Desde que leí por primera vez los textos de Luis Martín Ulloa me asombró su alarde, su virtuosismo. Es un escritor que parece no tener prisa, que se detiene en las frases, que paladea cómo se va construyendo el periodo gramatical, cómo se van enganchando los párrafos. Las cuartillas. No tiene prisa a los ojos del lector, que es lo que verdaderamente importa. Porque quien lee los cuentos de este joven advierte el modo cómo la idea, el núcleo del cuento, se va amasando. Poco a poco. Tal como el alambique destila sus mejores gotas. Eso es una cosa, la otra, lo que Luis Martín Ulloa cuenta constituye la esencia de la condición humana. Lejos de la vulgaridad -como tan lejos de los tratamientos vulgares- o, peor aún, de la obviedad, cada quien lee en los cuentos de Ulloa su propia concepción de la vida, la compasión que es capaz de ejercer. O la impiedad. Esa es una virtud narrativa. Que el texto sugiera, que no imponga juicio o moralidad alguna.
Eusebio Ruvalcaba.
