El lector tiene entre las manos no sólo un trazo nítido e inquietante del modo en que se da la lucha por algunos espacios de poder en el México contemporáneo; tiene un orden narrativo tendido sobre otro orden con sus propias reglas de violencia y tensión política, fidelidad a las propias pasiones y también auto-conspiración contra ellas; el arte de poner el sentimiento a la altura del interés y la ambición urgente en el tiempo del cálculo y la calma. No es la menor de las virtudes de Morir en el golfo la claridad con que los personajes, los ámbitos y las pulsiones de mundos opuestos quedan imbricados, confrontados y resueltos para el lector en unas cuantas páginas intensas y magnéticas.
La historia del líder petrolero Lázaro Pizarro, de sus guerras políticas y personales, el recurso del crimen para dirimir conflictos y el transcurso de su poder entre los sótanos y las cúpulas de la política mexicana, tienen en Morir en el golfo un registro narrativo hecho de exactitud y destreza.
Morir en el golfo está en el centro de la cultura política mexicana de nuestros días; está en el momento óptimo de un oficio que Héctor Aguilar Camín lleva años puliendo y explorando en la ficción narrativa, el periodismo, el ensayo histórico y político; y para su ubicación en la literatura mexicana, con Morir en el golfo estamos en la herencia, en la escala de Martín Luis Guzmán.
“El 18 de marzo de 1978 acudí a los festejos de la expropiación petrolera en Ciudad Madero. Lázaro Pizarro ocupó el estrado junto a La Quina, aunque en un claro segundo plano. Roibal me buscó al mediar el acto. Característicamente, no lo sentí llegar ni deslizarse hacia mí, sino hasta que me tocó por la espalda en un costado. Igual hubiera podido apuntarme con una pistola:
—Dice el jefe si se anima a platicar con él un rato —preguntó con un dejo de burla.
—Donde quiera —contesté sin darle tiempo.”