Hay cosas que un niño nunca olvida por más años que pasen: un gran castigo, la primera mascota o las confesiones de los adultos. Cuando tenía ocho años, Macario escuchó sin querer que su abuelo le confesaba a su hija: “Fíjate, Agustina, que cuando me voy a dormir oigo varias voces, como si vinieran de fuera, pero no hay nadie”. Al escuchar eso sintió mucho miedo. Se imaginaba esas voces como fantasmas, volando por los aires. Pero no, las voces que su abuelo escuchaba eran distintas. Lo entendió cuando descubrió que la locura tiene un sinfín de formas y colores, a veces surgidas de la enfermedad, la tristeza, la soledad o del amor, como el amor que lo llevó a cometer su propia locura.