Sergio Pitol, encarna para mí en el siglo XIX, el de los espejos de agua que reflejan escenas frágiles y movedizas, el de los rusos perdidos en la neblina, el de los impresionistas de Monet, apenas una que otra amapola aquí y allá en medio del trigal. Sergio Pitol se parece a estos paisajes verdes y desvaídos, de hojas otoñales y lentas caminatas en el parque, mujeres borrosas de cuellos de encaje en cuyos ojos amarillos se refleja un hombre de paja y bastón de empuñadura de plata, perfectamente bien vestido, perfectamente tuberculoso, perfectamente al margen de la vida de todos los días. (Es raro que un hombre sea un paisaje, pero Sergio Pitol lo es.)
Sergio empezó a viajar y si escogió la carrera diplomática fue porque ésta era la única que podía permitírselo. Años en China, en la Unión Soviética, en Polonia, en Bulgaria, en Hungría, en Francia, en España, en Checoslovaquia; años, veinticinco creo en que no supimos de él sino a través de sus cartas; yo confundía los timbres y Sergio me conminaba. “¡Qué no estoy en Budapest, estoy en Belgrado, no es lo mismo, no te equivoques así en las direcciones!”, y yo seguía cuatrapeando las capitales, mezclando Hungría y Bulgaria, preguntándole no sin ansiedad, “pero si te escribo, ¿te llegarán las cartas?” (Carlos Fuentes también se irrita antes mis desafortunadas nociones de geografía. “Otra vez pusiste Barcelona, Portugal, Poni, pues ¿Qué no te enseñaron nada en la escuela”.) Recuerdo que pinté muchos mapas con los mares especialmente azules gracias a que esparcía el color con un algodoncito, pero jamás de los jamases me pidieron que les pusiera capitales a los países, que quedaban blancos, rodeados de una aureola a veces anaranjada, a veces amarillita. Durante veinticinco años, supimos de Sergio a través de sus cartas firmadas Sergio, así, la S, partida, reducida casi a un solo rayón como aquella “o” atravesada por una raya que la divide en dos en la puerta del cementerio de Atlixco: “O” negra partida, “¡Oh negra partida” así parte Sergio la S de su nombre de pila, de su cuerpo siempre dividido en dos: muerte y vida, vida y vida, una en México, la otra, la del que viaja, el eterno ausente, el que emprende la retirada, el que se marcha, el que siempre anda tomándose la del estribo porque ya se va, es hora, ya dieron las horas, el que se despide al llegar y sólo se detiene un segundo entre dos puertas, escucha con la lejanía que da la ausencia, juzga sin involucrarse desde la altura del próximo vuelo, todas las cosas las ve desde arriba, chiquititas como se perciben desde la ventanilla del avión, desde la cual van empequeñeciéndose hasta adquirir dimensión de hormiga o de cucaracha (asegún).
No sé si Sergio se quede en México como lo pregona. No sé qué barca lo aguarde. Hace poco me invitó a Berkeley a un encuentro de Escritores que se creían mucho y tenían una idea de sí mismos tan desproporcionada como lo es mi ignorancia de la geografía. (Yo iba a suplir a Fernando del Paso y no me pagaron.)
Elena Poniatowska.