal vez por lo anterior y porque varios de quienes comandaban tropas, de una u otra fracción, eran indios que hablaban su lengua materna –o si no lo eran, habían crecido donde era predominante un idioma nativo (que sabían y usaban)– despreciaban tanto a los otros indios como a sus lenguas.[70]
Los aborígenes habían sido explotados durante la colonia y siguieron siéndolo en el México independiente. Si en los siglos coloniales hubo “justificaciones” ideológicas de esta explotación, así como voces contrarias,[71] unas y otras tomaron nuevo aspecto en un país cuyo sistema político y económico cambiaba.[72] Los indios se transformaron en proletarios rurales conforme transcurría la segunda mitad del siglo xix, y esta nueva condición se tradujo en un desprecio general hacia ellos y, por ende, hacia sus lenguas, situación que puede interesarnos por el papel que haya desempeñado en la historia de los idiomas aborígenes.
Las nuevas formas económicas requerían, entre otras cosas, que volvieran a la vida económica del país fincas urbanas y rurales que las órdenes religiosas y el clero secular habían venido acumulando en sus manos para dejarlas en gran parte improductivas: para lograrlo se expidieron leyes de desamortización.[73] Esta legislación era aplicable por igual, desafortunadamente, a las tierras que los pueblos de indios poseían en comunidad (ejidos, agostaderos), y que pasaron a engrosar las ya extensas propiedades rurales individuales; los indios que habían sido sus dueños se encontraron sin tierras propias y tuvieron que arrendar las de los latifundios, que con frecuencia englobaban pueblos enteros, o a vender su fuerza de trabajo como peones, es decir, a convertirse en proletarios rurales.[74]
Con respecto a la historia de los idiomas aborígenes, esta proletarización de los campesinos va acompañada de dos fenómenos. El primero consiste en que se acentúa el papel del español como lengua dominante, pues ya no pueden tener la función de lenguas francas, ni siquiera regionales, aquellos idiomas que alguna vez lo fueron; ahora el castellano es la lengua de relación en todo el país.[75] El segundo consiste en “justificar” la explotación de los indios tachándolos de inferiores: se dice que los indios son borrachos, tontos, sucios, incultos, promiscuos, iletrados, vestidos con harapos, etc., mezclando sin recato rasgos de supuesta inferioridad innata, rara vez llamada con tal nombre, con aquellos que (como la pobreza de la ropa o la falta de instrucción) no podían deberse más que a la opresión de que eran víctimas. Conforme la proletarización se extiende y la explotación se intensifica, se acentúa el menosprecio hacía los indios y sus cosas, entre las cuales están las hablas: “eso” no puede tener una gramática, su vocabulario es incompleto e imperfecto, no sirve para expresar nociones abstractas, ni puede crearse con ello una literatura; en resumen, no son lenguas (como lo son el español o el francés) sino dialectos, según se les dice.[76] Puesto que los indios eran tan mal vistos, quedaban de inmediato catalogados como sujetos explotables, y su lengua los identificaba como tales. La lengua indígena era un rasgo infamante que incluso los mismos indios consideraban que debería desaparecer y no sólo ocultaban conocerla cuando la sabían, sino que hicieron lo posible por desterrarla y adoptar en su lugar el castellano. No lo lograron porque la situación era poco propicia, pero no puede dudarse que varias lenguas llegaron así al borde de la extinción cuando no se logró hacerlas desaparecer del todo.
El movimiento revolucionario de 1910 y los años posteriores
Si la historia de las lenguas indígenas en el siglo pasado que hemos podido ofrecer ha sido eminentemente externa porque un siglo es tiempo demasiado breve para observar cambios internos (que además están poco documentados), más difícil todavía es hacer la historia de los últimos años.
Para la historia más reciente de los idiomas amerindios del país, es innegable la importancia que tuvo la participación campesina en el movimiento político iniciado por Francisco I. Madero. Otra vez, como en la guerra por la independencia y en las luchas que siguieron, los movimientos de tropas grandes y pequeñas, desplazan con ellos a quienes las forman, que no pocas veces son hablantes de lenguas indígenas aunque, también como antes, recurran al español como lengua franca.[77] Esa misma participación propició que los gobiernos derivados de la Revolución crearan organismos destinados a atender con desigual fortuna los problemas de los indios,[78] entre los cuales estaban las lenguas, a las que se seguía considerando (junto con las culturas de las minorías) como un obstáculo para el mejoramiento de los propios grupos étnicos y, en última instancia, un estorbo para el progreso del país, por lo que con la mejor buena voluntad se ha intentado, durante algún tiempo, desterrarlas.[79] Solamente la lucha tenaz de algunos educadores y lingüistas logró de las autoridades educativas “concesiones” que permitieron de manera limitada la enseñanza en lengua nativa y despertar en un número cada vez mayor de sus hablantes –y eso no en todas partes– el orgullo por su idioma. Las condiciones del país y del mundo han seguido cambiando y desde hace unos 25 años las minorías han conseguido (con mayor o menor éxito) el derecho que tienen de que se respeten sus culturas y lenguas propias, y ha comenzado a desarrollarse un interés por la creación literaria y el cultivo de las lenguas aborígenes, movimiento del que ya forman parte varios de los grupos hablantes de lenguas indígenas en México.
La historia prehispánica de las lenguas indias mexicanas es ya considerablemente larga, pues se inicia con el ingreso de los primeros pobladores a nuestro territorio actual, hace unos 25 000 años. Tan remota antigüedad no está totalmente fuera de nuestro alcance, pero la mayoría de los lingüistas consideraría arriesgado en extremo remitirse a tales antecedentes. Nos conformamos, pues, con mucho menos: la antigüedad del parentesco que arbitrariamente hemos usado para definir una familia de lenguas, que es menor de 5 000 años y tiene la ventaja de ser, grosso modo, comparable con la historia arqueológica de Mesoamérica (constituida como tal hacia el año 2000 antes de nuestra era, es decir, hace unos 4 000 años).
Hemos visto cómo, en los primeros 3 500 de esos 4 000 años, las antiguas protolenguas se diferenciaban en más y más lenguas “hijas” hasta llegar aproximadamente a ochenta, que fueron las que encontraron en Mesoamérica los conquistadores. Conocemos los nombres de otras cuarenta (o algo más) en tierras de nómadas, pero no podemos saber si realmente corresponden a lenguas y menos aún podemos hacer su historia interna, lo que sí es posible con los idiomas mesoamericanos.
La historia a partir de la conquista (que es sólo la octava parte de los 4 000 años que he narrado) es una historia triste porque se va reduciendo constantemente la importancia social, aunque no científica, de las lenguas indígenas, objeto de nuestro estudio, hasta que se pierden en muchos casos ciertos idiomas, y además, no nos queda sino la posibilidad de hacer únicamente su historia externa. Los períodos más cercanos a nosotros son parte mucho menor de la historia de cuatro milenios. El México independiente abarca menos de su vigésima parte, y desde el inicio de la Revolución hasta nuestros días, ha transcurrido apenas más de medio siglo. Para tan breves lapsos, comparativamente, se entiende, sólo podemos ofrecer la historia externa, que repite si acaso agravadas las tendencias que primaron durante la colonia.
Ahora bien, una cosa es que no tengamos todavía la historia interna de las lenguas indígenas durante los últimos 500 años y otra cosa es que no pueda hacerse. Se trata de estudios dialectológicos profundos y detallados; no basta con sólo determinar la existencia de cierto número de dialectos en tal o cual lengua, sino con explicar su génesis y las posibles influencias interdialectales así como las de otras lenguas (entre las que el español es predominante), sobre cada uno de los dialectos y sobre grupos de ellos o sobre la lengua en conjunto, y dar fechas para que los cambios sean resultado de factores internos además de externos. Ésta es una labor ingente y parecería a primera vista que todo está por hacerse, pero no hay tal, ya se trabaja en este tipo de estudios y espero que en un futuro no muy lejano se pueda mostrar esta microhistoria lingüística.[80]
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