Por este Adán nombrado Sitio del verano, se negoció un movimiento acorde, coordinado, de lo particular visible a lo espiritual intuido, que hace que un cúmulo de veranos personales que arrancan de la infancia y desembocan en un mar general de vejez, procure un sitio, una casa mayor donde reiniciar, cual reencarnación siguiente o quizás final, una vida “otra” y trascendente, vida del Espíritu. Para ello, el poeta grita, para escucharse en cada eco; grito que retrotrae (paso primero) al árbol de la infancia, a capulines que en familia fueron a recoger, y lleva a esa casa deseada como casa final que “quedaría vacía” para poder entrar a reiniciar el ciclo de los veranos, que no son unos veranos sino el verano eterno y dichoso, Escribiendo con mano manumitida, mano de manumisión, en un sitio que es el sitio, el libro, la casa: oráculo, intuición primera y última.