Desde las brumas anglosajonas hasta el suicida Thomas, de todo hay en el museo de sus vindicaciones; nobles ajusticiados que antes de subir al patíbulo inventaban el endecasílabo no rimado que Shakespeare consagrara, como el buen conde de Surrey; el preciosista Lyly; el esplendor de Marlowe; Sidney, que murió en batalla y que alzó una Laura septentrional; el aventurero Ralegh que honró los mares con su bandera y el cadalso con su orgullo; el astuto Wotton; Milton, el solitario implacable de Horton, o aquel otro puritano, Andrew Marvel; el iluminado Blake; la gloria de Wordsworth y de Coleridge; la grandeza de aquel cuyo nombre está escrito en el agua y la de Shelley, que junto a él reposa en Roma; el aristocrático helenista Arnold; el pagano radiante, Charles Swinburne; la nobleza de Stevenson; Edward Fitzgerald; la luz de Yeats; el georgiano De la Mare; el inviolable Eliot…