Late en alguno de nosotros la necesidad de relatarse de un modo distinto al de conversación con un amigo o un ser amado. Para este fin la autobiografía acoge, casi invariablemente, una voz en primera persona y se resuelve en la recuperación de una trama perdida. Se va perlando así una vida novelada que confiere un sentido genuino a quien escribe y le hace conocer sensiblemente que ha vivido y que todavía está viviendo. La escritura poética —suerte de estado de gracia, a veces fugaz o episódico— es a menudo también una forma de pensamiento autobiográfico y admite, desde luego, la voz en primera persona, pero no compone, como en Erigir una fortaleza, una narración propiamente dicha, sino una sucesión de planos que integran una unidad en el tiempo y en el espacio en el interior de un libro, que anuda un pacto con un pasado personal a veces doloroso.
Esas idas y venidas hilanderas, sobra decirlo, conforman la historia propia. Y no nada más eso: del intento de amarla brota asimismo una forma de liberación y de reunificación con aquella vida anterior, entreabriéndose a continuación, por obra de la palabra que nos desbasta el horizonte de otra existencia fortalecida y más propia.