Jerónimo Rodríguez Loera nace en 1936, en el remoto pueblo jalisciense de Lagos de Moreno. Es hijo de un panadero asturiano, Eusebio, y de su joven novia Mercedes, una bien de Guadalajara. En apariencia, Jerónimo es un niño mexicano como cualquier otro, pero también es un monstruo: recuerda completo el ciclo de sus reencarnaciones y, con él, todo el comportamiento humano. El prodigio incomunicable de esta mente es recibido por el padre como un signo de retraso mental, y el niño, transformado en el síntoma que denuncia que la familia Rodríguez Loera no es lo que aparenta. Jerónimo educará un odio creciente hacia este padre autoritario que lo ha desterrado a las habitaciones de los criados. Se gesta así el germen de una verdadera revolución doméstica en cuya culminación se celebrará el reacomodo de la gran ruleta cósmica.
Jerónimo recordará sus vidas y el lector presenciará el juego al que se deben los participantes de un triángulo eterno. De nuevo será el joven miembro de una tribu en tiempos prehistóricos, la doncella griega en los primeros años de la era cristiana o el sacerdote seglar en el Nápoles del siglo XVII. Y aunque distintas, en cada reencarnación encontrará Jerónimo el misterio de la pulsión erótica, que es al mismo tiempo aliciente y hado.
Echados ya los puentes sobre el modelo de la novela-río, Vidas perpendiculares es una formulación distinta de la realidad narrativa. Estamos frente a la novela cuántica, donde los diversos tiempos y espacios son simultáneos y donde la persona y el número del narrador se modifican constantemente, los géneros se tensan hasta ser otros y la frontera entre materia y energía literarias se vuelve irreconocible, como en la luz. Así pueden convivir la carga de caballería de Germánico César y el jardinero laguense, la amante napolitana de Francisco de Quevedo y el agitador asturiano en Buenos Aires, la camellera de las estepas mongolas y el muralista que fracasa por ser de derechas, Pablo de Tarso y los cachorros de un Homo sapiens programados para imponer su ADN a garrotazos, Jerusalén y la ciudad de México. Y de esta colisión de realidades emergerán los misterios que inquietarán al lector y que Enrigue desmadeja uno a uno: ¿Cómo es que un muchacho turco, tejedor de carpas y destinado al sanedrín, inventó la modernidad? ¿Cómo es que el mayor poeta erótico de la lengua era también el hombre más desagradable de su siglo? ¿Cómo veíamos el mundo antes del habla? ¿Hasta dónde puede llegar la doble moral de la clase dominante en una comunidad autodefinida como católica, sea Nápoles, Lagos de Moreno o internado jesuítico? ¿Qué historia de amor merecería ser contada?
Sabedor de que todo está en todas las cosas, Álvaro Enrigue se apropia de cualquier cabo suelto de la Historia y, al seguirlo, demuestra que el conflicto del hombre contemporáneo no radica en la muerte de la epopeya, sino en que nadie sabe dónde encontrarla.