El campo mexicano sigue vivo e interesante, si bien es cierto que debe abordarse con perspectivas distintas. Calderón lo sabe y actúa en consecuencia.
Los textos de Mario no tienen nada de lloriqueante, de panfletario sino contienen dosis notables de humanidad. El autor se limita a echar a andar a sus criaturas por ese mundo desolado y amargo y somos los lectores quienes nos encargamos de certificar su miseria y a ponernos de su lado, conmovidos hasta la médula. Los personajes y las situaciones conmueven porque son auténticos, están llenos de vida aunque sean en verdad lastimeros cadáveres. Uno lee o escucha sus parlamentos y se estruja, se contagia inevitablemente de ese ámbito donde imperan el hambre y la desconfianza.
Calderón posee un oído envidiable y con su capacidad para plasmarlo en palabras consigue plantear la condición humana sin necesidad de recurrir a farragosos discursos. Palabras bien engarzadas nos dicen, si no todo, mucho de esos seres desvalidos. Donde el águila paró no pretende ser ni sociología ni antropología ni nada de eso, sólo literatura, pero con eso es más que suficiente para percatarnos que el México miserable está ahí, vivo, desdichadamente lacerado por llagas dolorosas. Leyendo estos cuentos uno quisiera ser avestruz y esconder la cabeza.