Carlos de Sigüenza y Góngora

Don Carlos de Sigüenza y Góngora —sobrino de don Luis de Góngora—, además de poeta, fue matemático, astrónomo, cosmógrafo, historiador, cronista, biógrafo, memorialista, y hasta técnico de fortificaciones y artillería. Estudió las civilizaciones indígenas. Combatió las supersticiones vulgares que aún se revolvían con la ciencia astronómica. Su fama llegó hasta el Extremo Oriente. Dicen que el Rey Sol lo invitó a su corte. Representa y suma toda la cultura de la Nueva España en sus días. Su lucidez, adelantándose al tiempo, le permitió percibir que el destino del Nuevo Mundo o está, como el del Viejo Mundo, en la acción militar. Si en Cárdenas (1591) encontramos el “resquemor criollo” bajo especie de diferencia entre el indiano y el peninsular, ya los sonetos satíricos del XVI anuncian entre ambas clases un principio de animadversión. El viajero británico Thomas Gage —cuyas exageraciones, por lo demás, han sido objetadas algunas veces— asegura que, para sus días (1625), tal sentimiento se ha convertido en odio. En Sigüenza y Góngora más bien se manifiesta el empeño por definir lo mexicano, mezclando en la nueva sustancia de la nación  criolla el orgullo de las tradiciones y virtudes prehispánicas. A la entrada del virrey Paredes, en el arco de triunfo erigido al caso, propone las imágenes de los emperadores mexicanos como otros tantos modelos de las virtudes del gobernante. Como observa Ermilo Abreu Gómez, es realista, y siempre que puede, sustituye una fábula con un hecho averiguado. Piensa que a América le bastan sus propias grandezas, sin tener que pedir prestadas las de la antigüedad clásica. En toda la primera parte de su vida se nota un decidido afán por edificar las glorias nacionales y el culto de la patria. Se asegura que su entusiasmo se enfría un poco a partir del tumulto de los indios el 8 de junio de 1692; que entonces, en parecer inédito que de él solicitó el virrey, llega a proponer que se aleje a los indios del centro de la población; que se manifiesta más lastimado ante el desorden que ante la justicia; que su amigo el presbítero Antonio Robles, en su diario, y llevado por su sólo impulso de piedad, fue mucho más capaz que Sigüenza de apreciar la justificación que asistía a los indios. Pero, ante todo, no es lo mismo dejar un desahogo en un diario que presentar a la autoridad un plan de medidas administrativas. Además, fácil es que, en efecto, este hombre de museo e “intelectual” de solemnidad, haya tenido una visión más clara de las cosas históricas que no de las actualidades políticas. Tampoco se le puede exigir una plena maduración de la conciencia nacional en sus días. Por último, “a Sigüenza no podemos juzgarle bien, porque se ha perdido lo más importante de su producción, conservándose en cambio las obras que escribía de encargo”.[1] Denuedo no le faltaba: para rescatar libros y documentos, cuando el incendio del Cabildo, no duda en arrojarse a las llamas. Su testamento —en que lega su cadáver a la ciencia como lo haría un sabio moderno—  insiste en aquel noble anhelo de salvar para la posteridad los tesoros del pasado mexicano que logró acumular a lo largo de su laboriosa existencia.

Aunque se precia de escribir con llaneza y tal como habla, nunca lo hizo así en el verso, naturalmente. En la prosa lo consigue mejor, cuando no le estorba el deber poético. Sus relaciones históricas son bastante escuetas y directas. Es célebre su invectiva contra el pulque, en su Paraíso occidental; y el Triunfo parténico (muestrario poético de aquella edad) trae su verdadero resumen de la pintura virreinal en el XVII. Su Mercurio Volante, sobre los sucesos de la reconquista de Nuevo México, se anticipa ya al periodismo.

Sus Infortunios de Alonso Ramírez, un natural de Puerto Rico, son una biografía, apenas novelada a lo sumo, de aquella existencia real y tormentosa. Ramírez habla en primera persona y nos cuenta lo que padeció, en poder de los piratas ingleses que lo apresaron en las Filipinas, y después, las aventuras de su navegación “por sí solo y sin derrota, hasta varar en la costa de Yucatán, consiguiendo por este medio dar la vuelta al mundo”.


1. Ramón Iglesia, “La mexicanidad de D. Carlos Sigüenza y Góngora”, en El hombre Colón y otros ensayos, México, 1944, páginas 119-143. 

 



Fue Carlos de Sigüenza y Góngora uno de los intelectuales más importantes del siglo xvii. Científico (cosmógrafo, astrónomo y matemático), geógrafo, etnógrafo, historiador, naturalista, escritor, autor de la primera novela novohispana[1] y prolífico e importante poeta. Nació y murió en la ciudad de México (1645-1700). Antes de los 15 años ingresó en el seminario de los jesuitas; hizo sus votos simples en 1662, y, por razones que todavía hoy se discuten (muchos piensan que por cuestiones disciplinarias), después de siete años de pertenecer a la Compañía, la abandonó. Estudió después en la Real y Pontificia Universidad de México.

A fines de 1681, pasó por Nueva España un cometa que hizo concebir a la gente horribles presagios. Sigüenza y Góngora escribió un folleto[2]para despejar, científicamente, esos infundados temores. Según relata Beristáin: “el cometa comenzó a verse en Mégico en el mes de noviembre de 1680. Reinaba todavía en el vulgo de los filósofos la opinión de que estos fenómenos eran fatal anuncio de alguna desgracia pública; y nuestro autor [Sigüenza y Góngora] como mejor físico y astrónomo y crítico ilustrado, trató de despojar a los cometas del imperio que tenían sobre los tímidos y de refutar las vulgaridades”.[3] El Manifiesto desató una polémica, en la que intervinieron, primero, José Escobar Salmerón, doctor en medicina, “a quien no quiso contestar nuestro Sigüenza”.[4] El segundo fue el padre Eusebio Kino, jesuita alemán, recién llegado a México, y Martín de la Torre, caballero flamenco, que se hallaba desterrado en Yucatán.[5] Contra este último escribió Sigüenza El Belerofonte Matemático contra la Quimera Astrológica de Don Martín de la Torre.[6] Sigüenza y Góngora salió airoso y su fama traspasó los límites de Nueva España. Fue capellán del Hospital del Amor a Dios y limosnero del arzobispo de México, Francisco de Aguiar y Seijas. Colaboró estrechamente con el virrey Gaspar Silva y Mendoza, conde de Galve (1688-1696) en el desarrollo de un sistema de defensa para el litoral del golfo de México frente a las continuas incursiones francesas. Como geógrafo de Su Majestad participó en la expedición de 1692 en el litoral de la bahía de Panzacola; escribió un Diario y dibujó y levantó mapas y planos de la bahía.

Como hombre de libros, actuó valientemente en el motín de 1692 (que provocó el incendio del Palacio Nacional y del Ayuntamiento) salvando los Libros de Cabildos y otros muchos documentos del importante archivo que quedó consumido por las llamas. Su interés por el pasado indígena de Nueva España se revela en el arco erigido para recibir al virrey conde de Paredes;[7] o en diversas relaciones históricas: gracias a su amistad con José Bartolomé de Alva Ixtlilxóchitl, heredero de los códices y manuscritos que había coleccionado su padre, Sigüenza obtuvo información de primera mano y escribió una historia del antiguo imperio chichimeca.[8]Como mencioné al principio del apartado, su curiosidad intelectual era realmente universal, de ahí la variedad de temas de su obra. Publicó:

Primavera indiana, México, Bernardo Calderón, 1662 (con reimpresiones en 1669 y 1683).

Oriental planeta evangélico, México, Bernardo Calderón, 1668. 

Glorias de Querétaro, México, Bernardo Calderón, 1668.

Teatro de virtudes políticas, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1680. 

Manifiesto filosófico contra los cometas..., México, s. e., 1681. 

Triunfo parténico en glorias de María Santísima Inmaculada, México, Juan de Ribera, 1683. 

Paraíso occidental plantado y cultivado por la liberal benéfica mano de los muy católicos y poderosos reyes de España, México, Juan de Ribera, 1684. 

Los infortunios de Alonso Ramírez, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1690. 

Libra astronómica, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1690. 

Relación histórica de los sucesos de la armada de Barlovento, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1691. 

Trofeo de la justicia española, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1691. 

Mercurio volante (periódico), México, 1693. 

El oriental planeta evangélico, México. Benavides, 1700.[9] 

Dejó varias obras manuscritas. Beristáin cita las siguientes:

Descripción del Seno de Santa María de Galve, alias Panzacola de Mobila y del Río Missisipi, " de ésta –dice Beristáin (loc. cit. )– se valió Cárdenas en su Historia Florida

La Piedad heroica de D. Fernando Cortés.[10]

Tratado sobre los eclipses del Sol.[11]

Apología del poema intitulado Primavera indiana.[12]

Y varias más que Beristáin sólo enlista: Genealogía de los reyes mexicanos, Anotaciones críticas a las obras de Bernal Díaz del Castillo y P. Torquemada, Teatro de la santa iglesia metropolitana de México, Historia de la Universidad de México, Tribunal histórico, Historia de la Provincia de Texas, Vida del venerable arzobispo de México, don Alonso de Cuevas Dávalos, Elogio fúnebre de la célebre poetisa mexicana, Sor Juana Inés de la Cruz,[13] Tratado de la esfera. Según Beristáin, “de todos estos he noticia y constancia, pero yo no he hallado ninguno de ellos” (loc. cit.) Pero dice haber visto en la Biblioteca de la Universidad de México los siguientes: Informe del virrey de México sobre la fortaleza de San Juan de Ulúa (hecho el 31 de diciembre de 1695), un fragmento de la Historia antigua de los indios con estampas, un Calendario de los meses y fiestas de los mexicanos.

En sus últimos años, enfermo, regresó a la Compañía de Jesús y testó a favor de ella su valiosa biblioteca y colección de manuscritos, planos y códices.

Méndez Plancarte[14] incluye varias octavas de la Primavera indiana, fragmentos de Oriental planeta evangélico, una “Canción” de las Glorias de Querétaro y dos composiciones del Triunfo parténico.