“Me bajé del Metro en la Estación Panteones y caminé/ por el andén con el cuerpo sometido a las ráfagas/ de un viento que me empujaba por la espalda sin que/ supiera yo de dónde procedía ese fenómeno mundanal./ Era un viento sólido, si así puede decirse, hecho de/ ráfagas poderosas y gráciles, robustas; un viento rotundo,/ aunque sospecho o creo saber que la palabra rotundo/ tiene que ver con la noción de redondez, absolutamente/ ajena al fenómeno “viento”, y mientras me hacía estas/ consideraciones más bien paráclitas el viento cambió, de/ súbito, de dirección: ya no soplaba a mis espaldas –hacia/ mis espaldas y contra mis espaldas, o mejor dicho, mi/ espalda, en singular, mi singular espalda de usuario del/ Metro, una espalda sin muchos relieves, abullonada y quizá/ levemente femenina o propia de un recién nacido–, sino/ que llegaba a mi pecho y a mis muslos protegidos por la/ mezclilla de mis pantalones, moviéndose a gran velocidad/ desde allá, desde un lugar indeterminado y lejano frente a/ mí, quizás al final del andén”.
David Huerta