En 1700 había cuatro imprentas en la Ciudad de México, las cuales llevaban entre 16 y 69 años en operación. Eran propiedad de cuatro familias: Calderón (fundada en 1631); Rodríguez Lupercio (fundada en 1658); Rivera/Ribera (la grafía cambiaba; fundada en 1677) y Guillena Carrascosa (fundada en 1684, aunque a partir de esa fecha no se conocen impresos suyos hasta 1693). En 1800 en la ciudad había dos imprentas, una propiedad de la familia Zúñiga y Ontiveros (fundada en 1761) y la otra de la familia Jáuregui (fundada en 1766). En el curso de ese siglo el número de imprentas fluctuó. En total se abrieron 13, que se mantuvieron en operación por diversos lapsos. El número alcanzó su punto culminante en 1766, cuando en la capital funcionaban siete de ellas. Las prensas de Zúñiga y Ontiveros y de Jáuregui se mantuvieron hasta el siguiente siglo, para cerrar en 1825 y 1815, respectivamente, mientras que las otras once que habían abierto, así como las cuatro que funcionaban ya en 1700, cerraron antes de 1800. La reducción del número de imprentas entre 1766 y 1800 representa una consolidación en manos de unos cuantos dueños, no una declinación de la imprenta o alguna represión por parte del gobierno, con excepción de la imprenta jesuita de San Ildefonso a consecuencia de la orden de expulsión de los mismos del 25 de junio de 1767. Para 1810 el número de talleres de impresión había vuelto a elevarse, para llegar a un total de seis.
Siete de las nuevas firmas sólo funcionaron en la capital un breve periodo. Tres de ellas tenían vínculos con la ciudad de Puebla. Miguel Ortega y Bonilla trabajó un año en la ciudad de México (1711) antes de regresar a Puebla. Juan Francisco Ortega y Bonilla, posiblemente su hermano, trabajó entre 1721 y 1725. Diego Fernández de León, un impresor poblano, tuvo una oficina en la capital durante un año, 1710, que cerró tras su muerte en ese mismo año. Otras cuatro imprentas que funcionaron durante lapsos breves fueron las de Juan Ambrosio de Lima (en operación entre 1744 y 1746), Nicolás Pablo de Torres (1752-1753), Gerardo Flores de Coronado (1786-1791) y José Francisco Dimas Rangel (1786-1789). Las otras imprentas nuevas que cerraron antes de 1800 eran propiedad de la familia Hogal (en operación de 1721 a 1787), Francisco Javier Sánchez (1736-1767), la del real y más antiguo Colegio de San Ildefonso, colegio e imprenta de propiedad de los jesuitas (1748-1767), y la imprenta de la Biblioteca Mexicana (1753-1778), que perteneciera inicialmente al doctor don Juan José Eguiara y Eguren y, tras la muerte de éste, en 1763, a la familia Jáuregui.[1]
La cultura impresa en la ciudad de México, 1700-1800. Las imprentas, las librerías y las bibliotecas
La cantidad de imprentas nuevas creadas en el curso del siglo refleja, desde luego, las expectativas de éxito financiero de sus propietarios, pero también la facilidad para abrir una imprenta si se disponía del dinero necesario para adquirir el equipo, incluso sin ser un impresor de oficio. Había estrictas leyes de licencia (censura) relativas a la impresión de textos, pero casi no se regulaba el ingreso al terreno de la impresión o la operación cotidiana de las imprentas, ni por parte del gobierno ni por un gremio de impresores. España nunca adoptó las prácticas francesas e inglesas de limitar el número de imprentas. Para abrir una se requería la aprobación del virrey, pero al parecer la misma se concedía de manera rutinaria. Una solicitud de José Francisco Dimas Rangel, “un relojero y también un fundidor de letras de imprenta”, fue aprobada en 1785 pese a la firme oposición de José Antonio de Hogal, cuya empresa familiar era la impresora oficial del gobierno del virreinato.
Tanto la facilidad inicial de ingreso a ese terreno como el éxito a largo plazo de las firmas familiares se veían favorecidos por la inexistencia de una estructura gremial para el oficio de impresor.[2] Desde luego, se necesitaba dinero para comprar una imprenta ya existente o el equipo para abrir una nueva, pero no se precisaba el conocimiento técnico. En el siglo xviii quienes abrieron imprentas incluyeron a “un oficial comisionado... a la recaudación de ciertos intereses del Real Erario”, José Bernardo de Hogal; un agrimensor, astrónomo y matemático, Francisco de Zúñiga y Ontiveros; un abridor de láminas, Gerardo Flores Coronado; el ya mencionado José Francisco Dimas Rangel; dos sacerdotes, Juan José Eguiara y Eguren y José de Jáuregui, y los jesuitas del Colegio de San Ildefonso.[3] Todos esos propietarios empleaban personas para realizar el trabajo en las imprentas, como se acostumbraba en otros tipos de negocios, según lo señala John Kickza: “Ya se tratase de un negocio humilde o exaltado, su propietario, de ser posible, se mantenía alejado de las operaciones cotidianas y las dejaba en manos ya fuese de un empleado asalariado o, de preferencia, de un socio industrial”.[4] En el censo de la ciudad de México de 1753 ninguno de los propietarios de imprentas aparece designado como impresor; los únicos así llamados en el censo eran empleados.[5]
La ausencia de un gremio fue más importante todavía para la existencia continuada de las firmas familiares a lo largo de décadas, ya que significaba que no había barreras a que la imprenta fuese manejada por la viuda del propietario. Los gremios mexicanos (y españoles) permitían que una viuda prosiguiese con el negocio de su esposo sólo un tiempo limitado, tras el cual el propietario tenía que ser un miembro calificado del gremio, ya fuese por compra del negocio, matrimonio con la viuda o calificación de un hijo u otro pariente varón del difunto dueño. En el caso de las imprentas la inexistencia de un gremio significaba que la viuda no tenía que vender su taller ni transferírselo a un nuevo esposo o a un pariente varón, lo que permitía que las mismas permaneciesen más fácilmente en la familia que lo que ocurría con otras ocupaciones.
Ya que el dueño de una imprenta debía incluir su nombre en todo lo que se imprimía, es fácil rastrear la transferencia de una firma entre los miembros de la familia. Solía mantenerse el apellido en cada transferencia, como si fuese una marca. La firma de Calderón, por ejemplo, operó de 1631 a 1747 con esta secuencia típica de nombres: “la imprenta de Bernardo Calderon” (1631-1641); “la imprenta de la viuda de Bernardo de Calderon” (1641-1648); “la imprenta de los herederos de la viuda de Bernardo de Calderon” (1684-1703); “la imprenta de Francisco de Ribera Calderon” (1703-1731), y “la imprenta de la viuda de Francisco de Ribera Calderon” (1731-1747).[6] Una de las propietarias cuyo nombre aparece en la historia de la firma Ribera/Rivera fue una mujer soltera, María de Rivera, dueña de la imprenta desde 1732 hasta 1754. A su muerte el taller pasó a llamarse “imprenta de los herederos de María de Rivera” (1754-1768).
Las imprentas posteriores usaban el mismo patrón de nombres si seguían existiendo después del primer propietario. El taller de Juan José Eguiara y Eguren, no obstante, se llamó siempre “la imprenta de la Biblioteca Mexicana” (1753-1763), con Juan José Eguiara y Eguren como dueño), sin mencionar el nombre del propietario, como lo requería la ley. No está claro por qué se permitió esta transgresión. Tras la muerte de Juan José Eguiara y Eguren, en 1763, el taller continuó existiendo hasta 1773, con el nombre ocasional de “la imprenta de la Biblioteca Mexicana de José de Jáuregui”.
Los talleres más pequeños, conocidos como “imprentillas”, tenían una sola máquina y por lo general apenas una o dos fuentes, muchas veces en malas condiciones. Sin embargo la mayoría de las imprentas eran grandes establecimientos comerciales con por lo menos dos y probablemente con más frecuencia tres prensas, sin contar una para grabados, y unos diez tamaños de tipos tanto redondos como cursivos, así como una gran variedad de ornamentos tipográficos, tallas en madera y grabados.[7] En 1733 el anuncio que hizo María de Rivera de su tipo recién llegado describía una imprenta completa con por lo menos catorce tamaños de tipo, tanto redondos como cursivos. No obstante, en 1785 Felipe Zúñiga y Ontiveros, cuya imprenta fue considerada por un contemporáneo suyo como excepcionalmente bien surtida, era de la opinión de que sólo se requerían diez tamaños, tanto de redondas como de cursivas, para tener una imprenta completa.[8] Las dos imprentas que estaban en operación para finales de ese siglo habían absorbido a tantas de las anteriores que probablemente tenían un mínimo de ocho a diez prensas cada una. En comparación, la imprenta de Benjamin Franklin y David Hall en Filadelfia, Pensilvania, era la única con tres prensas en las trece colonias británicas que se convertirían después en Estados Unidos de América.
No se sabe mucho respecto a por qué cerró la mayoría de las imprentas. Algunas lo hicieron probablemente debido a la falta de miembros de la familia interesados en poseerlas tras la muerte del último propietario. Imprentillas como las de Juan Ambrosio de Lima, Nicolás Pablo de Torres, Gerardo Flores Coronado y José Francisco Dimas Rangel pudieron haber cerrado por problemas financieros. De los dos talleres propiedad de clérigos, uno, la Biblioteca Mexicana de Juan José Eguiara y Eguren, se vendió a la muerte de su dueño al otro sacerdote, José de Jáuregui, cuya propia imprenta había abierto en 1766. A la muerte de Jáuregui, en 1778, sus imprentas fueron operadas por sus herederos, cuyos nombres y parentesco con Jáuregui se desconocen. Desde 1791 hasta 1800 el dueño fue José Fernández de Jáuregui, probablemente un sobrino.[9] La imprenta del Colegio de San Ildefonso, que en equipo estaba a la altura de los otros talleres de mayor importancia, abrió en 1748 y se cerró el 25 de junio de 1767, el día que se anunció la orden de expulsión. El gobierno se la vendió a José Antonio de Hogal, el propietario del taller fundado originalmente por su padre en 1722.
Siempre existía mercado para el equipo de una imprenta, ya que las que existían, o las personas que deseaban abrir una, estaban dispuestas a comprar prensas e incluso tipos muy gastados, que podían fundirse para hacer otros nuevos. El 29 de marzo de 1774 Felipe Zúñiga y Ontiveros apuntó que “hoy compré la imprenta vieja que fue de Dn. Xavier Sánchez”.[10] Sánchez había sido dueño de una imprentilla, y su último impreso conocido databa de 1765. Con excepción de la imprenta de la Biblioteca Mexicana, todas las que se crearon en ese siglo empezaron con tipos usados. Al cabo de algunos años de operación procedían a adquirir tipos nuevos, momento en el cual se anunciaban como “la imprenta nueva” o “la nueva imprenta” durante un lapso de alrededor de un año. (Una vez más la imprenta de la Biblioteca Mexicana fue una excepción; se llamó a sí misma “la nueva imprenta” desde 1753 hasta 1760, aunque con frecuencia creciente a cada año que pasaba.) Los ejemplos de esta práctica para indicar que había nuevos tipos incluyen la imprenta de José Bernardo de Hogal, abierta en 1721 pero descrita como nueva en 1724, y la de Felipe de Zúñiga y Ontiveros, que se inauguró con su nombre en 1764 pero se llamó nueva en 1777.[11]
José Antonio de Hogal, en un informe de 1785 en respuesta a la petición del virrey sobre su opinión acerca de si debería concederse licencia a Dimas Rangel para abrir una imprenta, hizo la siguiente aseveración acerca de los artículos producidos por esos talleres:[12]
Dos géneros de obras se trabajan en las imprentas, que vulgarmente llaman los impresores obras grandes y obras chicas. Las primeras son aquellas que se componen de muchos pliegos y hacen un competente volumen; las obras chicas son las que no pasan de un pliego de papel, y éstas son solamente las que mantienen las oficinas, porque las obras grandes, á más de ser pocas, son muy costosas en estos reinos y de muy poca utilidad para los impresores; á el contrario, las chicas son más frecuentes, y, por consiguiente, el único fomento de las oficinas, sin las cuales sería imposible el que subsistieran...
Los comentarios sobre obras grandes son ligeramente engañosos. Es verdad que sólo una minoría de las obras impresas correspondía a esa categoría. No obstante, también lo es que el costo de esas impresiones casi siempre hubiese sido responsabilidad de alguna otra persona, no de la imprenta. Éstas imprimían muy pocos artículos que no hubieran sido pagados ya por la persona que los encargaba. La edición, es decir la absorción del costo de la impresión con la esperanza de obtener una ganancia con la venta de la obra, no era costumbre de las imprentas, al menos si no tenían un monopolio sobre la obra impresa, como veremos más adelante. La principal barrera para la impresión en el periodo colonial era la falta de editores, no la censura. Un autor tenía que pagar la impresión por sí mismo o encontrar un patrono que lo hiciera. Los costos de la impresión, que eran altos, incluían las tarifas de licencia, el papel y la mano de obra. Para las personas que no vivían en la ciudad era necesario incurrir en los costos adicionales de que alguien llevase el manuscrito a la capital y transportase luego los ejemplares impresos.
Sin embargo, el gasto mayor para quien quería aparecer en letra impresa era el costo del papel. El erudito Hans Lenz ha señalado la existencia de dos molinos de papel en la ciudad de México en el periodo colonial, pero apunta que tenían “una existencia precaria, circunscrita y quizá encubierta” debido a la prohibición formal de tales molinos. En el periodo 1768-1777 la cantidad que producían no ascendía a más del tres por ciento del total de papel que se importaba en ese mismo periodo.[13] La Nueva España dependía de la importación de papel para cubrir sus necesidades, no tan sólo para imprimir sino también para escribir y para la fabricación de cigarrillos. El papel importado era caro, en parte porque estaba sujeto tanto a impuestos de exportación en España como de importación en México (almojarifazgos, como se los denominaba en esa época), además de a un impuesto de venta (alcabala) y a la avería, el impuesto para pagar la flota, el convoy de barcos mercantes que daban servicio a las posesiones hispanas en el hemisferio occidental. Los libros importados, en comparación, habían sido exentos de los demás impuestos, con la salvedad de la avería, por cédulas reales de 1584 y 1591.[14]
En 1760 un impresor se lamentaba (de forma muy extensa) de la necesidad de abreviar una obra debido a los altos costos del papel:
Este estudio de compendiar es hado que deben padecer quantas obras fueren destinadas à imprimirse en México. Son excessivos los costos! A infinitos les quitan el ánimo de imprimir... Oxalà pudiera yo baxar estos gastos! Quantas obras utiles al buen publico se facilitàran! Se alentarian unos talentos; otros, no melancolizàran sus estudios en un ocio lléno de obscuridad; y se sirvieran Dios y el Rey... Segun estân las cosas, no dexaria de abaratarse, si supièran los Señores Flotistas, que les comprariamos papel de imprenta mas barato, que no el usual.[15]
Si bien el agravio del impresor parece sincero, cabe señalar que los pocos registros que aún perduran de la imprenta en la que trabajaba, la del Colegio de San Ildefonso, demuestran que la misma obtenía utilidades de entre 160 y 230 por ciento en algunos pedidos pequeños. El cálculo de un encargo de cien cartas y quinientos convites fue de veinte pesos por un trabajo que requeriría papel que costaba menos de un peso y medio, con un probable costo de mano de obra de cuatro pesos y medio, lo que dejaba una utilidad de catorce pesos, es decir, un margen de ganancia de 233 por ciento. Incluso si se suponía un cargo por mano de obra de siete pesos (un aumento del 50 por ciento), el margen de ganancia seguía siendo de un enorme 164 por ciento.[16] Era posible obtener precios más bajos de la impresión, aunque no era probable lograr lo mismo con el papel.
Había cierto prestigio asociado con el hecho de haber pagado la impresión de una obra, y era posible pensar que la misma resultaba beneficiada, a su vez, del prestigio de su patrono. En 1757 un autor agradecido apuntó: “[U]n sermon, que anhela salir a público, debe siempre implorar la sombra de un Mecenas, cuya authoridad lo patrocine, y con su acceptacion, lo corone, y hermoseè, dando pulido ornato â sus clausulas, y splendor á sus conceptos.”[17] Los que pagaban por imprimir artículos que no fuesen devocionarios eran siempre reconocidos por su nombre y sus títulos –doctor, licenciado, etc.–, en las páginas preliminares. A los que pagaban los devocionarios, en cambio, se les daba por lo general un agradecimiento anónimo, tal vez como señal de humildad, en frases tales como “dada a luz para un devoto de la santa” o incluso “para un esclavo del santo”. Algunos devocionarios incluían un lenguaje que manifestaba un celo proselitista hacia el santo o el objeto de veneración: “reimpressa... à devoción del mas indigno esclavo de el Purissimo Corazón de Jesús, que dessea el aumento de esta tan santa y provechosíssima devoción”.[18]
Las “obras chicas”, que según afirmó Hogal eran el sustento de una imprenta, incluían “actos”, las hojas sueltas que anunciaban ejercicios académicos, generalmente de un individuo de la Universidad de México, pero también de un grupo de estudiantes de menor nivel; la mayoría de los devocionarios (“libritos con devociones a un santo”, dirigidos al uso privado); muchas cédulas o bandos del gobierno; la mayoría de los “méritos” (curricula vitae) impresos para quienes aspiraban a un cargo; constituciones y reglas de varias cofradías y gremios; la mayoría de las cartillas que se usaban para enseñar a leer, y pequeñas láminas de santos para su venta individual. Incluía también una diversidad de órdenes para la “impresión de remiendos”, como se señala en el informe de Hogal:
[B]illetes de la Real Lotería, las boletas que se dan en el montepío, las cartas de pago que se dan a los tributarios, los conocimientos de los caudales que se embarcan en los navíos, los libramientos y recibos de las tesorerías y contadurías de los ramos de Real Hacienda, los pases que se dan á los arrieros en la Real Aduana, las patentes que los prelados de las Religiones dan á sus súbditos para transitar por todo el reino, [y] los pasaportes de los soldados.
Hogal pretendía que la lista mostrase la diversidad de artículos que podía falsificar un impresor inescrupuloso. No obstante, su lista sirve también para demostrar por qué la ciudad podía mantener a tantos impresores. Es una enumeración incompleta de los trabajos de impresión que se hacían; a ella podían agregarse formularios legales, facturas y recibos; aranceles, la lista de cargos en las oficinas gubernamentales; convites a una variedad de acontecimientos, como funerales, ejercicios académicos, observancias del santo del día y profesiones de monjas, y artículos tan mundanos como las cubiertas de pólvora.[19]
Un estudio de la imprenta del Colegio de San Ildefonso, que incluye estadísticas comparativas de otras imprentas de la ciudad en el periodo 1748-1767, muestra que casi 58 por ciento de los artículos impresos en ese lapso por todas las imprentas consistía en una hoja de papel o menos. El verdadero porcentaje tiene que haber sido mucho mayor. Las estadísticas se elaboraron utilizando la extraordinaria bibliografía de impresos coloniales mexicanos de José Toribio Medina. La obra de este investigador incluye apenas unos cuantos actos y méritos, da información sustancialmente escasa de cédulas y bandos, y no abarca ningún trabajo suelto de impresión. No se han publicado los libros de trabajo de ningún impresor mexicano, que son la mejor fuente sobre la impresión de materiales efímeros, como los convites, pero los registros que sobreviven acerca del uso de papel en la imprenta del colegio de San Ildefonso entre el 1 de septiembre de 1766 y el 1 de junio de 1767 dan ciertos indicios de lo que se hacía en una imprenta. En ese periodo de nueve meses se encargaron 191 productos, de los cuales diez eran libros, cinco poesía (que podían haber sido hojas sueltas o libros) y quince estampas. Los 161 pedidos restantes fueron de cosas sueltas. Entre ellos figuran 77 encargos de convites, 52 de actos, 17 de diversos artículos solicitados por gobiernos locales, 11 méritos o curricula vitae, una patente, una lista de nombres de la votación de los abogados (presumiblemente para el Colegio de Abogados), una cédula y las ya mencionadas cubiertas de pólvora.[20]
Como las imprentas llevaban a cabo tan pocas ediciones por su cuenta, las utilidades dependían de atraer a los clientes que necesitaban imprimir algo. Algunos clientes de impresión podían ser monopolizados. Las entidades gubernamentales y eclesiásticas, cuyos impresos podían concederse a una firma, eran el gobierno superior y diversos departamentos del mismo, como la lotería y la administración de correos (que necesitaba facturas, no timbres de correos); el Cabildo de la Ciudad de México; el Tribunal de la Santa Cruzada y el Santo Oficio (la Inquisición). Las personas responsables de conceder los monopolios de impresión de esas entidades estaban dispuestas a utilizar imprentas propiedad de mujeres; en los siglos xvii y xviii todos los monopolios, con excepción del de el Santo Oficio, estuvieron en distintos momentos en manos de esos talleres. En 1748 todos los monopolios salvo el del Santo Oficio, que al parecer no tenía un impresor oficial, eran detentados por dos firmas encabezadas por mujeres, la viuda de José Bernardo de Hogal y María de Rivera. Sus talleres conservaron esos monopolios incluso cuando abrieron tres firmas más (de propiedad masculina) en el curso de los cinco años siguientes. Habitualmente las imprentas señalaban su monopolio en las páginas preliminares de sus trabajos, muchas veces incluso en artículos que no se imprimían como parte de dicho monopolio. Cabe suponer que los propietarios sentían que eso le confería prestigio adicional al nombre del taller, lo que podía dar por resultado atraer a nuevos clientes.
Además de los monopolios de clientes de impresión, existían “privilegios” que le concedían al que los tuviese el derecho exclusivo de imprimir por su cuenta, y después de vender, ciertas clases de libros o determinados títulos individuales. Los beneficios se obtenían de las ventas de los ejemplares y no, como en el caso de los monopolios de impresión, de la venta de un servicio. Los libros incluidos en esos monopolios eran casi los únicos que publicaban por su cuenta las imprentas del periodo.
Aunque los monopolios para imprimir determinados títulos eran usuales en Inglaterra, Francia e Italia, sólo en España y en su imperio se concedían habitualmente no sólo a individuos sino a lo que hoy podríamos llamar organizaciones caritativas. El otorgamiento de monopolios a tales organizaciones solía renovarse de manera indefinida, y tenían la intención de proporcionarles una fuente constante de ingresos. Lo usual era que quien detentaba el monopolio subrogase los derechos de reproducción a una imprenta durante un periodo limitado. Las ganancias de la organización provenían de lo que pagaba la imprenta, no de la venta directa de las obras en sí. Eran los talleres de impresión, no los grupos caritativos, los que corrían con la responsabilidad de obtener utilidades sobre la venta de los títulos.
Uno de esos monopolios era el derecho a imprimir cartillas, los textos de nivel introductorio para quienes aprendían a leer. El monopolio le fue otorgado en 1553 al Hospital Real de Indios de la ciudad de México, y subsistió durante todo el periodo colonial. A partir por lo menos de 1641 se lo subrogaba a una imprenta de Puebla, que retuvo el privilegio hasta 1725. En ese año otro impresor solicitó obtener la subrogación del privilegio, ofreciendo un pago anual más elevado. A consecuencia de dicha petición el hospital estableció un procedimiento para que los impresores presentasen sus ofertas cada vez que se renovaba la licencia. El primer procedimiento de licitación dio por resultado que el pago anual se elevase de 50 a 800 pesos por año; la oferta más alta la presentó quien antes detentara el monopolio.[21] En 1797 el privilegio se vendió en 1 700 pesos; “para recuperar el precio del privilegio [el impresor] tuvo que vender ese año por lo menos 27 200 cartillas, en vista de que cada cartilla se vendía en medio real (8 reales = 1 peso)”.[22] En 1781 la catedral de Valladolid, de España, planteó una oposición al privilegio del hospital, puesto que afirmaba poseer el monopolio tanto en España como en México; su objeción fue rechazada en ese mismo año.[23]
El monopolio para la impresión de algunos de los libros de texto utilizados en los colegios jesuitas estaba en manos de la Congregación de Nuestra Señora de la Anunciata, cofradía cuyos miembros eran estudiantes y ex alumnos de esos colegios. Desde el 21 de enero de 1604 hasta el 25 de junio de 1767 la congregación controló el privilegio para imprimir ciertos trabajos, que para 1650, como muy tarde, consistían en textos de gramática latina y de retórica, así como en la Doctrina christiana del jesuita Jerónimo Ripalda, y algunas fábulas y antologías literarias.[24] A partir del 25 de junio de 1767, el día en que se anunció la orden de expulsión de los jesuitas de México, el gobierno superior se hizo cargo del monopolio, que subrogaba a impresores en los mismos términos comerciales que antes. La imprenta del Colegio [jesuita] de San Ildefonso imprimió sólo un trabajo relacionado con ese privilegio en sus 19 años de operación. Esa imprenta era un establecimiento puramente comercial, no dedicado a imprimir para los jesuitas, y raras veces elaboraba libros de texto, tal vez porque la congregación cobraba demasiado por el privilegio.
También existía un monopolio para la impresión de himnos, y para las liturgias en honor de los santos locales o patronos, liturgias que constituían un añadido a la liturgia tridentina habitual de la Iglesia católica. La imprenta que detentaba ese monopolio podía denominarse “la imprenta del nuevo rezado”. (El derecho de imprimir las liturgias habituales para uso en España y en todas sus posesiones, que equívocamente se llamaba también “nuevo rezado”, era a su vez un monopolio otorgado por Felipe II a los monjes de El Escorial en 1573, confirmado en repetidas ocasiones por medio de leyes tanto en España como en México.) Si bien el privilegio se refería a la impresión de ciertos tipos de liturgias, se trataba, en realidad, de un monopolio de clientes. Las liturgias locales no se imprimían con la esperanza de obtener ganancias sobre ventas ulteriores, sino que las órdenes religiosas, parroquias o diócesis que deseaban liturgias en honor de determinados santos estaban obligadas a usar la imprenta poseedora del monopolio. A diferencia de lo que ocurría con otros privilegios relacionados con textos, éste no entrañaba para la imprenta ningún riesgo de quedarse con dinero invertido en ejemplares por vender.
Un impresor, Francisco Zúñiga y Ontiveros, obtuvo monopolios para dos de sus propias obras, ambas impresas anualmente. Una era la Guía de forasteros, que enumeraba los funcionarios gubernamentales de México y de Puebla, y la otra era un pequeño “calendario de bolsa”. También imprimió durante largos años un Pronóstico y una Efémeris, aunque sin contar con un monopolio sobre ellos. Presumiblemente otros hubiesen podido crear más fácilmente los dos primeros títulos, así que necesitaba el privilegio para proteger su mercado de la competencia. Resulta útil comparar la publicación regular de esos cuatro títulos con la experiencia de Juan José Eguiara y Eguren , propietario de la imprenta de la Biblioteca Mexicana. En 1755, dos años después de abrir su taller, Juan José Eguiara y Eguren publicó el primer volumen de su obra maestra, la famosa Bibliotheca mexicana. Nunca se imprimieron más volúmenes. Sin duda esta “obra grande” era demasiado cara, tanto para que la produjese el autor, pese a ser el dueño de la imprenta, como para los posibles compradores. Los cuatro títulos de la imprenta de Zúñiga, por otro lado, eran necesarios año con año para una gran cantidad de personas, y resultaban relativamente baratos. Se vendían en grandes cantidades: para el 8 de marzo de 1763 Zúñiga había vendido 13 500 calendarios (de formato grande, no de bolsa), 2 500 Pronósticos y 1 700 Guías de forasteros, todos de ese mismo año. Cuatro años después, en enero de 1767, sus registros demuestran que había vendido 14 mil calendarios, 2 mil Pronósticos, 2 500 calendarios de bolsa y 1 200 Guías para el año de 1767, y que estaba a punto de imprimir otros 900 ejemplares de los calendarios grandes. El 14 de febrero de ese año apuntó que había reimpreso 250 calendarios chicos.[25]
Las imprentas se ubicaban en lo que es hoy el centro histórico, las calles que daban a la Plaza Mayor o próximas a ellas, cerca de todas las oficinas principales del gobierno y de la Iglesia.[26] Cada artículo producido incluía la ubicación de la imprenta, como lo mandaba la ley. Este requisito, si bien tenía el fin de contribuir a que el gobierno y la Iglesia encontrasen una imprenta en caso de una publicación ilegal, también permitía que las personas que necesitaban imprimir algo encontrasen un taller.
Con excepción de las imprentillas más pequeñas, todas vendían libros en sus instalaciones. Podía tratarse de productos de la misma imprenta o incluso de otros talleres de la ciudad, así como de libros de Europa, nuevos o usados.[27] En la primera parte del siglo el pie de imprenta de algunas empresas identificaba al propietario de la imprenta como impresor y librero, como en el caso del que aparece en 1703: “por Miguel de Ribera, impressor y mercader de libros”.[28] Esta práctica desapareció hacia mediados del siglo, aunque las imprentas continuaron vendiendo libros. Un producto de una imprenta podía incluir la afirmación de que se lo vendía en la misma, o se podía anunciar una publicación en uno de los periódicos que se editaban en la ciudad. Las noticias en los periódicos también solían identificar aquellos negocios, incluidas las imprentas, que tenían uno o más libros europeos a la venta, e identificaban éstos ya fuese por título o por categoría, como en el anuncio de la firma de Zúñiga y Ontiveros aparecido en la Gazeta de México el 16 de junio de 1784, donde dice que “en la oficina de esta gazeta... está de venta una porción de libros, ya usados de filosofía, teología, y ambos derechos [cánones y civil]”.
El actual centro histórico incluía también a la mayor parte de las librerías de la ciudad, así como otros muchos puntos en los que podían adquirirse libros. Una lista de 1768 de “sujetos que tienen librería pública”, elaborada para la Inquisición, enumeraba quince de tales sitios.[29] El único impresor incluido en la lista era José de Jáuregui, aunque también las imprentas de Hogal y de Zúñiga vendían libros. La firma de Rivera cerró en algún momento de 1768 pero asimismo había estado vendiendo libros. Las librerías podían ofrecer también otros artículos, y el que se vendía más comúnmente era papel. Sin embargo a veces en las librerías se expendían también mercancías generales, que guardaban poca relación con los libros, como se observa en dos noticias del último decenio del siglo. La Gazeta de México del 10 de junio de 1794 anunciaba que “han llegado a D. Francisco Rico vestidos de ante, zapatos, botas, y faroles de bomba de Inglaterra... Se expenden en su librería”. El número del 26 de junio de 1792 de la misma Gazeta contenía la noticia de que “en las librerías de las calles de Santo Domingo y Capuchinas se venden... unas botellitas con aguas de varios olores”.
A lo largo de todo ese siglo se vendían libros en una diversidad de negocios y ubicaciones que no debían considerarse librerías. La lista de 1768 preparada para la Inquisición, mencionada arriba, concluía con el comentario: “A más de las librerías expresadas, hay muchos libros de venta en varias tiendas.”[30] Esos negocios podían estar en una tienda o consistir en “cajones”, puestos sobre ruedas ubicados en mercados como el del Parián, el Portal de Mercaderes y el Portal de Flores, todos los cuales daban a la Plaza Mayor. En el último cuarto del siglo la presencia de uno o dos títulos en esos negocios solía anunciarse en un periódico. Algunos de los comercios que tenían una ubicación propia y que anunciaban ocasionalmente la venta de algún libro incluían una cerería, que tenía a la venta un sermón; la vinatería “del meson de Señor San Joseph”, que tenía “un librito intitulado Botica general de remedios experimentados”; una botica, que anunciaba dos títulos: Farmacopea hispana y Filosofía botánica de Lineo; una tienda de ropa, que tenía cuatro volúmenes de la Biblia traducida del latín al español, y una tienda que vendía mercancías no especificadas y que ofrecía la Preparación de la misa.[31] Algunos ejemplos de los títulos vendidos por quienes tenían cajones en los diversos mercados incluyen “dos sermones y un poema” en un cajón de mercería dentro del Parián; dos cajones en el Portal de Mercaderes tenían a la venta “Manual de arquitectura, con 29 láminas”, traducido del italiano al castellano, y Vida de Carlos Tercero.[32]
Una cantidad de conventos y capillas vendían por lo menos títulos ocasionales, como se advierte en pies de imprenta y periódicos. Los títulos anunciados eran religiosos, no seculares. Entre los que vendían libros se contaban los conventos de San Agustín, San Francisco, La Merced, San Sebastián, Santo Domingo y de Predicadores. Las capillas del Señor de Burgos y de San Joseph (esta última puede haber estado localizada en el convento de San Francisco), también vendían libros.
Además de los sitios fijos de expendio de mercancías había también vendedores callejeros, o noveneros, que vendían pequeños devocionarios e impresos (y tal vez además otros títulos). Los noveneros podían haber vendido en muchas ubicaciones distantes del centro histórico. Es probable que sus inventarios fuesen cambiando de acuerdo con el calendario de días de los santos. Los registros parciales que sobreviven de la librería de la imprenta del Colegio de San Ildefonso demuestran que, mientras que las ventas de devociones a los santos se llevaban a cabo a lo largo de todo el año, las de un devocionario de un santo específico solían limitarse a la época de la fiesta del mismo. Iglesias, ciudades, cofradías, gremios, conventos, monasterios, órdenes religiosas, colegios y universidades celebraban servicios especiales en honor de “su” santo el día de su festividad, y con frecuencia los acompañaban con procesiones públicas, fuegos de artificio y otros festejos. El interés por un servicio religioso o por las festividades concomitantes era la motivación para comprar un devocionario de ese santo. Los registros de la librería de la imprenta de San Ildefonso, por ejemplo, muestran que las 154 ventas de una novena para la Inmaculada Concepción de María, que se celebra el 8 de diciembre, se produjeron a finales de noviembre y principios de diciembre. Con una sola excepción, las 335 ventas de los artículos descritos como calvarios, en referencia a la pasión de Cristo, se vendieron en época de cuaresma. Los devocionarios con ventas extraordinariamente grandes solían ser los de la devoción mensual a un santo determinado, sin conexión con una fiesta anual, como la devoción mensual a san Joseph el 19 de cada mes, y no sólo el 19 de marzo, que es el día oficial del santo. La mayor frecuencia de tales observancias debía de promover la venta de devocionarios.[33]
De manera que quienes deseaban adquirir materiales impresos podían ir no sólo a las librerías sino también a cajones de diversos mercados, tiendas que vendían otros artículos (entre ellos muchos que no se anunciaban) y noveneros. En ciertos casos se sugería a los compradores que acudiesen a la casa de una persona, ya fuese mediante un anuncio en el periódico o por una indicación en una página preliminar. En 1715, por ejemplo, la portadilla de El pecador arrepentido, o, methodo facil para disponerse a una buena confession general ó particular... con otros consejos necessarios para la confession, comunion, y buena muerte, indicaba que estaba a la venta “en casa de el Maestre de Flobothomia, Francisco Antonio Truxilla”.[34] Uno se pregunta cuántos pecadores arrepentidos habrían estado dispuestos a aventurarse a la casa de un flebotomiano, que en ese periodo practicaba sangrías con sanguijuelas. Una edición posterior del mismo título se vendía en casa de Francisco Aguirre y Odiaga, de quien no se especifica la ocupación.[35]
Una persona acaudalada podía reunir una biblioteca privada considerable. Los inventarios de las sucesiones muestran, por ejemplo, que Juan José Eguiara y Eguren , propietario de la imprenta de la Biblioteca Mexicana, tenía en su colección privada, en el momento de su muerte, en 1763, 1 141 libros que representaban 826 títulos; José Ignacio Bartolache contaba en 1790 con 712 volúmenes, correspondientes a 487 títulos.[36]
En 1755 el prólogo de la Bibliotheca mexicana de Juan José Eguiara y Eguren apuntaba que
existen muchísimas e importantes [bibliotecas], ya por el número de sus volúmenes ya por el valor de éstos, que pertenecen a los oidores reales, canónigos, profesores universitarios, doctores, abogados, médicos, y otras personas, en particular a los individuos de las ordenes religiosas.[37]
Algunas colecciones privadas llegaron a ser la base de bibliotecas de la ciudad, fuese por donación o por compra. El chantre de la catedral de México, Luis Antonio Torres Quintero, reunió una gran biblioteca privada, que a su muerte, en 1756, pasó a sus dos sobrinos, Cayetano Antonio Torres Quiñón y Luis Antonio Torres Quiñón, quienes siguieron incrementando la colección. A la muerte del más joven de ellos, Luis, en 1788, legó toda la biblioteca a la catedral de México, de la cual había sido arcediano, junto con la suma de veinte mil pesos que debían usarse para levantar un edificio que albergase la biblioteca y para el mantenimiento de la misma. La Biblioteca Turriana, llamada así en honor a quienes la donaron, estaba abierta al público. En 1789 contenía 6 922 volúmenes.[38]
Otro coleccionista, el doctor Manuel Ignacio Beye Cisneros y Quijano, abogado y también catedrático y rector electo por cuarta vez de la Universidad de México, donó “una inmensa cantidad de libros de los más raros y curiosos de su época en todas las ciencias” a la biblioteca de la universidad.[39] En 1793 se autorizó al Colegio de Minería a pagar 961 pesos, 2 reales, por la biblioteca científica del fiscal don Eugenio Santelices Pablo. La biblioteca del colegio mayor de Santa María de Todos Santos había recibido poco antes de 1744 la “riquísima biblioteca” del que fuera su alumno, don Juan Gómez de Parada, “con la obligación de que sus nuevos poseedores los hagan servir a la utilidad pública, como ocurre con los de la Biblioteca madrileña”.[40]
Todos los colegios, conventos y monasterios de la ciudad tenían bibliotecas de diversos tamaños. En 1755 el prólogo de la Bibliotheca Mexicana de Juan José Eguiara y Eguren afirmaba que las bibliotecas de la ciudad que contaban con más de ocho mil volúmenes eran “las de los dominicos, franciscanos, y la de San Pablo de la orden de San Agustín... la del Colegio Máximo de la Compañía de Jesús y la del Colegio Mayor de Santa María y Todos Santos”.[41] Otras bibliotecas grandes que, según Juan José Eguiara y Eguren , estaban “dotadas de no pocos millares de libros”, eran las del Colegio Seminario de la Iglesia Metropolitana, el monasterio de Tlatelolco, los conventos de San Agustín, los mercedarios y las carmelitas, el Oratorio de San Felipe Neri y la casa profesa y Colegio de San Ildefonso, ambos propiedad de los jesuitas.[42]
Después de enumerar las bibliotecas grandes de la ciudad, como se comentó en los dos párrafos anteriores, Juan José Eguiara y Eguren las caracterizó como “públicas, abiertas a cualquiera y a los extranjeros que deseen visitarlas”. La Biblioteca Turriana y la de la universidad también estaban abiertas al público. En realidad es probable que “el público” estuviese limitado, por las costumbres, a la élite masculina blanca de la ciudad, a la cual se sumarían los hombres de negocios de mayor éxito, lo que un autor ha caracterizado como “la oligarquía blanca compuesta por europeos y criollos”.[43] Sin embargo hay una interesante sugerencia de que un grupo más grande de personas (siempre varones) puede haber representado por los menos a usuarios potenciales de las bibliotecas más públicas. Un poco más adelante, en 1809,
un autor anónimo sugirió en la prensa que si se abrieran las tres bibliotecas públicas de la capital en las noches y los días de fiesta se llenarían de “artesanos, mercaderes, padres de familia y aun literatos que irían por utilidad, por desahogo, por diversión y aun algunos por ocupar el rato en cosa indiferente, como van a los bolos, pelota, alameda, y otros recreos inocentes”.[44]
Los “artesanos” y “mercaderes” podían haber incluido a algunos de los mestizos más acaudalados; esas categorías comprenderían sin duda una cantidad de “blancos” que no eran lo bastante ricos como para formar parte significativa de una “oligarquía blanca”, como no fuese por la superioridad teórica de los blancos sobre los indios y los mestizos.
A lo largo de todo el periodo colonial el número de personas iletradas rebasaba por mucho el de los que sabían leer, aunque sólo fuese porque casi todos los lectores eran criollos o europeos, que constituían una minoría de la población.
La mayoría de los indios y muchos, tal vez la mayor parte de los mestizos y de otras castas, no eran letrados, pero lo mismo ocurría con muchas mujeres blancas. Durante el siglo xviii, en particular su segunda mitad, los iletrados de la capital y de otras grandes ciudades podían estar cada vez más en contacto, y poseer material impreso, sobre todo de carácter efímero. Desde luego los billetes de la lotería y “las boletas que se dan en el montepío”, dos de los ejemplos de impresión de remiendos mencionados arriba, estaban en manos de personas que no podían leer tanto como aquellos que eran capaces de hacerlo. Las “cartas de pago que se dan a los tributarios”, otro ejemplo de impresión de remiendos, estaban en posesión de indios, que eran los tributarios. Las mujeres blancas, así como los miembros letrados de su familia, podían recibir convites a una diversidad de acontecimientos, fuesen o no capaces de leerlos. Todo tipo de iletrado podía tener pequeños grabados en madera de santos o tal vez incluso un devocionario a un santo, aunque sólo fuese por la ilustración que solía aparecer en el mismo. De modo que, incluso si no podían leer ni ser recibidos en una biblioteca, muchos iletrados eran también “consumidores” de materiales impresos. Las imprentas de la ciudad les aportaban un beneficio de igual manera que a aquellas personas letradas que necesitaban mandar hacer una impresión o leer lo que se había impreso.
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