2000 / 21 mar 2019 22:09
No bien se restauró la república cuando, en el mes de agosto de 1867, José Tomás de Cuéllar –conocido también con el seudónimo de Facundo–, convocó a sus amigos para que se formaran las bases de un teatro nacional. Las reuniones preliminares tuvieron lugar en la ‘casa popeyana’ de Schiaffino. El fin de las citadas reuniones fue trabajar con empeño por el teatro mexicano. El nombre que se dio a esta agrupación fue El Liceo Mexicano (que no tuvo relación con el que más tarde se fundaría con el mismo nombre).
La sesión inaugural tuvo lugar en la sala de actos de San Juan de Letrán el domingo 4 de agosto, y una vez que se integraron las diferentes secciones se iniciaron los trabajos. La sección dramática, que fue la más empeñosa, se reunía todas las noches en casa del señor José María Lafragua, y se proyectaba que para el día 15 empezaría a dar funciones la compañía que dirigía el liceo.[1]
La alocución que dirigió el señor Cuéllar a los congregados el día de la instalación señaló los derroteros de una literatura nacional. Inició su discurso proclamando el valor de la asociación en los términos siguientes:
Reconoció universalmente el axioma de que la unión constituye la fuerza, el espíritu de asociación desarrollado, ante esta idea, desde los primeros tiempos ha sido la palanca social más poderosa para el progreso de las naciones y a esta fuerza múltiple debe el mundo las instituciones más notables. Si la asociación –añade– data de épocas tan remotas; si los sabios de Roma y de Grecia nos dieron el ejemplo; si la antigüedad de los liceos, universidades y academias nos es tan conocida, si recorriendo la historia palpamos las inmensas ventajas de la unión de los esfuerzos; y si en el presente tenemos como la más palmaria prueba de sus ventajas la rápida civilización de los Estados Unidos, ¿por qué permanecemos aislados?
Y más adelante afirmaba enfáticamente: “Debemos asociarnos, fraternizar y trabajar con fruto en una empresa, noble y grande.” ¿Cuál es esta empresa?, se preguntaba Cuéllar. Y respondía con energía: la literatura nacional, su creación por el estímulo, por la discusión, por la asociación. Ya para terminar su pieza oratoria tan llena de fuerza y de vigor admirables, José Tomás de Cuéllar habló de lo que se proponía el Liceo Mexicano: “Será un cuerpo moral que promueva la gran revolución, el levantamiento en masa de los hombres de corazón y de inteligencia. Que no haya –exclamaba casi a gritos– un solo hombre útil en toda la extensión de la República que deje de oír nuestra voz de asociación.”[2]
En un comentario publicado en la “Revista de la Semana” de El Siglo xix sobre la fundación del liceo, se decía: “En México el espíritu de asociación parece horrorizar a las gentes... el buen deseo, el trabajo y la actividad del señor Cuéllar sin la cooperación de los demás, serán inútiles: ¡Ay! La constancia no es sin duda la gran cualidad de nuestra raza.”
Desgraciadamente las palabras anteriores fueron de profeta, porque el Liceo Mexicano, a pesar de los enérgicos esfuerzos realizados por José Tomás de Cuéllar, pronto siguió la triste suerte de otras asociaciones.