Aunque Decencia es una novela sobre la topografía del tiempo –sus pliegues, sus vueltas, sus valles–, es también una historia escrita con sudor y saliva. Un viejo es secuestrado por un par de revolucionarios en los años setenta. A un niño le estalla en la cara la Revolución Mexicana de principios del siglo XX. El viejo recuerda al niño que fue; y el niño, al viejo que será. En medio de todo las piezas explican al uno y al otro: el primer cigarro, la primera función del cinematógrafo, el primer muerto, los «ojos asemillados de la Flaca Osorio», el Arcángel Cisniegas, compadre y asesino de todos los revolucionarios.
Decencia celebra y parodia con idéntica vehemencia las ambiciones de totalidad de las grandes narrativas latinoamericanas. Más que hacer sumas y restas, corta transversalmente, abre y cierra ángulos, no deja un respiro. Es al mismo tiempo un bildungsroman subvertido por el caos de la experiencia recobrada y una road novel que dura cien años.
Si algo ha distinguido los libros de Álvaro Enrigue es la violencia con que replantea las fronteras de lo novelístico, con que sondea los límites de los géneros literarios bajo una sola consigna: someter al tiempo –inexorablemente rígido y lineal– a la lógica mucho más plástica y flexible del lenguaje. Hay un solo axioma que el lector tiene que conceder para habitar de lleno el universo de Decencia: el futuro puede modificar el pasado y todos podemos recordar el futuro.
«Enrigue es profundamente consciente de la literatura hispanoamericana y, bajo la gracia literaria de Borges (pero sin la solemnidad de sus imitadores), escribe con la precisión miniaturista de Vila-Matas, el lirismo seco y salvaje de Bolaño y, latiendo acá y allá, el corazón de Bryce Echenique… Captura con dolor y felicidad esos momentos de la existencia de un hombre en que se oye el clic, el crac con que la vulgaridad del mundo se quiebra y la vida se vuelve a la vez belleza, tragedia y sentido» (Juan Ignacio Boido, Página 12).