Una realidad violenta, vehemente y carente de toda amabilidad es el entorno de Francisco, un niño de edad incierta que vive en un tiempo y espacio locales pero al mismo tiempo universales. Esta novela de Mario González es un relato que describe una realidad que acontece en México, pero que bien podría corresponder a Latinoamérica o a cualquier otra latitud, en el siglo XX o en el XXI. La violencia como escenario principal se presenta bajo la mirada infantil e inocente de Francisco, el narrador.
De la infancia es la cotidianidad de la familia Niebla: Basilio Niebla, su esposa y sus tres hijos; Francisco, Damasco y Ariadne. El hilo narrativo recorre un mundo poblado de seres tan reales como los compadres de Basilio, en quienes se representa el arquetipo del macho bebedor y brabucón que, armado con pistola, adora a dioses desconocidos; acaso simbolismo de un pensamiento abstracto y mágico que puede ser común a este personaje latinoamericano, pero también al de cualquier país mediterráneo, o del Estados Unidos profundo, en donde el indiscriminado consumo de alcohol puede ser tan común como el uso de armas.
Otros personajes más insólitos como Pachita, una suerte de bruja que fuma sin medida, poseedora excesiva de pollos y a quien la madre de Francisco implora crear un hechizo para que su marido no la abandone jamás. Ese personaje es también una referencia al realismo mágico y refleja a su vez un apego a lo sobrenatural, a lo milagroso o a la vana esperanza.
Francisco narra desde su presente, haciendo siempre flashback a su breve pasado. Los episodios –que no capítulos– se construyen a partir de los distintos hogares de la familia Niebla. Sólo en los primeros años de su infancia, Francisco ha tenido ya tres hogares que han marcado su vida: la casa de su tía Álvara, el edificio de doña Georgina y finalmente La Arboleda. Lo que tienen en común los tres lugares es el breve tiempo de residencia, así como la inestabilidad que en ellos han vivido; inestabilidad debida al carácter de Basilio Niebla, a su intolerancia e invariables altercados con los que lo rodean. La vida de Francisco, como su narración, no es cronológica ni continua; es una recolección de pedazos que, ensamblados, componen un todo. Así, a partir de fragmentos, de conversaciones robadas o espiadas, el narrador articula las partes faltantes de su vida; aquellas que los adultos rehúsan dilucidar.
En esta novela, la frontera entre la realidad y la ficción se desvanece. La Arboleda –residencia desde la cual se relata la historia– contiene presencias que acechan a la familia Niebla, literal y metafóricamente; presencias que desplazan muebles o provocan alucinaciones, o bien fantasmas reales que habitan la mente de los propios integrantes de la familia. Presencias fantasmagóricas a modo de pensamientos verdaderos (aunque quizás inconscientes) que atormentan.
Realidad y ficción se confunden también cuando el mundo infantil de Francisco se une, inevitablemente, al mundo maduro; amalgama del imaginario infantil y la realidad adulta. La inocencia, la fantasía y los juegos inventados, de pronto son interrumpidos por la violencia paterna: incesables riñas, desfiles de armas, violencia de género e intrafamiliar. Dicha violencia envuelve la niñez de Francisco sin dejarlo impasible. Parecería que su infancia está compuesta por hogares efímeros, presencias físicas y mentales, ilusiones, y anhelos infantiles sofocados por la ineludible realidad.
De la infancia revela una verdad violenta que se vive en muchas familias mexicanas, latinoamericanas o de cualquier latitud, y al tratarse de un problema que sigue presente hoy en día, la novela sigue siendo totalmente actual (la primera edición data de 1997): figuras de padres agresivos y dominantes que menosprecian la educación, que para ellos significa “reblandecerse en el agua tibia” de las escuelas; madres sumisas que, frente a esta violencia, buscan refugio en creencias y ritos que sustenten su fe; y niños que, a pesar de la violencia cotidiana, buscan seguir siendo niños: ilusionándose, imaginando o, simplemente jugando. Niños cuyo candor, fascinación y asombro por la vida es difícil de arrebatar, pese a lo que los rodea.
Finalmente, la novela también cuestiona temas como la muerte de la inocencia, o muerte simbólica de la niñez. Llegado a un punto, Francisco es capaz de desdoblarse, de observarse a sí mismo desde afuera y de analizar el ambiente que lo envuelve; como si el niño crédulo dejara de serlo para devenir en un ser consciente de la violencia a su alrededor. Mario González no deja indemne al lector, lo invita a la reflexión: ¿cuál es la consecuencia social de que los niños dejen de ser niños demasiado pronto?, ¿cuántos a pesar de haber crecido, deberían recuperar esa niñez? El autor emite una señal de alarma hacia la violencia que sofoca prematuramente la infancia. Quizás, para que la sociedad empiece a cambiar paulatinamente, se debería rescatar ese azoro por el mundo; se debería empezar por buscar los vestigios de la inocencia.