Hay una chica muerta, destripada, tendida sobre una cama en un departamento. Hay, también, tres emporios que se disputan el control del país, concentrados en una ciudad de México llegada al futuro donde los ricos se deslizan en sus autos de lujo sobre las alturas del cuarto nivel, muy distantes de la ralea que repta allá abajo, oprimida por las estructuras implacables del poder. Y hay, finalmente, un detective accidental: el narrador de La casa de K que emprende no sólo la indagación sobre el asesinato de la chica muerta, sino un involuntario viaje a su propio origen. Mientras las casas de K, J y S juegan el más rudo de los billares en pos de una victoria estratégica, cada golpe de bola tiene un efecto sobre nuestro narrador, víctima de su designio y a la vez animador de un complot que terminará por precipitar un desenlace imprevisto. Ambientada en un porvenir indefinido en donde conviven con ánimo decadentista la picaresca y el thriller, esta novela es ante todo un ejercicio de estilo, una apuesta frontal por el oficio narrativo y las posibilidades expresivas del lenguaje.