El viaje en el que Celorio nos lleva
de la mano se inicia ante su propio escritorio, como si le espiáramos por
encima del hombre mientras escribe. En efecto, éste es el primer espacio que
nos da a conocer y, a partir del cual, como en círculos concéntricos, vamos
pasando a espacios más amplios: la casa, el barrio de Mixcoac y sus personajes;
la ciudad de México y sus calles, sus antros, sus plazas y, cómo no, su
Catedral; y, ya en una dimensión tal vez más simbólica, el país entero. Así
opina el propio Celorio de este viaje que, aun siendo sedentario, es aventurado
—y sin duda arriesgado—: «En primera instancia, es una poética de la
arquitectura, pero los espacios que en él se describen y recrean, por estar
habitados, dan cabida a las historias y a las fantasías del escritor como si de
una novela se tratara, o de una obra de teatro, o incluso de una ópera». El
lector regresará, pues, de su lectura habiendo acumulado no sólo emociones y
gratas vivencias, que le habrán hecho pasar un buen rato y hasta reír, sino
también conocimiento y materia de reflexión.