Existen fundamentalmente dos clases de poetas: aquellos que se aproximan emocionados a la realidad y, con idéntica emoción, la testimonian; y quienes, igualmente apasionados, deciden alejarla, abstraerla, contemplarla hasta convencernos de que el poema es apenas la huella, el perfume o la memoria de nuestra estancia en un reino siempre perseguido, siempre postergado. A esta segunda categoría pertenece la aventura verbal de Jorge Esquinca. Poesía tan enamorada de la materia objeto de su canto, tiende un velo para mejor apropiarse del prodigio: un pájaro -herida a mitad del cielo-, los afanes y hallazgos de los otros, las vivencias del día transformadas en bitácora de la especie, son rieles por los cuales transita la voz bien templada del poeta. Prosa que se eleva con alas del ángel que creíamos perdido, versificación que ensaya nuevos ritmos y borra los límites de los géneros, la escritura de Esquinca apuesta y triunfa al aventurarnos en territorios que la palabra nombra como si por primera vez nacieran, pero, al mismo tiempo, lugares donde nos reconocemos y salvamos. El poeta que anticipa su joven madurez en La noche en blanco (1983), continuada en Alianza de los reinos (1988) y Paloma de otros diluvios (1990), consuma en El cardo en la voz un amor a la palabra pocas veces tan bien correspondido. El lector que lo siga en sus iluminaciones tendrá el privilegio de asistir a uno de los instantes más altos y luminosos de la joven y firme tradición de nuestra poesía.