Toda lectura es, a su manera, una forma de viajar. Toda escritura es, también a su manera, otra forma de emprender un periplo. Leemos para reconocernos en el otro. Escribimos para reconocernos en el otro. Éste es el tesón del viajero, sea escribiendo, sea leyendo: la pulsión y la gana de salir de su interioridad en aras de recalar en la interioridad del otro.
Escribir y leer son las puntas de un arco que se tensa en la más pura intimidad. “Escribir poesía no es únicamente una manía mía, es mi forma de estar solo”, dice Fernando Pessoa. En el repliegue a la soledad y en la conquista de la misma, el escritor pare luz, escribe poesía. A la conquista de la página en blanco, le sigue el natural afloramiento hacia el exterior. La pulsión por exteriorizarse es ineludible. La conciencia de este movimiento de ida y vuelta es tan sólo alguno de los rudimentos del viaje que emprende cualquier escritor.
De manera análoga, el viaje hacia fuera, al exterior, implica una transformación interior de tal brutalidad y potencia que, en el regreso hacia su intimidad, el escritor no es el mismo. “El que se va no vuelve aunque regrese”, dice en un verso el poeta mexicano José Emilio Pacheco.