José Mariano Fernández de Lara fue un impresor-editor del siglo xix. Nació cuando la Nueva España se empezaba a cuestionar su dependencia de España. Terminaba el siglo xviii y era un tiempo en que los criollos buscaban tener un sitio en la vida pública del virreinato, manifestando un sentido de pertenencia que los llevaría en 1821 a la independencia de lo que se llamaría México. El país que surgía ofreció una serie de oportunidades a sus habitantes que orientaron sus actividades a las nuevas demandas que requería la nación que se estaba construyendo.
Las tareas de imprenta adquirieron un nuevo cariz y dimensión al gozar de libertad y manifestar a través de diversos impresos el nuevo tiempo que se estaba viviendo. La vida política coadyuvó necesariamente a dinamizar las tareas de impresión con periódicos que daban cuenta de las actividades públicas, de los grupos políticos, de las novedades parlamentarias; con la publicación de leyes, reglamentos, bandos, códigos, entre otros, que refieren el nuevo tiempo. En esta etapa, los talleres de imprenta siguieron publicando impresos que en periodo colonial habían sido el sustento de los talleres, pues eran los más comunes entre los habitantes de la capital del virreinato: textos piadosos, calendarios y guías de forasteros. Con el tiempo surgirían nuevas publicaciones, nuevos formatos y nuevos públicos que darían un impulso a la imprenta en la ciudad de México.
La ciudad de México con mayor población y con las principales instituciones políticas y culturales, favoreció el desarrollo de los talleres de imprenta en el tiempo independiente. Las imprentas se multiplicaron en tanto una actividad económica redituable pues a pesar de los grandes niveles de analfabetismo, una serie de impresos cotidianos gozaron de gran popularidad entre la población que los tenía como guía para las labores cotidianas, los calendarios, y como mediadores con el cielo, las novenas, triduos y oraciones varias, entre otros, que se imprimían con regularidad y en grandes cantidades. Estos impresos menores permitían el mantenimiento y engrandecimiento de los talleres e incluso el enriquecimiento de quienes los imprimían.
José Mariano Fernández de Lara se inició en la imprenta en 1822. No siguió la tradición familiar de la platería. A sus veintitantos años encontró en ella un medio para ganarse la vida, en un tiempo en que el país pasaba por grandes problemas, tras una guerra que desgastó la economía. La imprenta representó una oportunidad para probar fortuna y hacer dinero. La anulación del privilegio real como requisito para imprimir, brindó oportunidades a los dueños de talleres de impresión. Con la libertad de imprenta los interesados tendrían únicamente que respetar las restricciones que conllevaba esta ley decretada por las Cortes españolas en noviembre de 1810 e inscrita en la Constitución de Cádiz en 1812.[1]
Montar un taller de ese género, no era una cuestión sencilla. Se requería de prensas, tipos, tintas, papel y el arte de saber manejarlos con pericia y estética con la finalidad de sacar textos legibles, armoniosos y bellos. Conseguir esos insumos no era cosa fácil. Seguramente José Mariano Fernández de Lara se hizo de los instrumentos de alguna vieja imprenta y con ellos comenzó a laborar en ese quehacer en la calle de San José del Real, en una propiedad de la familia.[2]
Sus primeras publicaciones reflejan el aprendizaje de las nuevas tareas; demuestran la falta de pericia en un oficio que requería de experiencia y conocimiento en el manejo de los pliegos, los tipos, las prensas, los cortes y el cosido. Sus primeras experiencias tipográficas revelan el interés por la situación política del nuevo país. Datan de 1822-1823 cuando México, recién independizado, se abría hacia nuevos derroteros. Una docena de folletos breves (cuatro páginas), de corte político muestran la importancia de ese tipo de impresos de fácil circulación y de impacto inmediato y la relevancia del momento en que la vida política acaparaba la atención de los ciudadanos del país. Sus autores (entre otros, Fernández de Lizardi, Gómez Farías) encontraron respaldo del taller de Lara. El pie de imprenta rezaba Oficina de Don José Mariano Fernández de Lara y los asuntos trataban en torno a los sujetos y asuntos políticos, Santa Anna, fray Servando Teresa de Mier, la despedida del ministro colombiano Santamaría, la prisión de los diputados, la reconquista de España, la excomunión al Pensador, sobre los escritores aduladores, la defensa de la independencia, la disolución del congreso, la ingenuidad del Pensador de recuperar Ulúa, y uno de su autoría defendiendo el congreso contra el despotismo. Todos estos se encuentran en la Colección Lafragua de la Biblioteca Nacional de México y atestiguan los primeros pasos como impresor.
Este arranque como impresor se detuvo por la competencia que surgió en el ámbito de los impresos. Si en 1821 había ocho imprentas, un año más tarde sumaban 15 que producían folletos, periódicos y publicaciones menores como libritos devotos, oraciones, sermones que respondían a las necesidades de una población altamente religiosa que no necesariamente leía, pero que sí requería de estos materiales para sus rezos y devociones y que redituaban trabajo y dinero a los dueños de imprentas.
Sus contrincantes laborales eran varios y algunos venían de la tradición colonial como Zúñiga y Ontiveros y Valdés; gozaban de prestigio y tradición en la publicación de impresos menores y se esforzaban por mantenerse en la competencia editorial; otros eran nuevos como él y buscaban ganar un espacio en el ámbito editorial, como Herculana del Villar, Celestino de la Torre o LL.HH. Morán. En 1823, el número de imprentas descendió en la Ciudad de México y la de Lara pudo mantenerse. Publicó una cuarentena de papeles no oficiales, críticas al gobierno de Iturbide, a la posible reconquista por parte de España, a la necesidad de reunir un nuevo congreso; imprimió una proclama de Santa Anna y un escrito contra el papel moneda, impresos que dan cuenta del pulso político que se vivía, publicaciones que no destacan en el arte tipográfico, sino que responden a las inquietudes de una sociedad que prueba las mieles y las angustias de su condición como país independiente.
La folletería que había sido una parte importante del soporte de las imprentas, reflejó una baja en la producción a partir de 1823.[3] La imprenta dejó de publicar bajo su nombre en 1824. En 1829, Lara se vincula al Ministerio de Hacienda como oficial en la Comisaría General del Distrito Federal y el Estado de México, cargo en el que haría relaciones en beneficio posterior para la imprenta. Para entonces los periódicos en la ciudad de México El El Sol (1822, 1823-1832) y El Águila Mexicana (1822-1827) se habían convertido en los voceros de las distintas facciones. La baja en los folletos parece responder a la presencia de la prensa que rápidamente cobró adeptos entre la élite política y se constituyó en el medio moderno que refería la vida pública.
Su paso por el ministerio le redituó relaciones que aprovecharía para volver a la imprenta. En 1835, su nombre se le relaciona con un taller en los bajos de Palma 4, la vivienda familiar. A partir de esa fecha y hasta la década de los años 60 consigna en los pies de imprenta la dirección antes mencionada. Allí reanudó las labores con la Recopilación de leyes, decretos, bandos… formada de orden del Supremo Gobierno hecha por Basilio Arrillaga, a quien seguramente conoció en el Ministerio de Hacienda.
El olfato empresarial comienza a manifestarse. Probó con otro tipo de obras como El catecismo de geografía universal de Juan N. Almonte en 1838, que un año antes había publicado Ignacio Cumplido. La obra de Almonte era un texto orientado a la educación, siguiendo parámetros de los catecismos religiosos. Lara escogió un material con posibilidades de colocarse en el mercado. En 1839, publicó su primer calendario “para el que usó tipos Nompareille”.[4] Los calendarios, obras de consulta popular, se vendían muy bien. Su popularidad llevó a los impresores-editores a buscar portadas, contenidos e imágenes y viñetas atractivas para atraer a los lectores y competir en el mundo editorial con productos que llamaran la atención. Así, “combina sutilmente las tintas de recuadros y tipos, en juego con el color del papel”. Y incorporó la imagen de la Virgen de Guadalupe como una constante en sus calendarios.[5] En la portada señaló “Calendario de Lara… Imprenta del autor”, asumiendo su papel como editor.
Publicó alrededor de once cuadernitos en octavo, con portadas de papel en colores rosa, amarillo, azul o verde. Con textos pequeños de astronomía y meteorología, conocimientos sobre el país, noticias geográficas, históricas, estadísticas, industria, población, cuestiones sobre religión y literatura, temas que saciaban la curiosidad de quienes los adquirían. Eran materiales para la vida diaria pues en ellos estaban contenidos los pronósticos del tiempo, el santoral y las obligaciones religiosas. Sus calendarios compitieron con los de José Martín Rivera, Ignacio Cumplido, Santiago Pérez, Abraham López y Juan N. del Valle.
Al finalizar la década de 1830 ya era acreditado entre los impresores y lectores, que acudían a la calle de la Palma a solicitar un trabajo de imprenta o a adquirir sus impresos. Su producción refiriere nuevos retos para el taller e incorpora nuevos autores. Revela al editor atento a las novedades provenientes de Europa y necesidades editoriales. Si bien no había un amplio círculo de lectores, los que había estaban ávidos de las novedades y fueron, junto con las instituciones gubernamentales, los responsables de mantener los talleres de imprenta activos.
Los impresores compitieron por lograr con el gobierno contratos. Lara fue hábil negociador y consiguió algunos. Publicó colecciones de leyes, folletos con variada información e incluso billetes de lotería, lo que garantizaba dinero y evitaba la censura que en tiempos en que existió, perseguía tanto al impresor como a los oficiales de la imprenta. La lotería era un importante negocio, ya que además de imprimir los billetes, tenía que dar a luz 10 000 listas con los números premiados, los oficios de remisión, notas reservadas de premios, avisos de fechas de sorteos, entre otros compromisos. Ganó un concurso por un periodo de cinco años, lo que garantizaba la permanencia del taller que no sólo imprimía, sino que ofrecía publicaciones en venta como el Catecismo de Ripalda, Compendio histórico de Fleuri y el Libro segundo de los niños, obras indispensables para la educación.
Imprimir libros no era fácil en una sociedad analfabeta y económicamente débil. De ahí que la incorporación del litógrafo Hipólito Salazar al taller reforzó la imprenta de la Palma y favoreció la edición de nuevos proyectos que redundaron en un mayor prestigio del negocio. Las publicaciones oficiales continuaron como una seguridad financiera, pero el lanzamiento de nuevas, refleja el interés por mejorar el negocio.
La presencia de Salazar lo llevó a lanzar novedosas publicaciones como la obra de Bernardin de Saint-Pierre, Pablo y Virginia y La cabaña indiana de 1843, obra de gran éxito en Francia y en otros países de Europa. Lara, siguió los parámetros utilizados por la edición de 1838 de Léon Curmer. Realizó un magnífico volumen, con profusión de ilustraciones, con incorporación de imágenes y textos en una misma página, en donde las capitulares tuvieron un papel protagónico y los retratos estaban en hoja independiente. Esta edición representa una apuesta distinta que revela al impresor-editor conocedor del oficio, con una imprenta capaz de ofrecer una edición lujosa, bella y plena de atractivos visuales. El binomio Lara-Salazar (impresor-editor/ litógrafo) fue indisociable en esta etapa, en donde la composición y la estética fueron factores fundamentales.
Asimismo, Lara se interesó por las revistas literarias. Los lectores buscaban ediciones atractivas como estas revistas de contenidos misceláneos e ilustraciones llamativas. Lara dio a luz El Liceo Mexicano, compitiendo con otras revistas de ese género, publicadas por Ignacio Cumplido, Juan R. Navarro o Vicente García Torres, revistas con las que buscaban instruir a la población y mexicanizar la literatura.
El Liceo Mexicano, 2 volúmenes, 1844, fue una publicación de “utilidad y moralidad”, con contenidos misceláneos (literatura biografía, ciencia, historia, modas, música, entre otros). Profusamente ilustrada con grabados y litografías, con viñetas y tipografía varia e incluía partituras. En ella colaboraron, entre otros: Juan N. Navarro, Casimiro del Collado, Ramón I. Alcaraz, Manuel María de Zamacona, Manuel Francisco Diez Bonilla, Manuel y Fernando Orozco y Berra, Agustín A. Franco, Ignacio Rodríguez Galván, José María Lafragua, José Sebastián Segura, Domingo Revilla, Sebastián Camacho y Zuleta, Alejandro Arango y Escandón, Isidro Rafael Gondra.[6]
Para los años 40, el taller tenía prestigio y una producción variada: libros, libretos, periódicos, calendarios. Publicó al español José Mariano de Larra cuyas obras encontraron acogida en su imprenta, así como los trabajos de Lucas Alamán, las Disertaciones y su Historia de Méjico… en cinco volúmenes, y de Carlos María de Bustamante El gabinete mexicano, Historia de la Compañía de Jesús…, la segunda edición del Cuadro histórico…, En su taller también se imprimieron cartas pastorales del obispo Lázaro de la Garza y Ballesteros.
De esa década fue también la guía de forasteros de Galván de 1842; La verdadera esposa de Jesucristo de Alfonso María Liguori, una bella edición de más de 400 páginas con magníficas ilustraciones de santas; y El Tiempo, 1846, periódico con folletín, una novedad editorial de esos años. Vocero del proyecto monárquico, cuyo contenido conservador atrajo la ira y el descontento de muchos, lo que impidió continuar su publicación. En su folletín, Lara seleccionó novelas Gertrudis Gómez de Avellaneda, Washington Irving, Ramón de Mesonero y Romanos, entre otros autores. Las novelas se publicaban en la parte inferior del periódico y día a día se publicaba un capítulo que dejaba el interés en el lector para seguir leyendo, lo que representaba un atractivo para la venta del periódico.
La guerra con Estados Unidos dio quehacer a la imprenta. Con motivo de la ocupación estadunidense, tuvo que mudarse a Querétaro donde el gobierno sentó reales. Diversos documentos oficiales relacionados con la firma del tratado de paz fueron impresos por Lara, lo cual habla de las buenas relaciones que tenía con políticos diversos que le permitieron convertirse en el impresor del gobierno.
La etapa de oro del impresor-editor fueron las décadas de 40 y 50. A los triunfos editoriales de los años 40, se sumaron el periódico El Daguerreotipo, Los Misterios de París de Eugenio Sue, el Estudio de la literatura alemana de Oloardo Hassey, El manual de la virtud de Mucio Valdovinos, y las novelas de Pantaleón Tovar, Ironías de la vida y La catedral de México, así como el Diccionario de la conversación y la lectura; el Atlas mexicano de Antonio García Cubas, entre otras. Las obras, revelan al impresor-editor experimentado, de reputación, con buenas relaciones, y con corresponsales en distintos puntos de la república, lo que favorecía la difusión de sus publicaciones. El atlas de García Cubas muestra al editor que logra ofrecer un reto editorial, una obra de gran calidad tipográfica y estética.
En 1863, formó parte de la Asamblea de Notables, junto con otros impresores, José María Andrade, Felipe Escalante y Mariano Galván. Su posición política pasó de los moderados al imperio de Maximiliano. Su taller prosiguió dando a luz impresos, aunque ya no con la novedad que le caracterizó en la primera mitad del xix. Se desempeñó como inspector de escuelas católicas y en función de ello publicó cuentos, novelas y compendios geográficos. Los materiales de lectura estaban orientados a las escuelas de niñas.
Su taller enfrentó a las modernas imprentas que desplazaban a las tradicionales como la suya que cerró en 1878. Murió a los 93 años. La nota necrológica lo asentaba “como el decano de los tipógrafos” que “en su profesión siempre dio pruebas de constancia y laboriosidad, editando varias obras de importancia”.[7]
Lara aprendió el oficio y se volvió maestro en las publicaciones. Recorrió distintos géneros editoriales menores y mayores –calendarios, hojas sueltas, libros, folletos, libretos, periódicos. Su nombre fue reconocido en su tiempo como el de un impresor-editor que puso en circulación distintos tipos de publicaciones y que innovó el ámbito editorial mexicano.
Referencias
Castro, Miguel Ángel y Guadalupe Curiel (coords.), Publicaciones periódicas mexicanas del siglo xix, México, Universidad Nacional Autónoma de México/ Coordinación de Humanidades/ Instituto de Investigaciones Bibliográficas (Ida y regreso al siglo xix), 2000.
Fernández Ledesma, Enrique, Historia crítica de la tipografía en México: impresos del siglo xix, México, Palacio de Bellas Artes, 1934-1935.
Suárez de la Torre, Laura (coord.), Constructores de un cambio cultural: impresores-editores y libreros en la ciudad de México (1830-1855), México, Instituto Mora, 2003.
Suárez de la Torre, Laura (coord.) y Miguel Ángel Castro (ed.), Empresa y cultura en tinta y papel, 1800-1860, México, Instituto Mora/ Universidad Nacional Autónoma de México/ Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 2001.
Enlaces externos
Castro, Miguel Ángel, “El Liceo Mexicano”, en Revista de la Universidad de México (México), núm. 500, septiembre de 1992, pp. 37-40, (consultado el 16 de febrero de 2019).
“El Atlas Geográfico de Antonio Garcia y Cubas: México en 1858”, en Espejel, (consultado el 16 de febrero de 2019).
El Liceo Mexicano, Hemeroteca Nacional Digital de México, (consultado el 16 de febrero de 2019).
Suárez de la Torre, Laura, “Los impresos: construcción de una comunidad cultural. México 1800-1855”, en Historias (Dirección de Estudios Históricos, México), núm. 60, enero-abril de 2005, pp. 77-92, (consultado el 16 de febrero de 2019).