Palacios mira, escucha, lee a Chiapas. Lo desmenuza y lo pinta tal como lo ve y lo experimenta a fin de metamorfosearlo en un Chiapamundi que se yergue en un punto de construcciones y deconstrucciones, de encuentros y desencuentros, de pasiones y aversiones; donde se cruzan destinos, donde se observan los vaivenes de los seres humanos, su ascensión y su decadencia, donde se deciden las páginas notables de la efeméride regional. El Estado de Chiapas se presenta como un receptáculo polifónico de signos visuales, acústicos, olfativos inextinguibles; una partitura de múltiples variaciones que brinda una pluralidad de itinerarios e interpretaciones. La proliferación de recorridos arraigados a la tierra local cristaliza, por cierto, las carácterísticas propias de aquella amplia y lujuriante comarca sin, a pesar de todo, escaparse de las vicisitudes de la vida, de las rencillas intestinas para acceder a la Autoridad, de la creatividad y de las luchas por el bienestar, de la necedad que afecta a las naciones, cualesquiera que sean. Chiapas es un capítulo, a menudo olvidado, del diario de la Humanidad, pero Palacios hace lema chiapaneco la frase del novelista portugués Miguel Torga, “lo universal es lo particular sin muros que lo rodeen”.