José Luis Martínez considera que la ciudad de México aparece en la prosa narrativa en el instante en que surge la novela en el país. Este momento está marcado por la aparición de El Periquillo Sarniento (1820-1821), de José Joaquín Fernández de Lizardi, novela que ofrece una semblanza completa de la vida de la ciudad, retratada por medio de sus clases sociales.
Después de esta manifestación de narrativa urbana, en la segunda mitad del siglo xix y principios del siglo xx, surgen inquietudes en numerosos autores alrededor de la descripción de una ciudad que se apodera cada vez más de sus habitantes.
Guillermo Prieto narró, en sus memorias y en sus cuadros de costumbres, los episodios sociales de una urbe en construcción. Describió con detalle los personajes que pueblan sus calles y observó los mecanismos de las relaciones que plantea la modernidad citadina.
Nombres como el de Manuel Gutiérrez Nájera, Ramón López Velarde y Amado Nervo pueden también vincularse con lo urbano. Para el primero –pionero de un género por excelencia urbano, la crónica– es central el paseo del flânneur parisino en la experiencia de la escritura. Su narración urbana más celebre es el cuento "La novela del tranvía", ubicado en la ciudad de México. Ramón López Velarde muestra, tanto en su poesía como en su prosa, inquietud por las implicaciones de vivir en la ciudad y por las diferencias entre ese ámbito y el entorno plácido y tranquilo de la provincia. Amado Nervo manifiesta, en sus pocos conocidos escritos en prosa, que la ciudad se convierte en un estallido de experiencias en el seno del porfiriato.
En las fronteras del siglo xx asomaron a la escena literaria Ángel de Campo y Federico Gamboa, con narraciones realistas que continúan esta línea de reflexión. Su inquietud gira alrededor de las devastadoras consecuencias de vivir en una ciudad marcada por la agitación y el engaño. Para ambos, la ciudad parece ser una fuerza que suscita grandes tragedias.
Antonio Magaña Esquivel, coetáneo de los miembros de la Generación Taller, es el primer escritor que se dedica a explorar los bajos fondos de la ciudad de México, en su novela El ventrílocuo (1944). Escribió también La tierra enrojecida (1951), con la que ganó el Premio Ciudad de México. José Alvarado, perteneciente a la Generación Taller plasmó en sus cuentos historias sobre personajes de los barrios pobres de la ciudad de México. Destacan "El acta de defunción" y "Lupe tequila". Asunción Izquierdo Albiñana escribe con el seudónimo Pablo María Fonsalba la novela La ciudad sobre el lago (1949), una especie de biografía de la ciudad de México, Rafael Solana publicó El sol de octubre (1959), que cuenta historias de vidas ubicadas en la ciudad de México de aquellos años.
De aquella ciudad de largos y preciosos paseos, de las experiencias y miradas de Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Salvador Novo, Rodolfo Usigli, Rafael Bernal, Mariano Azuela, incluso de aquella ciudad como exilio sin retorno del El libro vacío (1958), de Josefina Vicens, La ciudad de Ojerosa y Pintada (1959), de Agustín Yáñez, y la ciudad del milagro moderno de Casi el paraíso (1956), de Luis Spota, se transita hacia una urbe con una dinámica de crecimiento distinta, que desembocará en un proceso paulatino de descomposición.
A partir de La región más transparente, de Carlos Fuentes, publicada en 1958, la ciudad no se conquista, sino que pertenece a los escritores. En esta novela, Fuentes aborda alrededor de la consolidación de la burguesía y la ruina de las clases trabajadoras. El sitio físico que elige para ello es la Ciudad de México. En un país que deja de ser presidido por militares para dar paso a los civiles, Fuentes descubre la vida de los citadinos que han dejado atrás la Revolución y el antiguo régimen, para insertarse de una vez por todas en el nuevo orden. Esta obra es considerada, por la mayoría de los críticos, como la novela que origina la literatura urbana.
En 1966 se publicó De perfil, de José Agustín. Esta novela instala de manera contundente una nueva narrativa de y para la ciudad de México. De perfil inaugura un lenguaje y un estilo; habla de las cosas de la ciudad, que se convierte en personaje generador de situaciones específicas: soledad, angustia, desencanto. Aparecen en la literatura mexicana la leperada y la narración directa. Surge la llamada Literatura de la Onda.
Para Agustín y sus coetáneos, Gustavo Sáinz con Gazapo (1965), Parménides García Saldaña con Pasto Verde (1968) y René Avilés Fabila con Los juegos (1968), la vida cotidiana debía ser parte de la literatura, y para ello había que emplear el habla de todos los días y nombrar las cosas en concreto.
Diversos autores, inspirados en los “onderos”, comenzaron búsquedas personales o decidieron explorar estilos semejantes a los de aquéllos. A partir de la década de los setenta, la narrativa escrita en la ciudad de México, que incluye a la ciudad como personaje, se diversifica de manera desnuda. La narrativa urbana se inserta en los mundos más sórdidos de la ciudad. Surgen escritores marginales como Armando Ramírez, y gente preocupada por exponer la miserable vida en los barrios y suburbios de la metrópoli. Aparece, así, la literatura de los barrios. Armando Ramírez abre la larga lista con Chin chin el Teporocho (1972), Violación en Polanco (1977), Las noches del califas (1982) y Quinceañera (1985), entre otras. Le siguen escritores como Cristina Pacheco, José Contreras Quezada y Emilio Pérez Cruz. Se consideran también dentro de este rubro, con sus particularidades, Madre diga que no es cierto (1984), de Rafael Gaona, y Sobre esta piedra (1982), de Carlos Eduardo Turón.
A esta modalidad (la literatura del barrio), habría que agregar La banda, el consejo y otros panchos (1984), de Fabrizio León, y La leyenda escandinava (1989), de Nelson Oxman. Esta última, que sucede en la colonia Escandón, es un relato de bandas urbanas cuyas leyes son la violencia y la astucia.
En la década de los ochenta prolifera la novela de tema urbano con fines de denuncia, y se hacen interesantes aportes a la Literatura de contenido social. Algunos ejemplos de esta línea son Violeta Perú (1979), de Luis Arturo Ramos, en donde el personaje recorre, botella de tequila en mano, las calles de la ciudad a bordo de un transporte público; Mal de piedra (1981), de Carlos Montemayor, que se encarga de denunciar el abuso del poder. Hay novelas que ponen de manifiesto la corrupción y la lucha por la supervivencia, como Los ritos del confeso (1977), de Ángel Bonifaz Ezeta. También en esta línea está Roberto López Moreno con el libro de cuentos Yo se lo dije al presidente (1982), montaje de retratos urbanos cuyo signo es el desaliento. La novela de finales de los setenta y principios de los ochenta está politizada, desencantada de las instituciones; es escéptica y altamente crítica. Entre muchos otros escritores de novelas y cuentos de esta época está Fernando Curiel, con Manuscrito hallado en un portafolios (1981), novela sobre intrigas políticas y asesinatos. De José Emilio Pacheco se publica El principio del placer (1972), que incluye el cuento “Tenga para que se entretenga”, que se desarrolla en los alrededores del Castillo de Chapultepec, y Las batallas en el desierto (1981), que apunta hacia una tradición nostálgica ante la pérdida de un México que ya no existe. Agustín Ramos presentó La vida no vale nada (1982), novela que muestra la cotidianidad de los habitantes de una colonia proletaria de la ciudad, con los abusos y la corrupción institucionalizada de la que son víctimas. Joaquín Armando Chacón publica Las amarras terrestres (1982), donde denuncia la vida automatizada de esta época. José Joaquín Blanco nos ofrece La vida es larga y además no importa (1979), donde trata el tema de las clases medias urbanas; también publicó La púberes canéforas (1983), centrada en la obsesión de una relación homosexual, y Calles como incendios (1985), en donde se narra una historia de miseria material y espiritual en la ciudad. Aparecen La casa de las mil vírgenes (1984), de Arturo Azuela, y El desfile del amor (1984), de Sergio Pitol, en las que se reconstruyen las vidas de los personajes mediante la historia de un edificio de la colonia Roma. Encontramos también novelas de corte más intimista, como Pánico o Peligro (1983), de María Luisa Puga, en la que el personaje femenino se desplaza por la avenida Insurgentes. Aparece, de Agustín Ramos, Ahora que me acuerdo (1985), y de Héctor Manjarrez, Pasaban en silencio nuestros héroes (1987). Asimismo María Luisa Mendoza ofrece El perro de la escribana (1983), novela que privilegia la perspectiva femenina de las relaciones sociales y familiares que se establecen en la ciudad. Surge el antihéroe citadino en Dreamfield (1981), de Sealtiel Alatriste. Se publican Los dos Ángeles (1984) de Sergio Galindo, La noche del grito (1987) de Manuel Echeverría, y Cangrejo (1984) de Octavio Reyes. Rafael Ramírez Heredia, autor de Narrativa policiaca, publica, en 1989, La jaula de Dios, donde la ciudad es una jaula de mundos que discurren simultáneamente.
La sociedad como obstáculo para la realización personal es preocupación de Joaquín Armando Chacón, en Las amarras terrestres (1982), y de Francisco Prieto, en Si llegamos a diciembre (1985).
En la década de los noventa sale a la luz Viaje (1991), de Rafael Rodríguez Castañeda, novela que se desarrolla en la ciudad de México durante los meses posteriores al terremoto de septiembre de 1985. En 1994 se da a conocer Los secretos del paraíso, de Guillermo Zambrano, que trata del asesinato de un travesti, y La lepra de San Job, de Agustín Cadena, ubicada en el Londres industrializado del siglo xix, aunque con claras asociaciones a la ciudad de México.
La literatura urbana incluye el género citadino por excelencia: la crónica. Inaugurada en México por Manuel Gutiérrez Nájera, este género se ha cultivado a lo largo del siglo. Algunos escritores de crónica actuales son Gonzalo Celorio, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, José Joaquín Blanco, Emiliano Pérez Cruz y Vicente Leñero.
Pero no sólo la narrativa es atravesada por el poder de la ciudad. Si bien destaca como el género urbano por antonomasia, las demás manifestaciones literarias se reconforman y adoptan las formas de lo urbano; es el caso de la poesía.
En México, la poesía que inaugura las formas de lo citadino se inicia con el Posmodernismo, en la primera década del siglo xx; sus exponentes son Enrique González Martínez, Ramón López Velarde, Efrén Rebolledo, José Juan Tablada. Les seguiría de cerca el único movimiento vanguardista registrado en la historia literaria del país: el Estridentismo, con su influjo ultraísta y sus propuestas apegadas a la vida de la ciudad moderna.
La poesía encuentra sus propias formas y temas de lo urbano en textos como “El tercer Ulises”, de Enrique González Martínez; “Prisma”, de Manuel Maples Arce; “Pasado en claro”, “Nocturno de San Idelfonso” y “Hablo de la ciudad”, de Octavio Paz; Diario semanario y Poemas en prosa, de Jaime Sabines; “Los demonios y los días” y “Del templo de su cuerpo”, de Rubén Bonifaz Nuño; El tigre en la casa, “Caza mayor”, La zorra enferma, Tabernarios y eróticos y Tercera Tenochtitlán, de Eduardo Lizalde; Circuito interior, “Declaración de odio” y “Avenida Juárez”, de Efraín Huerta; Hemos perdido el reino y “Ciudad de México”, de Marco Antonio Campos; Miro la tierra y “Las ruinas de México”, de José Emilio Pacheco; “Estas y otras ciudades”, de Isabel Fraire; “La ciudad destruida”, de Jaime Reyes, entre muchos otros.