María Baranda hace en este libro un ejercicio de enorme transparencia, pero como toda transparencia que aspira a ser absoluta —como señalan las rotundas palabras luz absoluta en el título—, se tiñe de más luz, no necesariamente se oscurece (ciega) en esa luminosidad que al lector le puede deslumbrar y llevar a cerrar los ojos. Pero debe mantenerlos abiertos —los oídos—, a la velocidad y concentración de ese verso en el que la autora de Narrar lleva todavía más al extremo la identificación del tránsito —¿tiempo, espacio?— con el pensamiento. Pero nada más lejano de un cartesiano aséptico: aquí la iluminación es también desolación. Por eso el epígrafe de sor Juana, “El mundo iluminado y yo despierta” describe tan bien esa “lucidez alucinada”, la que se da justamente en el amor como desamor. Yegua nocturna corriendo en un prado de luz absoluta es, justamente, no cerrar los ojos.