Ser niño es entender que el que lleva al infierno es un
camino corto. Se llega sin saber, se escapa sin pensar, se vuelve sin querer.
El niño de esta historia se resiste a contarla. Antes que darle un sitio en su
memoria, preferiría darle sepultura. No es que la infancia sea en sí difícil,
sino que sus fantasmas resultan invencibles y sus muros -horror- inexpugnables.
En un proceso inverso al exorcismo el autor se transforma en personaje, el
retrato en fantasma, la cicatriz en tinta. Pero cuando menos lo espera, ya está
inmerso en un juego trepidante que le permite todo... menos dejar morir una
historia. Se trata de salvarla, ése es el juego.
Todo amenaza a este niño. Lo amenaza con el infierno y el hospicio (que son lo mismo), con el ridículo, el ostracismo, la paliza en el recreo. Todo lo acusa: la fría losa del secreto, la gracia cruel de ser un consentido, el culpable placer de los pecados, el rostro mustio que, desde el retrato, le recuerda el inocente que no es y el cobarde que no ha podido dejar de ser.
Amargo y picaresco a la vez, este relato de infancia explora la historia personal que se oculta con vergüenza y la escritura que la exhibe en carne viva. El resultado es una inquietante visión de la nostalgia y el repudio como caras de una moneda que no termina de caer del aire.