Agudo, sincero, mordaz, humano, francamente humano. Vuelve Agustín Monsreal a sorprendernos con un lenguaje preciso y contundente. Con una prosa desenfadada y poética se reinventa, va, viene, se muestra de un costado, del otro, nos guiña, sabe que desde allá adentro la alternativa es pura, poca invención no hay trampas, es irónicamente la vida, nada más pero nada menos que la vida, donde ellos, los personajes, nosotros, latimos a un ritmo casi de vértigo, y nada de asombro, el otro también es usted, y ella, y él juntos o separados, da igual, y tú, y yo bamboleando natural y timido detrás de la vocecita que murmura cerca de la oreja izquierda, cuando no de la derecha. Y la sonrisa sentida, a veces nostálgica que se cuela entre los labios y se mezcla en la sangre y de allí a todo el cuerpo, como una enfermedad crónica y mortal, porque ahora lo impuesto no da de sí, o lo que es lo mismo hay poco tiempo para reír, para contemplar las pequeñas cosas, acaso sencillas, pero siempre, siempre fundamentales.
Y entoces. Desde el vientre de la ballena, alguien grita, no, no es un grito, es mas bien un alarido, un alarido de quien se encuentra en el abismo, en la nada, padeciendo el dolor, la mentira, la podredumbre, la obscenidad, el desmoronamiento, la mezquindad, la bajeza, la insensibilidad, el escalofrió, el miedo, sí el miedo a perder la esperanza. Y eso es más de lo que podríamos llamar las máscaras ocultas del hombre. Y es que cuando uno sufre, la orfandad y el abandono nos acometen como toro salvaje —así de simple, así de sencillo—. El hondo vacio, esa enmensa puerta cerrada que deja del otro lado al amor, a la felicidad, es la soledad. Y Monsreal advierte: reconozcámonos, mirémonos antes de salir. Pues nadie, ni siquiera tú lector, serás el mismo, después de leer Desde el vientre de la ballena.
Esteban Ascencio