Enciclopedia de la Literatura en México

Virreinato de filigrana (XVII-XVIII)

Alfonso Reyes
1946 / 06 oct 2017 10:55

mostrar [Introducción]

Aquellas corrientes que vio nacer el siglo anterior siguen su curso previsible. Las lenguas aborígenes, a manera de tributarias, se esfuerzan por acompañar lealmente a la literatura. Se cuentan por docenas y aun llegan a la heroicidad sus intentos. Las cultiva nuestra Décima Musa en sus “tocotines”. El Br. Bartolomé de Alva, hijo de D. Fernando de Alva Ixtlixóchitl, se desliza a la docta audacia de traducir al náhuatl piezas de Lope y Calderón. Y se habla de paráfrasis de Kempis, de los proverbios de Salomón y del Eclesiastés en la lengua de Moctezuma.[1]

Base de las disciplinas académicas, el latín, adecuado a los certámenes y festejos tan al gusto de los directores y espirituales, rinden reiteradas cosechas de hexámetros, dísticos, sáficos; se pliega, con Sor Juana, a la métrica romance; hace cabriolas con fray Juan de Valencia. Se cita, por curiosidad, un Salterio regio de aquel D. Guillén de Lampart que se soñó emperador de los mexicanos. Se sabe que el Pbro. Trejo puso a Virgilio en verso español. Éste o aquél hacían centones de poetas latinos.

La literatura hispánica de los grandes siglos irrumpe triunfantemente por la colonia. Todas las liras encuentran eco, desde Boscán y Garcilaso, Dióscuros de Renacimiento, hasta Gracián, último codificador poético anterior al “buen gusto” Las influencias que aquí se sienten con las mismas que allá circulan: Fray Luis, San Juan de la Cruz, Herrera, Lope, los Leonardos, Valdivieso, Hojeda, Quevedo, Pantaleón de Ribera. Jacinto Polo y los demás dramaturgos que se dirá. Y si suele hablarse con insistencia de Góngora es porque el registro más agudo sobresale en el coro, y porque el maestro cordobés se aclimató singularmente entre nosotros, produciendo lo que desdeñosamente ha llamado cierto crítico una “barata culterana”. El retraso entre el innovador europeo y el imitador o “académico” americano, observa Lanning,[2] no es de un siglo, sino sólo de una generación; y sin duda en el orden literario, que admite las anticipaciones individuales con relativa facilidad, muchas veces pudo ser menor todavía. Como quiera, y sin considerar aquí la otras regiones de las Indias, la perduración del gongorismo fue notable en la Nueva España.

mostrar [La prosa]

 

El mayor volumen de la prosa corresponde, en el xvii, a la oratoria sagrada, a la hortación, a la reflexión mística, de que muchísimo se ha perdido. También a la crónica (general, local o de las órdenes religiosas) y a la ciencia. La lingüística indígena cubre nuevos campos. Así como los poetas andaban en el teatro, también solían ocupar el púlpito. Hay prosa literaria, cierto en la descripción de certámenes, en general, mero marco para la antología. La poesía es el nervio de la literatura en el XVII.

Mateo Alemán llegó a nuestras playas envejecido, enfermo y cansado. Su opúsculo sobre García Guerra sólo tiene curiosidad histórica. Su Ortografía la trajo ya hecha de España, y sólo le añadió la generosa dedicatoria a México; pero ya no tuvo fuerza para retocarla aquí, recogiendo las peculiaridades de nuestra habla, de que hubiera sido el mejor testigo, tanto por ser escritor de primera magnitud como por ser andaluz y por estar dicho libro inspirado precisamente en el deseo de crear una grafía más conforme con los sonidos de la lengua.

Acaso responde por la exigüidad de nuestro género novelesco aquel recelo que hizo prohibir desde 1531 la entrada a las Indias de toda “literatura de ficción”. Ya sabemos que hubo tolerancia. Sabemos también que por acá se escribieron ciertos relatos más o menos livianos. De todas suertes, el ambiente no era propicio de tales escarceos no pasaban del manuscrito secreto. La novela sólo se consintió como instrumento de educación y doctrina, con una trama de los más leves y a modo de “píldora dorada”.

La más temprana que poseemos (y ya es forzar la mano el llamarla novela, aunque sea por respeto a los manes de don Marcelino) es obra del Br. Francisco Bramón: Los sirgueros de la Virgen sin original pecado, 1620 (“sirgueros” vale “jilgueros”). Obra de tímida ficción, muy superada por la audacia de los autores sacramentales; pieza pastoril con sermone, versos, suave musicalidad y su poquillo de teología en bombonera. No asoman, claro está, el habitual tema erótico ni los recursos a lo sobrenatural —filtros y hadas—, que eran vitandos y escabrosos. Los pastorcitos de biscuit están plantados, inmóviles en un paisaje artificial. Las parejas no tienen más fin que sostener el diálogo, sin pasión ni celos, y apenas con su poco de simpatía entre Menandro y Arminda.

El objetivo es loar a la Inmaculada Concepción en el trino de sus jilgueros o cantores, en charlas y breves representaciones y arcos de triunfo, que daban ocasión al festejo. Las descripciones de monumentos —larga tradición a las iconografías y pinturas imaginadas de la Grecia decadente— eran muy al gusto de la época. Símbolos marianos, empresas, tiradas dogmáticas, prédicas del Padre Sergio, Y el Autor de la Virgen adelante mencionado (VI, § 3).

Al virrey y obispo D. Juan de Palafox y Mendoza, hombre laboriosísimo que ha dejado catorce infolios, se debe un pequeño tratado apologético De la naturaleza del indio, inolvidable entre los estudios de la materia, y una cuasinovela, El pastor de Nochebuena, que Gracián considera superior en el género de la alegoría.

D. Carlos de Sigüenza y Góngora— sobrino de D. Luis de Góngora—, además de poeta, fue matemático, astrónomo, cosmógrafo, historiador, cronista, biógrafo, memorialista, y hasta técnico de fortificaciones y artillería. Estudió las civilizaciones indígenas. Combatió las supersticiones vulgares que aún se resolvían con la ciencia astronómica. Su fama llegó hasta el Extremo Oriente. Dicen que el Rey- Sol lo invitó a su corte. Representa y suma toda la cultura de la Nueva España en sus días. Su lucidez, adelantándose al tiempo, le prometió percibir que el destino del Nuevo Mundo no está, como el del Viejo Mundo, en la acción militar. Si en Cárdenas (1591) encontramos el “resquemor criollo” bajo especie de diferencia entre el indiano y el peninsular, ya los sonetos satíricos del XVI anuncian entre ambas clases un principio de animadversión (I, § 5). El viajero británico Thomas Gage —cuyas exageraciones, por lo demás, han sido objetadas algunas veces— asegura que, para sus días (1625), tal sentimiento se ha convertido en odio. En Sigüenza y Góngora más bien se manifiesta el empeño por definir lo mexicano. Mezclando en la nueva sustancia de la nación criolla el orgullo de las tradiciones y virtudes prehispánicas. A la entrada del virrey Paredes, en el arco del triunfo erigido al caso, propone más imágenes de los emperadores mexicanos como otros tantos modelos de las virtudes del gobernante. Como observa Abreu Gómez, es realista, y siempre que puede, sustituye una fábula con un hecho averiguado. Piensa que a América le bastan sus propias grandezas, sin tener que pedir prestadas las de la antigüedad clásica. En toda la primera parte de su vida se nota un decidido afán por edificar las glorias nacionales y el culto de la patria. Se asegura que su entusiasmo se enfría un poco a partir del tumulto de los indios el 8 de junio de 1692; que entonces, en parecer inédito, que de él solicitó el virrey, llega a proponer que se aleje a los indios del centro de la población; que se manifiesta más lastimado ante el desorden que antes la injusticia; que su amigo el Pbro. Antonio Robles, fue mucho más capaz que Sigüenza de apreciar la justificación que asistía a los indios. Pero, ante todo, no es lo mismo dejar un desahogo en un diario que presentar a la autoridad un plan de medidas administrativas. Además, fácil es que, en efecto, este hombre de museo e “intelectual” de solemnidad; haya tenido una visión más clara de las cosas históricas que no de las actualidades políticas. Tampoco se le puede exigir una plena maduración de la conciencia nacional en sus días. Por último, “a Sigüenza no podemos juzgarle bien, porque se ha perdido lo más importante de su producción, conservándose en cambio las obras que escribía de encargo”.[1] Denuedo no le faltaba: para rescatar libros y documentos, cuando el incendio del cabildo, no duda en arrojarse a las llamas. Su testamento— en que lega su cadáver a la ciencia como lo haría un sabio moderno— insiste en aquel noble anhelo de salvar para la posteridad los tesoros del pasado mexicano que logró acumular a los largos de su laboriosa existencia.

Aunque se aprecia de escribir con llaneza y tal como habla, nunca lo hizo así en el verso, naturalmente. En la prosa lo consigue mejor, cuando no le estorba el deber poético. Sus relaciones históricas son bastante escuetas y directas. Es célebre su inventiva contra el pulque, en su paraíso occidental; y el Triunfo Parténico (muestrario poético de aquella edad) trae un verdadero resume de la pintura virreinal en el XVII. Su Mercurio Volante, sobre los sucesos de la reconquista de Nuevo México, se anticipa ya al periodismo.Sus Infortunios de Alonso Ramírez, un natural de Puerto Rico, son una biografía, apenas novelada a lo sumo, de aquella existencia real y tormentosa. Ramírez habla en primera persona y nos cuenta lo que padeció, en poder de los piratas ingleses que lo apresaron en las Filipinas, y después, las aventuras de su navegación “por si solo sin derrota, hasta varar en la costa de Yucatán, consiguiendo por este medio dar la vuelta al mundo”.


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