Agazapados, entre los pliegues recónditos del sueño y el deseo, con música de fondo de Bob Dylan o las Variaciones Goldberg de Bach interpretadas por Glenn Gould, los inquilinos de un vetusto edificio (ubicado a unos pasos de la calle donde estalla el vocerío ausente de la otrora acalorada afición de El Frontón México) toman un trago de cerveza o fuman marihuana mientras leen “lo mejor de la literatura universal” o viven tórridos romances, fuera de los cómics, con los villanos de los superhéroes malavenidos en narcos mexicanos.
Estos personajes —apelando a un repertorio minucioso de las artes amatorias, al yoga, la ciencia o la filosofía, al tai chi o la quiromancia— perpetran con el correr de los días, en la rutina y la abulia, de manera implacable, aquellos crímenes que August Strindberg llamó asesinatos psíquicos y que consisten en el aniquilamiento del otro en las relaciones de pareja mediante sutiles instrumentos que hacen de la violencia física un recurso burdo e inocente.
Ignacio Flores Calvillo, para quien el humor se vuelve un arma letal, un instrumento con el que puede descuartizar sin dejar huellas que lo incriminen, nació en Guamuchil, Sinaloa. Ha publicado antes Las gatas (Colibrí/IPN) y suele vérsele detrás de las vidrieras de viejos cafés de la Tabacalera o la San Rafael, en la Ciudad de México, quebrándose la cabeza (el brillo de la mirada lo delata) buscando formas más refinadas de asesinar a sus lectores.