Jardín minado es un privilegio inusitado en el panorama de la actual literatura. O mejor aún: trascendental. Cada una de las paremias que integran el libro de Benjamín Barajas (1965) es un haz de luz que consigue hacer legítima poesía con los elementos más ordinarios. Sus personajes —si puede llamarse así a este conjunto de ecos virulentos— no son individuos compasivos o agradables. Todo lo opuesto: se trata de voces irónicas, corrosivas e irremediablemente atraídas por la malevolencia. Muestrario de antipatías, alentado por la convicción de ser el producto de una degenerativa corrupción intelectual —que quizá sólo pueda ser salvada por la escritura—, el autor esgrime una deliciosa expresión lírica y sardónica, que logra prender la retentiva del lector como quien imprime a su antojo pequeñas pulsiones mentales.