Brenda Ríos
“Al despedirme lo supe. En mis ojos negros y grandes puso la tristeza todos sus signos. Demasiado bonito para que durara, ya se sabe que con los espíritus singulares no hay garantía, no soportan tanto amor, tanta perfección encontrada por casualidad.”
En este acto de memoria ocurren varias posibilidades: reconfigurar el presente desde el presente mismo, desarmar el pasado, volver a imaginarlo, deconstruirse él mismo en todos los que fue o no pudo llegar a ser. Los personajes de Luis Felipe Pérez llegan como una fotografía donde queremos tanto adivinar qué había antes de ese fragmento del tiempo, de esos rostros, que nuestro esfuerzo nos hace quedarnos quietos, y así, suspendidos, comprendemos.
Narrar la juventud no es fácil, luego pasa que el autor podría caer en la tentación de lo obvio. Aquí no pasa eso, los cuentos son a veces inocentes, a veces procaces, a veces ridículos, pero a todos los une un espíritu de conciencia demoledor, un espíritu de rebeldía que -ahora comprende- fue gastada a lo tonto, ahora, ahora que advierte todo, ahora que ve de lejos los rituales pequeños de crecer, hacer amigos, seducir, conversar, irse de putas, y se nota el tono un poco amargo del hombre mayor que sabe que hizo bien en crecer y que es sólo por curiosidad que quiere volver a la escena de antes de la foto, esa escena de infancia, de provincia mexicana aburrida y pretenciosa, esa escena de amor que si —de visitarla tanto— deja de ser fantasma.
* Esta contraportada corresponde a la edición de 2013. La Enciclopedia de la literatura en México no se hace responsable de los contenidos y puntos de vista vertidos en ella.