Hijo de un republicano exiliado que esperaba en México la muerte de Franco, Andrés Samayoa viaja a Madrid contratado por un año para investigar y escribir sobre la Guerra Civil. Pero su precaria disciplina sólo le da para consultar libros en bibliotecas y tomar notas algunas mañanas; el resto del tiempo lo dedica a deambular por una ciudad entregada a los placeres. En tales andanzas se lía con María, yonqui veinteañera, y con Cándida, melancólica y cercana a la cincuentena; ambas relaciones atizan los ardores de sus demonios: la abulia profesional, las explosiones de rabia contra su esposa, el poco expresado amor a su hija, pero ante todo la imagen regordeta, autocomplaciente del hombre de familia que rebasa los cuarenta y empieza a decir que sí, a inclinarse, incluso a aplaudir todo lo que antes había criticado. La sombra de la muerte completa el panorama: algo en el cuerpo de Andrés no está bien y podría ponerse mucho peor. Tal vez no le quede tiempo para descifrar las dos Españas que quisiera entender: la de la guerra fratricida y la actual sin memoria ni convicciones, pero igualmente racista y cruel. Quizá sea verdad lo que le dijera un viejo días atrás: “Al final de la vida, el mundo entero se convierte en una sola y enorme paradoja.” En esta novela hay diálogos y reflexiones inteligentes, directos, esclarecedores del alma de los protagonistas, expresados en un lenguaje sencillo y franco, que propicia la empatía del lector. Sin tintes moralistas ni justificaciones innecesarias, el autor aborda temas como el aburrimiento profesional, el adulterio, la promiscuidad, la comodidad del egoísmo y la cobardía, el extraño goce de la decadencia humana. También exhibe con notable habilidad las distintas caras de Madrid, y de hecho lleva al lector a esa ciudad, tanto a sus lugares típicos (bares, cafés y restoranes; tiendas de lujo; museos, plazas y monumentos; barrios, parques, estaciones de transporte) como a los barrios marginales con sus multiétnicos habitantes sudamericanos y árabes.