Por más terrena que aparezca la poesía de Eduardo Lizalde, nunca deja de ascender porque nace de la roca, desde la roca, y con ella habla para transformarla en núcleo del cual se desprenden los versos que hilan esta antología preparada por Marco Antonio Campos y prologada por Jenaro Talens. Decir que Eduardo Lizalde es una de las voces más altas en lengua castellana sonaría a lugar común, puesto que es de suyo cimentarse en lo antiguo del papel, como hacen otros poetas. En él, Babel y lo religioso –el vino como herida–, integran una voz que no cesa de manar, ebriedad del ser resucitando de imagen en imagen, caminando siempre hacia atrás. Su palabra es una raíz de piedra que se percibe sagrada, fundante, arquitectura que se eleva sólida y cuyas amplias naves están sostenidas por Blake, Rilke, Machado y Pellicer, otro de los poetas de la arqueología. Como él, se vale de tiempo y espacio como tropo que conduce a la unidad. Lizalde ha recorrido el país de los hombres y de las mujeres, y ha visto y oído horrendas cosas, que su llaga nunca cesa de manar.