La muerte de Pamilo es para pensar. No está escrito de prisa. Sólo hay prisa por terminar, por llegar al desenlace. La prisa aguijonea al autor y al lector. Aquél prescinde de las mil frases y descripciones intrascendentes y éste sabe que no necesita de todo ese bagaje. Los dos sienten el tiempo en su precipitada fuga y quieren lo denso, lo apretado. Lo que el autor dice, mejor sugiere, es mucho y está escrito en el menor número posible de palabras. Y el lector piensa que las páginas están hechas para todas las mentalidades y sugieren a cada uno lo que necesita, o hace surgir el problema subconsciente que roza la superficie de lo consciente.
Cada capítulo plantea múltiples problemas. Se le ocurre al lector, cuando camina a lo largo de las páginas, que el mundo se halla completamente al revés. Los valores no valen, sólo cuenta la apariencia. Más importante es aparecer que ser. Y Pamilo muerti se rebela en su muerte, y con su muerte, contra esa concepción de vida. La demagogia, el eterno papeleo le provocan náuseas y, por eso, se rebela contra la Honorable ley de la Honorable república.
También tiene el mundo mucho, demasiado de honorabilidad y poco de verdad. Se le antoja pensar al lector que ambos términos son contrarios, incompatibles. Y cuando conoce a Pamilo entonces se da cuenta de que la contrariedad e incompatibilidad surge del mimetismo de que está poseída la sociedad.