La poesía de Márquez es, ante todo, enigmática. Casa de espejos donde las cosas se sitúan en un lugar muy distinto del que aparentan. Ahí, el espacio es un tiempo seducido por la excitante posibilidad de la proyección en dimensiones y el tiempo un espacio alterado, intervenido en la conciencia del lector-espectador. En esta geografía de lo evanescente, empero, existen claves que permiten dilucidar algunos territorios de su planteamiento estético. Las referencias clásicas explícitas o implícitas nos llevan del mito al misterio, de la dialéctica al acto en potencia en el vértigo de un lenguaje altamente polisémico que aborda con mesura y la antítesis. Lo que el lector está a punto de descubrir es una poesía en buena parte abstracta, reconcentrada en el logos y sumamente cautelosa respecto al uso de elemento sensible, fenoménico. En ella la figuración es un pretexto, se trata apenas de las sombras furtivas reflejadas en las paredes de la caverna que funcionan como referentes, guías discretas hacia un mundo en el que son y suceden los seres y las cosas que en realidad le interesan a su lector. En resumen, la de Márquez es una poética que deviene metafísica de la inquietud, ontología que revela el recambio de piezas del espíritu detrás de una aparente inmutabilidad del ser.